Tierra de nadie

Teoría de los platos rotos

Incluso a  los efectos electorales más inmediatos, la desazón que agita a algunos barones socialistas y su empeño en que Zapatero anuncie cuanto antes que hace mutis por el foro no se justifican racionalmente. ¿Creen sinceramente que sus resultados en mayo serían así mejores? ¿Conservaría gracias a ello el PSC el Ayuntamiento de Barcelona o dejaría de peligrar el sillón de Barreda en Castilla-La Mancha? ¿Tan poco se valora esta gente para pensar que su gestión en las alcaldías y en las comunidades no es suficiente para acudir a las urnas con ciertas garantías?

Parecía difícil de conseguir, pero la llamada sucesión de Zapatero se ha convertido en un disparate aún mayor que la de Aznar y su prodigioso dedo índice. Mareado por su propios vaivenes, el presidente tiene todo el derecho a abandonar el barco y experimentar otros mareos diferentes en el barrio húmedo de León, aunque sería deseable que la elección del nuevo candidato no se zanjara con unas primarias de trámite, pactadas para ungir a un único aspirante con evidente desprecio a la militancia, a la que se hurtaría el debate ideológico. ¿Importa más el escaño de un puñado de dirigentes que el propio proyecto político? Es corriente que quienes tratan desesperadamente de salvar los muebles pierdan también la camisa.

Las ventajas de conocer ahora el nombre de un candidato que no fuera Zapatero son harto discutibles. A las continúas demandas de la oposición para anticipar las elecciones, se sumarían inevitables tensiones internas. ¿Tendría libertad el presidente para adoptar las decisiones que considerase oportunas o debería consultar cada medida con el candidato para no perjudicar sus intereses electorales? ¿Habría de continuar el elegido en el Gobierno –si es que está en él- o sería mejor reservarle, como hizo Aznar con Rajoy?

Zapatero puede tirar la toalla; lo discutible es que eso sea lo mejor para el PSOE. Lo que con el viento a favor habría sido un gesto honroso, en medio de la tempestad no deja de ser una huida. ¿A qué tiene miedo el presidente? ¿Debe pagar otro los platos rotos de su entusiasta deriva reformista?

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