Hablamos a menudo de una "ola reaccionaria" sin saber muy bien a qué estamos dando nombre. Es un hecho que desde las elecciones en Castilla y León —y después las de Madrid, Andalucía, y el reciente 28M— se ha estado fraguando una recomposición ideológica y electoral que tiene a la izquierda en una posición difícil. Estos resultados han generado una cierta estupefacción, por ir en contra de la evolución del ciclo económico y de la hoja de servicios del gobierno de coalición. La hipótesis de un cambio subterráneo en el ánimo del país sirve entonces para explicar el desajuste entre la valoración que hacen los electores de las políticas que ha desplegado el Gobierno y la valoración del Gobierno mismo y de sus dirigentes. La conclusión que se saca es que no se ganarán estas elecciones hablando de economía ni del bagaje legislativo del gobierno. Tampoco azuzando el miedo a la entrada de la extrema derecha en el consejo de ministros. ¿Cómo evitar entonces el destino fatal de esta ola reaccionaria?
Creo que lo primero es atender a una cuestión de escala: lo cierto es que estamos ante una corriente europea. Desde la pandemia, y de manera acentuada desde el inicio de la guerra en Ucrania, muchas de las elecciones en Europa no las ha ganado la oposición: las han perdido los gobiernos. La situación recuerda a lo que sucedió en los años más duros de la austeridad; con la excepción de Ángela Merkel, los mandatarios que se sometían a las urnas solían sufrir importantes varapalos electorales. Fueron los mismos años del Brexit y de la sorpresiva victoria de Donald Trump. Lo que se vino a llamar el momento populista tuvo sobre todo un componente destituyente: las urnas se convirtieron en una formidable expresión del NO, en un rechazo general del statu quo y de la orientación general de la política económica.
¿Estamos viviendo hoy algo parecido? En España, una reflexión de corte abstracto apunta en esa dirección: los resultados electorales se explicarían por un cambio cultural, por el nuevo "humor social" que ha traído la pandemia, por un clima de miedo e individualismo, de incertidumbre y desasosiego, que encuentra en las coaliciones negativas, en ese decir no a lo que existe, un poderoso vehículo de movilización política. Detrás de los eslóganes fáciles de la derecha, detrás del negacionismo y las teorías de la conspiración, habría una fuerza de negación casi impermeable: por eso la izquierda sufre para rentabilizar sus logros mientras a la derecha le sirve un garabato. Esa sensación de inevitabilidad, de ir nadando contra corriente, entronca entonces con un cierto fatalismo histórico. Al fin y al cabo, nuestra historia moderna es una combinación de intensos estallidos progresistas seguidos de largas fases de restauración conservadora. Bastante —diría un cenizo— ha durado ya este ciclo.
Creo que hay buenas razones para no asumir este diagnóstico. La principal es que ningún clima social funciona como una fuerza mecánica e inapelable. El gran desorden de la globalización en que vivimos —que no es un hecho coyuntural, sino el solapamiento de profundas transformaciones climáticas, geopolíticas, económicas y sociales que marcarán el resto de nuestras vidas— ha traído una serie de nuevas demandas sociales que, todavía apenas articuladas, están enteramente por responder. Indudablemente, este tiempo desquiciado ha sido fértil para el discurso reaccionario, que se centra en prometer seguridad por la vía autoritaria. En estos años, ese discurso no ha cambiado de enemigos: migrantes, feministas, personas LGTBI, globalistas, apóstoles de la religión climática; son el otro de un discurso político capaz de capturar la agenda, identificar culpables, y generar identidades fuertes y excluyentes. Pero la fuerza del discurso reaccionario es la de una apariencia. Su forma de afrontar los problemas de nuestro tiempo es negarlos. Su triunfo, solo la antesala de un malestar aún mayor.
¿Cómo contraponer una alternativa a este repliegue tan violento como impotente? La gravedad de la crisis ecosocial, el replanteamiento necesario de las capacidades estatales, la creciente reacción a las transformaciones feministas, la amenaza retornada de la guerra... No bastará, en este tiempo de desorden, con que las fuerzas progresistas ofrezcan mitigar el impacto social de las nuevas incertidumbres. No bastará con intervenir después para requilibrar, compensar y estabilizar los desajustes de un sistema económico irracional, que es incapaz de resolver las tensiones ecológicas, geopolíticas y sociales que él mismo ha desatado y que no cesarán su curso. Nos corresponde actuar antes de que el daño esté hecho. Eso quiere decir superar un sistema que funciona mediante la disrupción y la desestabilización permanente de las relaciones sociales. Debemos replantear, ordenar y planificar nuestro espacio económico dentro de unas coordenadas muy precisas: el techo ecológico que marcan nuestros recursos y el suelo social de nuestros derechos fundamentales. Esto se materializa en cosas muy concretas: un modelo productivo físicamente viable, y una verdadera justicia fiscal para sostenerlo. Bienes y servicios públicos universales y la infraestructura necesaria para proveerlos. Repartir la riqueza, el trabajo y el tiempo para adaptar la vida a este tiempo de emergencias. Si el nuevo laborismo quiere decir algo es esto: una vida mejor para la mayoría, dentro de los límites del planeta.
Ese programa no es sólo posible sino imprescindible, pues el coste de no hacerlo se acabaría volviendo inasumible. Claro que en realidad estamos ante el exacto reverso del fatalismo y la política del miedo. No se trata de movilizar en torno a la amenaza de un futuro catastrófico, ni tampoco en la defensa de un orden imperfecto. Se trata de ofrecer una fuerza mayor y contraria a esos afectos: un horizonte de certidumbre, una idea creíble de vida mejor. Hay que reivindicar, por supuesto, cada uno de los avances que se han producido en estos años: son el punto de partida para lo que es necesario hacer ahora. Pero lo esencial es saber transmitir que podemos afrontar los problemas que tenemos por delante y a la vez aspirar a una vida digna, libre y plena. Que no tenemos que renunciar para ello a nuestros derechos sino todo lo contrario, que tenemos derecho a esa existencia mejor. Que las demandas e insatisfacciones presentes tienen una respuesta política y colectiva. Nos corresponde construir la certeza de que esa vida mejor es posible, y de que construirla es una responsabilidad común.
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