Tierra de nadie

El Rey y Pedro Sánchez

Es sabido que las cosas de palacio van despacio pero la parsimonia de Zarzuela en cambiar la placa del buzón de la entrada parece más propia de una resistencia numantina que de la lentitud con la que dicen que suele obrar la razón antes de tomar decisiones trascendentales. Como en todo dilema, solo son dos las alternativas posibles: la liquidación freudiana del padre, desahucio mediante, o el suicidio consciente de la institución, que tendrá que ser asistido si el retraso sobrepasa el límite de lo tolerable.

Lo que parecía un plan diseñado para establecer un cortafuegos en torno al Rey y evitarle así que el incendio provocado por su progenitor le chamuscara el armiño se ha transformado en una pugna entre quienes reclaman ejemplaridad y transparencia y un jefe del Estado que lleva muy malamente eso de que la plebe le marque el camino. Como el repudio es inevitable, cuanto más tarde en cambiar la cerradura y en poner al emérito las maletas en la puerta, cuanto más parezca que actúa bajo presión y no por convencimiento, mayor será el deterioro de la propia monarquía, algo que se comprobaría estadísticamente si en algún momento, antes de la próxima glaciación, el CIS de Tezanos preguntara por el particular al respetable.

La tensión entre la presidencia del Gobierno y la jefatura del Estado viene de lejos y no es ningún secreto que lo de Felipe VI y Pedro Sánchez es una aversión somática: no se soportan el uno al otro. En cierto modo, su relación se asemeja bastante a la que mantenía su campechano antecesor con Aznar que, todo hay que decirlo, ha sido el único de los inquilinos de Moncloa que tuvo el cuajo suficiente para afearle alguna conducta censurable en cuestiones de regalos y dineros que el piloto de la Transición creía que le correspondían por derecho divino y que no eran sino los polvos de estos lodos que le han sobrepasado la entrepierna.

Aún así, la actitud pública de Sánchez ha sido de exquisito respeto, casi de alcahuetería, al punto de no dudar en comerse varios marrones entre crudos y poco hechos a cuenta de las andanzas del cazador de elefantes y de la tentación rubia que vivía arriba y abajo suyo, y cuya citación en septiembre en la Audiencia Nacional como imputada marca el plazo final para que Zarzuela mueva ficha. El líder socialista ha cortado en seco todas las pretensiones de investigar la pasión por las comisiones de su serenísima Enormidad, sus cuentas en Suiza y sus testaferros. Ayer mismo, volvía a expresar su compromiso con la monarquía parlamentaria y con el pacto constitucional, que es bastante más de lo que cabría esperar de un republicano emboscado.

Sánchez ha guardado silencio hasta en situaciones que le ponían en el disparadero. Puede que la comunicación a las "autoridades competentes" que el titular de la Corona hizo en marzo del año pasado acerca de los negocios clandestinos de su padre y de su renuncia ante notario a aceptar estos fondos sirviera para demostrar su honorabilidad, pero puso en un brete a su destinatario en Moncloa. Como se dijo aquí, a diferencia del rey, que además de ser inviolable ni siquiera estaba obligado por su condición filial a efectuar denuncia alguna, sí lo están los funcionarios públicos que tienen conocimiento de un delito, con el presidente del Gobierno a la cabeza. El hecho cierto es que nada salió de sus labios y hubo que esperar un año, justo al inicio del confinamiento y acosado por las investigaciones de la fiscalía suiza y las revelaciones de la prensa internacional, para que el propio monarca diera carta de naturaleza al enriquecimiento ilícito de la termita de palacio.

Si insiste ahora en que Zarzuela cumpla con su obligación de ser contundente y corte por lo sano es porque el riesgo de gangrena es notorio. Más no se puede pedir a nadie, y menos aún a alguien con el que no te tomarías una caña sin sentir que la urticaria te sube por el brazo. Si el Rey se sigue llamando a andana tendrá que ser el Ejecutivo el que extirpe el cáncer sin anestesia. El quirófano está listo a falta de saber quien empuñará el bisturí.

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