Tierra de nadie

Juan Carlos ya no vive aquí

La operación autoexilio, necesariamente pactada entre Zarzuela y Moncloa en todos y cada uno de sus detalles, desde la despedida a la francesa de Juan Carlos I al mantenimiento provisional de su título de rey pasando por el propio anuncio del ‘au revoir’ en la nocturnidad estival del mes de agosto y la obligada precisión de que allí donde se encuentre estará a disposición de la Fiscalía, ha incluido un elemento de generosidad injustificable que no merecía este piloto kamikaze de la Transición perdido por las curvas y el dinero.

Presentar su extrañamiento como una meditada decisión personal y un último servicio a España y a la Corona es un gesto hipócrita, una farsa más que, por inverosímil, ni siquiera servirá para que la Historia dicte su absolución a expensas de que la Justicia concluya sus enjuagues o los demore indefinidamente. No, el Emérito no se ha ido voluntariamente porque se lo exigía su legado y su dignidad personal; se le ha deportado a las bravas en una acción de Estado para salvar a la Monarquía, dinamitada desde dentro por este artificiero comisionista que, además de ser incapaz de distinguir entre el bien y el mal, nunca estuvo a la altura del pedestal que entre todos le erigieron. El alegato de que en sus cuarenta años de reinado siempre quiso lo mejor para España y para la Corona es otra gran mentira o, si se prefiere, una verdad a medias si se considera que la Corona era él, sus vicios privados y su cuenta corriente.

Cansa leer y escuchar los supuestos grandes servicios al país del personaje y esa pretendida visión estratégica suya sin la que no hubiera sido posible el tránsito a la democracia. No es que el cuento chino fuera una patraña como todos los cuentos chinos, sino que resultaba un insulto para quienes arriesgaron su vida y su libertad para combatir al régimen y que tuvieron que resignarse a ver al dictador morir en su cama. No, el heredero formal de Franco no hizo un favor a nadie sino que se lo hizo a sí mismo. No le quedaba otra porque en 1975 era impensable mantener indefinidamente una autocracia, incluso para este niño consentido y caprichoso, prisionero perpetuo de su entrepierna. Y si lo era en 1975, más aún seis años después cuando los del tricornio convirtieron en un colador el techo del Congreso. Si su campechana enormidad se hizo demócrata o aparentó serlo fue por puro interés personal.

Nada se le debe por tanto y, aunque algo se le debiera, hace mucho que la deuda quedó satisfecha con los intereses abusivos correspondientes. A cuerpo de rey, como no podía ser de otra forma, durante décadas le hemos mantenido a él, a su pródiga prole y a la más pródiga aún prole de su esposa, cuyo papel en esta tragicomedia es penoso porque ha convertido la aceptación de las humillaciones personales en un valor intrínseco de la condición de consorte real. Triste ejemplo para las mujeres el de esta reina tan profesional que ha mantenido una ficción como precio a pagar por su estatus y el de los suyos, que no por un país que siempre le trajo al pairo como demuestra su precario dominio del idioma.

En Zarzuela se ha colgado el cartel de Juan Carlos ya no vive aquí, pero eso no significa que dejemos de contribuir a escote a la causa. Mantenerle allí donde vaya –quizás a la República Dominicana como revela hoy la biblia de la monarquía - implica seguir pagando un alto precio político, diplomático, jurídico y de seguridad personal además de los derivados de su tren de vida que no se dejarán al albur de la generosidad de sus ricos amigos, del efectivo que se haya llevado puesto junto a la máquina de contar billetes, ni siquiera de su calcetín suizo o de las Bahamas, no vaya a ser que por alguna disposición en efectivo de sus cuentas numeradas vayamos a tener otro disgusto.

Es pronto para saber si la deportación servirá para apuntalar una institución que amenaza ruina y que ha tenido que comulgar con esta rueda de molino para ponerse momentáneamente a salvo. Puede que el actual rey no sea culpable de los pecados de su progenitor, aunque parece muy exagerado presentarle como una víctima inocente e ignorante de sus andanzas. Para que mantenga la corona sobre su cabeza va a hacer falta algo más que esta goma elástica que precariamente se le ha ajustado a la barbilla como si fuera el gorro de un cotillón de Nochevieja.

No estamos en presencia, como se decía, de un acto voluntario o de una autoinmolación sino ante una operación de Estado cuya justificación es algo más que discutible ya que, de entrada, supone seguir considerando a los ciudadanos como menores de edad a los que hay que evitar añadirles la crisis institucional a las otras muchas que ya padecen. De ahí que no se les reconozca la capacidad de decidir de una vez por todas la forma del Estado por si, en su infantilismo o influidos por el independentismo más perverso, el populismo más tenebroso o el mismísimo sentido común, optan por una salida republicana al laberinto que ponga todo patas arriba.

Este no es ya el país que al final de la dictadura temía otra guerra y que se avino a una reforma que debió ser ruptura. Ya no cuelan legitimidades históricas ni sangres azules. Es imposible blindar una institución medieval que se sostiene en una fantasía y que hasta el momento ha evitado exigir lo básico: la devolución del botín. Pero ese es un servicio que Inviolable I no prestará ni por encima de su cadáver.

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