Dominio público

Las guerras de Gila

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

Prigozhin
El jefe mercenario de Wagner, Yevgeny Prigozhin, abandona la sede del Distrito Militar del Sur en medio de la retirada del grupo de la ciudad de Rostov-on-Don, Rusia, el 24 de junio de 2023. REUTERS/Alexander Ermochenko

No recuerdo quién dijo aquello de que la Tercera Guerra Mundial se libraría con armas nucleares, y la Cuarta Guerra Mundial, con piedras y palos. Es cierto que tras el fin de la Guerra Fría, con las dos superpotencias armamentísticas reconciliadas y avenidas en nuevos negocios, mientras Clinton le reía los chistes a Yeltsin se materializó esa gran paradoja: frente a un arsenal bélico cada vez más sofisticado y tecnológico, las guerras de verdad (Ruanda, los Balcanes) se hacían con machetes y tomaban formas más salvajes y primarias. Ahora que las guerras son híbridas y se libran con drones iraníes, siempre me acuerdo del vídeo de un chimpancé que, viendo acercarse un aparatito volador con cámara de esos, se quedó observándolo curioso, cogió un palo y lo derribó sin contemplaciones.

A Estados Unidos le acompaña siempre la dudosa reputación de ser la primera potencia bélica mundial, aunque más bien responda al viejo dicho de "por un perro que maté, mataperros me llamaron": tras su publicitada –y bien aprovechada por Hollywood– victoria en la Segunda Guerra Mundial, con la inestimable ayuda de la Unión Soviética (un episodio interesante para la historia contrafactual: qué habría pasado sin la ruptura del pacto Ribbentrop-Molotov), lo cierto es que la mayoría de sus incursiones bélicas les han ido saliendo tirando a regular: de Corea a Vietnam, Bahía Cochinos, o ya en el siglo XXI, el abandono de Afganistán por la puerta de atrás o el caos iraquí. Se metieron en la compleja guerra de Siria para luchar contra el malvado dictador Al-Assad, socio leal hasta hacía cuatro días, se toparon con el Estado Islámico y acabaron sin saber (como suele ocurrir en casi todas las guerras) quiénes eran los malos y quiénes los buenos.

Durante los estrambóticos sucesos de este fin de semana en el contexto de la guerra en Ucrania, los más recalcitrantes no han dudado en señalar a los de siempre (la OTAN, la CIA) como promotores de la asonada wagneriana. Incluso hay quien ha querido ver en las senilidades del viejo Biden un mensaje en clave: a cuento de qué si no el presidente de los Estados Unidos coronó (nunca mejor dicho) un discurso en el Estado de Connecticut con ese enigmático "Dios salve a la reina".

A última hora de la tarde del pasado viernes, de regreso del paseo vespertino con mi perra, ambas nos desmoronamos. Después de semanas sin un respiro entre maratonianos esprints laborales, viajes de cualquier cosa menos de recreo y olas de calor, mi cuerpo dijo hasta aquí hemos llegado y me fui a la cama sin cenar y sin enterarme de la que estaba liando el grupo mercenario conocido como Wagner, nombre poco ruso que a alguien ya debería haberle olido a chamusquina.

El sábado dormí todo el día, algo que no me había ocurrido desde hace años, y solo hice breves interrupciones del descanso para ir siguiendo las noticias de la marcha de los muchachos de Wagner sobre Moscú: en el tiempo que yo estuve durmiendo, a Prigozhin, jefe del escuadrón paramilitar, le dio tiempo a declarar la guerra al Estado ruso, a tomar dos ciudades de más de un millón de habitantes sin mayor contratiempo, penetrar 800 kilómetros en territorio enemigo, derribar cinco helicópteros, ejecutar a un mercenario que intentó acabar con su vida, firmar un cese de hostilidades con el Gobierno de Putin, enviar a su ejército de vuelta a las bases y exiliarse en Bielorrusia antes de la hora de cenar. Vale que vivimos en una época marcada por la aceleración de los tiempos, pero no tanto, coño, no tanto.

