El dedo en la llaga

El gen del cotilleo

Debo de ser de las pocas personas en España que jamás ha visto Aquí hay tomate. Tengo testigos dispuestos a avalar que no miento. Es tal cual.

Supongo que esa carencia mía se debe a la confluencia de tres factores. Uno, el momento del día en que emitían el programa (a esas horas o estoy trabajando o duermo). Otro, mi escasa afición por las televisiones llamadas generalistas (de las que me alejo como de la peste por culpa de los anuncios, que no soporto). Y tercero, y tal vez definitivo: siento un nulo interés por las ocupaciones privadas no sólo del famoseo, sino del mundo en general.

No pretendo presentar esa indiferencia mía como una prueba de exquisitez intelectual: de hecho, reconozco que puedo quedarme embobado con películas malísimas, pero de mucha acción, y que me trago la tira de partidos de fútbol apestosos. O sea, que no soy demasiado fino. Ocasionalmente imito al fiscal Fungairiño y veo documentales de National Geographic o similares, pero suele ser sobre todo por lo bien que me arrullan cuando me estiro en el sofá.

Lo de oír cómo discuten a voz en grito sobre si Fulanita de Tal (que no sé ni quién es) le pone los cuernos a Menganito de Cual (del que también lo ignoro todo) no me motiva ni pizca.

Y es a eso a lo que voy. ¿Por qué ese tipo de asuntos interesan tanto a tanta gente? No es cuestión de inteligencia: sé de personas bastante más inteligentes que yo que se tragan los programas de ese género con auténtico entusiasmo, y se mondan con ellos.

Es algo que se relaciona también, no sé muy bien cómo, con la afición por las telenovelas.

Para mí que algún día quizá no lejano los científicos descubrirán que existe un gen, el gen del cotilleo, que la mayoría de la gente tiene y del que unos pocos, por extraño azar de la naturaleza, carecemos. Y que es esa carencia la que explica que nos importe un bledo la vida privada de los y las demás. Que nos dé igual con quién salen, con quién entran y de dónde salen y por dónde entran.

No es sólo que no sintamos curiosidad por las interioridades ajenas, sino que preferimos no conocerlas.

¿Será tal vez para no pasar más vergüenzas de las estrictamente imprescindibles?

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