Los juicios de Nuremberg consagraron un nuevo tipo penal, el de "crímenes contra la humanidad", entre los que se cuentan, entre otros, la esclavitud, el exterminio, el bombardeo de civiles, el desplazamiento de poblaciones, el genocidio. Muchos de estos delitos se siguen cometiendo hoy en Gaza, en Sudán, en Ucrania. También existen desde hace algún tiempo los delitos ecológicos. No es que quiera proponer ningún cambio en los códigos penales y menos en un sentido punitivista, pero sí querría que se contemplase, a modo de agravante moral, el efecto colateral de algunos crímenes: me refiero a lo que me atrevería a llamar "daños antropológicos". Pensemos, por ejemplo, en el daño que el nazismo hizo a la lengua alemana, según la conocida expresión de Adorno sobre "la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz". Dejar a millones de personas sin lengua a fuerza de usarla mal, de usarla para el mal, es un daño que quizás no se puede medir ni castigar, pero que la humanidad carga en la cuenta de Hitler y sus compinches negros como dolor universal asociado a los lager y como advertencia solemne contra el peligro, siempre presente, de convertir la palabra en un instrumento de muerte.
Otro ejemplo que acude a la memoria es el de la denegación de auxilio al que se está ahogando en el mar, sobre todo cuando responde a una política institucional y se asume como práctica consuetudinaria y normalidad cultural. Los muros, vallas, patrulleras, encierros y expulsiones, trasladados al discurso político y la mansedumbre ciudadana, no solo provocan miles de muertos todos los años (en lo que el teólogo Hinkelammert ha denominado "genocidio estructural"), no solo promocionan la xenofobia y naturalizan el neofascismo; es que estas medidas, con sus altísimos índices de mortalidad y sufrimiento, constituyen en sí mismas un atentado gravísimo contra el concepto sagrado de "hospitalidad", sin el cual la civilización humana se vendría abajo. La hospitalidad no está pensada para parientes y amigos sino para los extraños que llaman a nuestra puerta; regula, si se quiere, las relaciones entre los desconocidos, que de otra manera adquirirían siempre una hechura violenta y potencialmente mortal. Se me ocurren pocas conductas morales tan graves como la violación de las reglas de la hospitalidad, sustento mismo de un universo humano siempre en peligro de destrucción recíproca y generalizada. Aquí el "daño antropológico" -reflejado en nuestra creciente indiferencia ante el dolor de los demás- es tan difícil de negar como de experimentar: nos degradamos lentamente sin darnos cuenta.
Un tercer ejemplo tiene que ver con el dolor de los niños, sobre todo con el dolor que se les inflige a menudo dentro de sus propias familias. Los maltratos y abusos sexuales sobre la infancia minan el cimiento mismo de la confianza humana, basada en el hecho asombroso y banal de que dos desconocidos de fuerza desigual (los padres y los hijos) se sientan seguros y queridos cuando están juntos; en el hecho asombroso y banal de que la criatura más frágil del mundo, entre los brazos de la más grande y terrible, se sienta protegida y no amenazada y la mayor parte de las veces sonría en lugar de llorar. El "daño antropológico" que hacen los adultos agresores es tan grande que hay que tener cuidado para no empeorarlo con medidas institucionales que generalicen la sospecha. Quiero decir que, por muchas que puedan ser las excepciones, nos conviene seguir dando por supuesto que todos los padres del mundo quieren a sus hijos y les van a dar cariño y cuidados y no golpes y porrazos. La alternativa totalitaria (la de dejar la reproducción y crianza de los niños en manos de un Estado platónico regido por una IA) salvaría quizás a muchos niños, pero destruiría el concepto mismo de humanidad.
Escribo esto pensando en el caso de Gisèle P., la mujer francesa sometida a sumisión química por su marido y violada durante diez años por decenas de hombres (entre cincuenta y setenta según las fuentes). El caso es tan atroz, produce tal sacudida moral, que es difícil no dejarse arrastrar a reacciones y conclusiones que, al mismo tiempo, convendría, me parece, medir mejor. No creo que se gane nada, por ejemplo, calificando de "perversiones" ciertas fantasías sexuales que siguen siendo fantasías si no se llevan a la práctica; y que, si se llevan a la práctica sin consentimiento, no son perversiones sino crímenes.
