Ecologismo de emergencia

El océano, ¿el vertedero del comercio global?

Rosa M. Tristán

Un pellet en la playa de Cirro, A Coruña.- EFE/Cabalar
Un pellet en la playa de Cirro, A Coruña.- EFE/Cabalar

Las primeras imágenes de lo que ocurría en la costa gallega me llegaron el día 4 de enero. Mira por donde casi al mismo tiempo que a la Xunta de Galicia, según sus dirigentes, aunque todo indica que llevaban semanas al tanto. Ya se ha escrito mucho de esta marea plástica, 22 años después de otra brutal marea negra, y de declaraciones sin base científica alguna que niegan que sea tóxica y peligrosa para el medio ambiente (a la vez que nos recomiendan no comer tripas de pescado), de politiqueos electorales para evitar declarar la alerta o de miles de voluntarios que, de nuevo, han tenido que tomar las riendas en las playas mientras se piden al Estado ¿robots submarinos?... En definitiva, de un deja vu que ha pulverizado aquel "nunca mais". 

Cuando cada año se estima que se vierten ocho millones de toneladas de plástico al océano, y sabemos que nos llueven nanoplásticos encima porque están hasta en las nubes, y que hemos inundado de microfibras textiles desde los hielos polares hasta las cumbres más altas, resulta que todavía no existe ni un solo tratado global que aborde este problema que, poco a poco, va envenenando lentamente ecosistemas oceánicos de los que depende la propia vida humana. Como mucho, un incipiente acuerdo que aún tardará años en ser realidad, si es que ocurre. Tampoco tenemos en vigor el delito de ecocidio en la Corte Penal Internacional, aunque ya sabemos lo que es (delito ilegal o arbitrario cometido a sabiendas de que puede causar daño ambiental duradero o extenso), una definición que se parece bastante a lo ocurrido. 

Esos más de 25.000 kilos pellets o lágrimas de sirena (es más poético pero no les impide ser basura) iban destinados, por ejemplo, a hacer envases para pepinos, bandejas de polispán o botellitas de las de un solo trago, pero han acabado causando daños cuya factura está por ver si alguien la paga. Esas insidiosas bolitas blancas tan difíciles de coger, contaminarán a los bacalaos que nos comemos, los cachalotes que van de paso y los cormoranes, las gaviotas o los chorlitejos patinegros que revolotean por esa costa del norte. Mucho falta por saber de lo ocurrido el pasado 8 de enero, cuando seis de los miles de contenedores que iban a bordo del buque Toconao, de bandera de Liberia, se cayeron en una de las muchas tormentas del invierno, frente a la costa portuguesa de Viana do Castelo. Es un caso ejemplarizante para conocer en manos de quien tenemos el comercio mundial: un buque con a sede africana, que según algunas fuentes es armado por una empresa en las Bermudas (Polar 3 LTD), filial de otra de Chipre (Columbia Ship Management), a su vez propiedad de un británico. Otras fuentes indican que el armador es la naviera británica Mestamo Marine. Por cierto, leí que la empresa enviaría ayuda para la limpieza. ¿Y dónde está? En todo caso, quien contrató el buque fue Maerks, el emporio danés de los contenedores. El Toconao, de 300 metros de eslora, puede transportar hasta 8.600 unidades, cada uno con hasta 29 toneladas. El que soltó miles de bolsas con pellets viajaba desde una gran fábrica de la empresa Coraplast en Gujarat (India) hasta Rotterdam (Países Bajos). Y es que Coraplast colabora con la industria polaca Bedeka, nombre que figura en los sacos, aunque esta empresa no ha esperado para desentenderse de lo ocurrido. También perdió contenedores llenos de film (más plástico), neumáticos y hasta salsa de tomate de los que no sabemos nada.  

Más allá de lo esperpéntico que está siendo la respuesta de las autoridades implicadas en este caso, no es mal momento para mencionar que los seis contenedores desaparecidos son parte de la ingente cantidad que convierten nuestro océano en un vertedero. Entre 2015 y 2022, cada año más de 1.500 contenedores como éstos se han perdido bajo las aguas, casi 30.000 toneladas con todo tipo de productos de los que, salvo excepciones, desconocemos su composición. Son datos del Consejo Marítimo Mundial en 2023, que recoge los declarados, porque hay cierta desconfianza sobre si se ocultan algunas caídas, teniendo en cuenta que cada año se mueven la friolera de 226 millones de containers por los mares del mundo.  


A falta del balance de 2023, parece que no será muy distinto. Apenas días después del caso gallego, el 22 de diciembre, la misma empresa Maerks perdió 45 contenedores en el Mar del Norte. A los cuatro días, playas danesas aparecieron llenas de refrigeradores, zapatos, artículos médicos (incluidas agujas)... La explicación de nuevo fue que hubo una tempestad que se cruzó en el camino de las navieras. Sin embargo, desde el propio sector de esta industria señalan que detrás de estos reiterados 'accidentes' hay una intención de reducir gastos a costa de la seguridad, a que la estiba y el embalaje se hizo mal y a que hay fallos en los contenedores, que es lo que se confirmó que ocurrió en marzo de 2018, cuando se perdieron frente a la costa de Virginia (EEUU) casi 3.000 kilos de ácido sulfúrico de uno de los 70 contenedores que saltaron por la borda de un carguero. Sin ser experta en leyes, todo ello apunta a formas de actuar "a sabiendas" de que si hay tormentas, que son inevitables, habrá vertidos dañinos.

Hoy nos parece normal que cargueros de 300 metros de eslora o más, cargados con alturas como rascacielos, que igual nos traen tamarindos de Tailandia que llevan tomates almerienses a Groenlandia, que nos suministran chips o patitos de goma de China, se hayan convertido en eje de la geoestrategia política global, que hayamos dejado en sus manos la economía planetaria, hasta el punto que tiene mucha más importancia que no haya impedimentos a sus rutas oceánicas que el genocidio de todo un pueblo, como es el gazatí. Y no nos sorprende que se hable tan poco de sus entramados legales para que, cuando son culpables de una catástrofe, al final sea tan complejo que algún día paguen por su responsabilidad.  

Los pellets que vemos en las playas, en realidad, no son nuevos para quienes nos fijamos en los residuos que las olas nos traen. Hace años que es común verlos enredados con algas, tapones, redes y todo tipo de fragmentos de colores, aunque nunca tan concentrados. La propia UE calcula que cada año se liberan al medio ambiente unas 160.0000 toneladas por su mala manipulación, pero sin embargo no fue hasta octubre pasado que la Comisión propuso hacer un reglamento con medidas para evitar estas "pérdidas", que sabe bien que son tóxicas y peligrosas para la naturaleza. Por cierto, conviene recordar que, desde hace años, en Tarragona tenemos un foco importante de pellets en la playa de La Pineda, cerca de un polígono petroquímico cuyas empresas son denunciadas reiteradamente desde hace años por organizaciones como Sufriders o Good Karma Project, y multadas, sin que se haya puesto freno. 


Queda mucho por avanzar en lo que a la defensa del océano se refiere. Catástrofes como ésta no sólo ponen en entredicho la capacidad de determinados gestores para hacerlas frente. Pedir aviones para solucionar la polución de diminutas bolas de plástico invisibles bajo el agua es, cuando menos, inútil. También deben poner sobre la mesa la impunidad con la que grandes navieras se mueven por nuestro océano y la dependencia que ha generado el sistema económico global de su negocio. Si, encima, sus accidentes se producen en zonas donde se trata de ocultar o manipular la realidad, tendremos dietas como esta de polietileno para rato.

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