Con todo el pastizal que recibe del erario público, el príncipe Felipe va y recibe ahora, junto a los ochos nietos de su regio padre, una herencia de un empresario al que dice no conocer: el menorquín Juan Ignacio Balada. Usted se preguntará, querido lector, si el doble heredero (de la Corona y de la fortuna empresarial) debe aceptar el sobrevenido dinero. Yo me pregunto otra cosa: ¿No tenía el tal Balada alguien más próximo y necesitado para dejarle las pelas? Una criada, un jardinero, el carnicero...
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