Comparto el timbre escandalizado y desgarrado del último artículo de Elisa Beni, pero yerra, a mi juicio, cuando establece una ecuación entre fantasías sexuales, pornografía y violación y compara el "paso al acto" del fascista con el "paso al acto" del agresor sexual. No se vuelve uno linchador viendo escenas de linchamientos ni se vuelve uno violador viendo escenas de violaciones. Es tan difícil y peligroso intentar establecer algún vínculo de continuidad entre la ficción y la acción que las consecuencias de condenar ciertas fantasías y censurar ciertos productos de ficción serían mucho más peligrosas, a mi juicio, que las del delito sexual que se querría combatir con ellas. Por lo demás, el "paso al acto" del fascismo siempre es el resultado de una legitimación pública y una convicción moral; pensemos, por ejemplo, en Anders Breivik, el asesino de 77 personas en Noruega en 2013, quien defendió orgullosamente su crimen ante el tribunal invocando el "estado de necesidad": el supremacismo siente como un imperativo moral la eliminación del otro.
El caso de la violación, igualmente grave, pertenece a otro planeta psicológico y jurídico. En una sociedad muy sensible frente a las agresiones sexuales, tanto el marido de Gisèle P. como los otros violadores eran conscientes de la brutalidad de sus placeres; no pretendían, desde luego, estar realizando un acto de justicia mientras violaban a la mujer indefensa. Por eso -apuntemos de paso- siempre será más fácil combatir el fascismo que los delitos sexuales; en el mejor mundo posible, cuando se hayan vencido las causas sociales del fascismo, seguirá habiendo, mucho me temo, delitos sexuales, porque no toda violencia sexual procede del patriarcado ni será abolida con el patriarcado. La sexualidad no busca cambiar el mundo y puede ser reprimida y civilizada, pero no radicalmente transformada: en todos los mundos posibles, digamos, habrá locos, sexópatas y sádicos "gratuitos". Ni los asesinos de niños deben llevarnos a abolir la familia (en sus más variadas formas) ni las agresiones sexuales a restringir, en nombre de la seguridad, la "autonomía sexual" de la mujer o, más radicalmente, las relaciones sexuales y el matrimonio.
Igualmente comprensible e igualmente contraproducente es la reacción de los que, frente a la barbarie del marido de Gisèle P., han insistido en el número y la transversalidad de los agresores: decenas de hombres de todas las edades y todos los oficios, un muestrario amplio y casi completo del género "hombre". Todos los hombres, en definitiva, habríamos violado a Gisèle P. y todos los hombres tendríamos que sentirnos culpables. Ese no es el camino. Como bien recordaba hace poco Noelia Adánez, el feminismo es una batalla contra el patriarcado, no una "guerra de sexos", el marco favorito de esa ultraderecha que juega al victimismo mientras cuestiona las políticas de igualdad y que extiende su machismo reaccionario mucho más allá de la cama: no porque sexualice también el deporte y el trabajo y la conversación sino porque ideologiza incluso la sexualidad.
Estas reacciones, comprensibles y, a mi juicio, equivocadas, señalan, en todo caso, la barbarie subversiva del caso de Gisèle P.. Hace unos años escribí que soledad es aquello que sentimos en un mundo en el que nos hemos convencido de que solo podemos esperar lo peor de los desconocidos. Ese es el mundo en el que, disuelto el principio de hospitalidad, se impone frente al otro la desconfianza, el miedo y la agresividad: el del neoliberalismo reaccionario realmente existente. Ahora bien, mayor aún es la soledad individual en un mundo en el que de pronto lo peor procede del más conocido; es decir, de quien menos se puede esperar. El caso de Gisèle P, más allá de la agresión sexual, es monstruoso porque contiene en la propia ejecución dos daños radicales: dos daños que dañan -es decir- la raíz misma de nuestra condición humana. Me refiero al daño irreparable de descubrir que "el marido perfecto" era en realidad un perfecto desconocido y además un desconocido malvado para el que, tras cincuenta años de matrimonio "idílico", su mujer no poseía suficiente realidad individual para rivalizar con una piedra. La soledad de Gisèle es inimaginable, insondable, aterradora.
