Ayer por la tarde, cuando reinaba la confusión, me pareció que Rubalcaba había tramado su penúltima metáfora entre tubos y monitores. Llegaban noticias de que se había marchado. Alguna diputada socialista colgaba un tuit adelantándose a los acontecimientos y rápidamente lo borraba como si alguien la hubiera regañado. Las redacciones, que son los buitres del siglo XXI, echaban humo preparando los especiales. Pero Rubalcaba, el que todo lo planeaba, no se iba a morir hasta que llegara Sánchez. Un último servicio al partido.
Aunque su relación con Sánchez no fuera digna de postal de San Valentín. Los panegíricos de los políticos fallecidos nunca los debieran escribir los de su familia política. Porque o bien son insultantes entre líneas o bien mienten. A no ser que se escriban desde la derrota compartida. Es un buen oficio para un ex dirigente político. Escribir necrológicas. Pero los Rubalcaba, como los Fouché, nunca se jubilan. Rubalcaba iba a esperar a Sánchez. Pero no por Sánchez, a quien nunca había imaginado de Presidente del Gobierno, sino por el espacio compartido en Ferraz y, sobre todo, por el "bien de España".
Fraga tenía el Estado en la cabeza. El franquista, claro. Rubalcaba tenía también el Estado en la cabeza. Pero el salido de la Transición. Por eso fue él quien ajustó la ley de abdicación del emérito. Nadie como el PSOE ha defendido a los Borbones. Juan Carlos siempre lo supo. Su hijo, que ha sufrido menos, no lo ha entendido y eso le costará la Corona. Rubalcaba, más austero que Felipe González y menos poseído de eso que los idiotas llaman gloria, procuraba ir un paso por delante para preparar los acontecimientos. Y si algo tenía que cambiar para que las cosas permanecieran en su sitio, sin problema. Aunque eso le obligara a ser un secundario de lujo. Por eso la derecha le ha odiado como solo saben odiar la derecha. Y como odian los de casa.
Rubalcaba tenía algo que siempre ha pertenecido al linaje del poder: el realismo. Releía el Fouché de Stefan Zweig y entonces tomaba decisiones. Nada de precipitaciones. Salvo las de la química. Y si el experimento fallaba, quitaba corriendo la probeta del fuego. Ha sido el secundario al que dan el Oscar solo por el conjunto de su carrera. Porque los aciertos tapan los errores. La noche del 15M nos mandó a los antidisturbios. Pero le bastaron unas horas para darse cuenta de que se había equivocado. Gracias a su error y a que luego dio marcha atrás es que existe Podemos. Qué paradoja.
Igual que un jugador lleva el burle en la sangre, Rubalcaba llevaba en las venas colocar ladrillos donde hubiera una obra. Y si no podía poner ladrillos, ponía piedras. Llevaba décadas fuera de la Universidad Complutense pero no hubo una elección a Rector en la que no enredara para que saliera su candidato. Hay que decir que perdió unas cuantas y otras tantas ganó. A Rubalcaba le gustaban los pasillos enrevesados de la política como a un ludópata la ruleta dando vueltas y vueltas y más vueltas. Que no se pare. Te miraba a los ojos y entonces sabía que sabías de su posesión enfermiza. Sonreía pero seguía. Había algo místico en su papel. Era el hombre esencial para pactar el fin de ETA. Otros de su generación, que venían del radicalismo de izquierdas, desarrollaron metástasis de cinismo. Pero Rubalcaba no era un cínico. Había acariciado las claves del poder y con las cosas del devenir no se juega.
Respetaba a Podemos, pero le jodía que se hubiera levantado ese espacio a la izquierda del PSOE. Donde, decía Guerra, solo había un abismo. Le hubiera gustado tenerlo como contrincantes con algunos años menos. O eso es lo que sentí en algunos debates. Era un nuevo desafío que le hacía sentirse vivo. Y eso también le llevó a cometer errores. Cuando conoces la razón de Estado, terminas siendo, de una manera u otra, preso de la razón de Estado. Por eso cometió el error de presentarse contra Carme Chacón, cometió el error de no apoyar a Eduardo Madina, cometió el error de ligar su última suerte a Susana Díaz y a Felipe González. Que le llevaron a un sitio gris en los últimos años. Una inteligencia política como la de Rubalcaba reventaba las costuras de un proyecto envejecido como el consejo asesor del grupo PRISA. Aún más con la anterior redacción, que era una caricatura de la peor prensa. Pero es verdad que para un político de raza, da más satisfacción dar un golpe con una portada o en un editorial que opinar en el Consejo de Estado sobre una ley que tardará años en brindar sus efectos.
Rubalcaba era un patriota de partido. Porque el partido, el PSOE, era el marco, la música y el tapón del régimen del 78. Era la historia oficial de España, era la recuperación de los salones de Europa, era la OTAN, las reformas laborales, la desindustrialización y el miedo a la memoria histórica. El régimen del 78 con su Rey, sus franquistas más o menos domesticados, su Estado social demediado, su herida territorial siempre abierta, su patronal decimonónica, sus inexistentes premios Nobel y la amistad con gobiernos sátrapas.
Me hubiera gustado hablar con Rubalcaba después de las elecciones. España se ha acelerado en los últimos años. En ese aceleramiento ha surgido una nueva izquierda, la derecha regresa a sus fueros, una nueva generación de burócratas se ha hecho con el control del PSOE y hay que reinventar el marco territorial. En estos momentos, donde hace falta el genio, la mirada larga, el desprendimiento, se ha marchado un socialista de esos que han marcado al PSOE. En sus luces y en sus sombras. Mario Soares, ya jubilado, arrastró al Partido Socialista Portugués a la izquierda. Rubalcaba no se dejó llevar por ese genio arriesgado. Podría haber ayudado a acabar con los Villarejo, los enriquecimientos reales, las cloacas, el capitalismo rentista español. Pero le pesó siempre demasiado cuidar al partido. Al viejo partido.
No es poca gloria marcharte, en un país de políticos, reyes, empresarios y curas ladrones, dejando el recuerdo de hombre político, generoso en su entrega, entregado a lo público. Y humilde en lo sencillo (¡Él, que fue tan arrogante en las cosas de la razón de Estado!). Tan humilde como para regresar a sus clases, a volver a aprender, a sentir que no has entendido. Y luego, volver a enseñar lo que sabes a alumnos cuyos nombres olvidarás. Mientras el teléfono ya no suena. Y, como Fouché, esperas que alguien quiera escuchar tu última reflexión brillante. Pero el teléfono no suena. Rubalcaba crecerá con el tiempo. Que la tierra le sea leve.
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