Ahora que Yolanda Díaz propone en su campaña la reducción de la jornada laboral y la califican por ello de vaga para arriba (otra imposición de la izquierda que quiere acabar con nuestra libertad, señalan: la libertad de trabajar catorce horas diarias los siete días de la semana, entiendo), es justo reconocer que Yevgueni Prigozhin es todo un emprendedor de los que tanto gustan a nuestros liberales: un pequeño delincuente de poca monta con varias condenas por robo a sus espaldas, que en aquellos años postsoviéticos del "salvaje oeste" (así los definió el historiador Tony Judt) pasó de atender un puesto callejero de perritos calientes a la alta gastronomía (para que luego digan de Ferran Adrià), con restaurantes de lujo y caterings servidos en el Kremlin, por lo que fue apodado el chef de Putin.

No me pregunten cómo se pasa de la alta cocina a los ejércitos mercenarios, porque los caminos de los grandes negocios sucios me son inescrutables. El caso es que en su conglomerado de empresas pronto se incluyó una de seguridad privada, que en la práctica actuaba como un ejército paramilitar de mercenarios temido allá por donde pasaba, de Siria al Sahel. Conocido como el Grupo Wagner, con fuertes vínculos neonazis, pesan sobre este escuadrón militar oficialmente inexistente varias condenas por crímenes de lesa humanidad, y, durante años, Prigozhin negó toda relación con el mismo; hasta ahora, que lo ha alzado a la fama y a desafiar el mismísimo poder del Kremlin al que ayer todavía abastecía de caviar de beluga.

Nos gustan las palabras grandilocuentes, y cuando Putin lanzó su "operación especial" contra Ucrania, con la que contaba hacerse en pocos días, se empezó a oír hablar por todas partes de la Tercera Guerra Mundial. Luego el infinito convoy militar que marchaba sobre Kiev se quedó atrapado en la autopista sin gasolina, y ya va para más de un año que se lucha esta guerra que se suponía desigual y cada día es más confusa y terrible.

Este fin de semana, con la rebelión del Grupo Wagner, se empezó a hablar de Guerra Civil en Rusia. En la última guerra civil rusa (1918 – 1923) había al menos un Ejército Blanco y un Ejército Rojo, pero ahora vemos unos tanques invasores con la Z dibujada y, en las noches de la capital moscovita, mientras se levantan trincheras con sacos de arena, los grandes rascacielos también dibujan esa Z gigante en las luces de sus ventanas.

Al mismo tiempo que luchaban en el Donbás, los muchachos de Prigozhin tuvieron tiempo también para desviarse un poco y tomar la ciudad de Rostov del Don, donde fueron recibidos entre abrazos e hinchas coreando ¡Wagner, Wagner!, cual amantes del bel canto; hasta el servicio de limpieza se puso a sus pies, barriendo por donde pisaban los hombres armados. Putin los comparó con el levantamiento bolchevique de 1917, dejando claro, por si a alguno aún le quedaba alguna duda, que muy comunista no es, y les amenazó con "consecuencias brutales".

Por la tarde, como en el diario de Kafka, todos se fueron a nadar. Se alcanzó un pacto del que nada se sabe, Prigozhin mandó a sus hombres de vuelta por donde habían venido, y él abandonó Rostov al volante de un coche con la ventanilla bajada para ir estrechando manos de admiradores, sonriente. Iba camino del exilio a Bielorrusia, Estado títere que al chef le debería sonar tan poco seguro como a mí, sabiendo cómo se las gasta Putin con sus enemigos y su vicio con el veneno. Pero parecía feliz. Ya no sé si hemos asistido a un fallido golpe de Estado o a la huelga de una subcontrata; ni si esta guerra serán capaces de explicarla los historiadores del futuro. De momento echo en falta que me la explique Gila que, con sus espías vestidos de lagarterana, nunca olvidó el drama tras el chiste: "Me habéis matado al hijo, pero y lo que me reído".

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