Pero me refiero asimismo al daño antropológico, el daño que ciertos crímenes o ciertas prácticas destructivas nos infligen a todos por igual. Como el que hizo a la lengua alemana el nazismo, como el que hace al sentido de la hospitalidad la valla de Melilla, como el que hace al concepto de confianza elemental el abuso de un niño en el seno de la propia familia. Que tu marido, tus vecinos, tus amigos se vuelvan desconocidos de los que solo cabe esperar lo peor significa subvertir la estabilidad misma del mundo como lugar habitable. En un momento en el que luchamos en vano para revertir el prejuicio contra los desconocidos, la historia de Gisèle P., en otra vuelta de tuerca, nos lleva a concluir, más allá, que cuanto más conocemos a una persona, cuanto más cercana y dulce nos parece, cuanto más declara querernos y estar dispuesta a cuidarnos, más está conspirando contra nosotros en la oscuridad y más peligrosa resulta.
Ha sido lamentablemente frecuente sospechar del extraño, del foráneo, del extranjero y ese prejuicio ha vivido durante siglos al lado del sentido de la hospitalidad, práctica que consiste justamente en dar por supuesto, al menos como ficción, que cualquier otro es igual que nosotros, que el viajero desconocido merece sentarse a nuestra mesa: lo sentamos a nuestra mesa precisamente para desarmarlo mediante una ceremonia de reconocimiento recíproco. El caso de Gisèle P. nos describe un círculo aún más angosto y cerrado en el que, investida de sombras la luz misma, solo queda ella, pequeña y sola, desconocida quizás para sí misma.
Más terrible aún que el de la xenofobia, en efecto, es ese mundo nuevo en el que la sospecha se dirige ahora también a los conocidos, al amigo de infancia, al vecino obsequioso, al amante ante el que me desnudo en libertad. No, no podemos aceptar un mundo en el que damos por supuesto que el inmigrante quiere violar a nuestra hija y que nuestro marido nos quiere violar a nosotras con la complicidad de todo el vecindario. No podemos aceptar esta lógica en virtud de la cual la proximidad, la amabilidad, la simpatía nos deben hacer sentir alerta y amenazadas; en virtud de la cual la sonrisa del compañero nos hace evocar, de manera espontánea y con un sobresalto defensivo, la imagen de diez cadáveres enterrados en el jardín.
Claro que sí. Pensando en el horror y la dignidad de Gisèle P. habrá que recordar que se trataba de su marido, de sus vecinos, de hombres de toda edad y condición, pero habrá que recordar enseguida que eso no es el mundo o, al menos, el mundo que queremos ni el mundo en el que normalmente vivimos. Habrá que recordar que todos somos desconocidos para los otros y en parte para nosotros mismos, pero que nuestras opacidades, más o menos honorables, no están enterradas, con una soga al cuello, en el patio trasero del edificio. No me gustaría, lo confieso, un mundo de absoluta transparencia y de absoluta represión; todos tenemos nuestros secretos (y el derecho a conservarlos, revelarlos poco a poco y de manera selectiva o guardarlos para siempre) y todos concebimos fantasías privadas más o menos vergonzantes que ni queremos ni nos permitimos hacer realidad. Es la ingenuidad y no la desconfianza la que nos mantiene vivos entre humanos: la ingenuidad de creer en el amor de los padres por sus hijos, por muchos abusos domésticos que haya; la de creer en el valor de la hospitalidad contra la xenofobia y el neoliberalismo; la de creer también en la bondad de nuestros amantes, nuestros vecinos y nuestros amigos, incluso si a veces nos equivocamos trágicamente. El lenguaje, la hospitalidad, la infancia, el amor son los cuatro pilares antropológicos, si se quiere pre-políticos, de la civilización humana, condición a su vez de toda acción política liberadora. La defensa de esos cuatro pilares contiene el verdadero sentido de la palabra "conservador". No debemos ser indulgentes (y menos mentalmente) con los que dañan antropológicamente el mundo, pero tampoco podemos olvidar que la chapuza ingenua y humana que queremos defender solo puede salvarse asumiendo un margen de riesgo, de error y de dolor. En el caso de Gisèle P. solo nos cabe admirar su dignidad y confiar en el Derecho.
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