Tierra de nadie

Muerto el perro sigue la rabia

Juzgar las acciones de Estados Unidos sólo conduce a la melancolía. La ejecución extrajudicial de Bin Laden ha sido tan aplaudida como lo hubiera sido su captura para llevarle ante un tribunal, aunque el júbilo de quienes localmente sostienen que no deben existir atajos en la lucha contra el terrorismo sea decididamente carnavalesco. Se hace justicia friendo a Osama a balazos y dejando que su cadáver sirva de alimento a los peces y se habría hecho justicia condenándole a muerte y friéndole en la silla eléctrica. Asumamos, en consecuencia, que es tan justa una cosa como la contraria, que contribuye tanto a la seguridad del mundo invadir Irak y Afganistán como no hacerlo, tener abierto Guantánamo o cerrado. Aceptemos que el único país del mundo que ha usado armas nucleares contra otro decida quién puede tenerlas. Ahorrémonos pues esas disquisiciones morales que nos arruinan el desayuno.

Aceptada esta evidencia, lo importante de la desaparición de Bin Laden era saber cómo iba a afectar a nuestra vida cotidiana, tras una década de retroceso de las libertades individuales en aras de una seguridad ficticia pero asfixiante. Empezábamos a preguntarnos si, por fin, podríamos viajar en avión sin humillaciones, o meternos un dedo en la nariz sin quedar inmortalizados como unos guarros en algunas de las miles de cámaras de seguridad que nos vigilan por nuestro bien o, incluso, si dejaríamos de ser considerados potenciales terroristas por parecernos remotamente a Gaspar Llamazares.

La respuesta es que nada ha cambiado. Es más, tendremos que volver a sospechar del tipo de la mochila que viaja en el autobús y desconfiar de cualquier madre que dé la papilla a su bebé, no fuera a tratarse de un explosivo que pudiera activar con una pila de 1,5 voltios. El mensaje que se nos transmite es que, liquidada la mayor amenaza del mundo libre, el peligro ha aumentado y exige una alerta superlativa.

No se trata de banalizar el terrorismo, pero hasta la paranoia que se nos inocula ha de tener un límite. Los Gobiernos están para protegernos y no para atemorizarnos. Para eso ya estaba Bin Laden.

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