No me parece que vayamos a irnos de aquí fácilmente, como no sea a otros sitios mejores.
A la tercera copa o la tercera conversación, no me resulta raro oír hablar a la gente en términos de un modo u otro apocalípticos. Desde los absolutistas más devotos hasta el ecosocialismo más sandía, pasando un poco por todo el mundo, me he encontrado con personas, muchas personas, convencidas de que por una vía o por otra la humanidad está condenada y el fin de los tiempos está próximo. En estos tiempos de crisis, el número de personas esperando que ocurra algo gordo parece haberse multiplicado. Yo mismo he utilizado expresiones como "hasta que nos vayamos de aquí" y otras por el estilo, un poco a la ligera. Cosas de haberse criado durante el periodo más crítico de la Guerra Fría. Y sin embargo, una vez he reflexionado sobre el asunto, vengo a opinar que esto es muy improbable. Extremadamente improbable. Al menos, en un plazo que nos pueda causar algún temor.
Lo primero, vamos a centrar los términos. Obviamente, no me estoy refiriendo a catástrofes corrientes de mayor o menor calibre. Por supuesto que un desastre natural o causado por la mano humana puede hacernos un saco de megamuertos y heridos, inmensas colas de refugiados y ocasionar enorme miseria y devastación. Pero luego, ocurre lo de costumbre: que en la otra punta del mundo lo ven por la tele comiendo palomitas, que en unas horas o días se presentan los aviones con ayuda humanitaria internacional –esos malditos mundialistas– y, si es muy gordo, que en un par de generaciones la juventud lo estudia en clase de historia rancia como eso que les pasó a los antiguos porque va para el examen. Menudo rollo. Eso ni es un fin de los tiempos ni es ná.
Al hablar de apocalipsis normalmente nos referimos a... bien, eso, algo más parecido al Apocalipsis de San Juan que, pese a su oscuro lenguaje, parece profetizar un exterminio generalizado de la humanidad salvo por unos 144.000 elegidos destinados a vivir en una paradisíaca Nueva Jerusalén, rigurosamente cristiana, por supuesto. Para los musulmanes tenemos también la tercera fase del Qiyamah, con una temática muy parecida y un divertido periodo en el que la gente "fornicará en las calles como burros", signo seguro del fin. Curiosamente, los judíos no parecen tener un Armagedón tan bien definido, aunque siempre pueden echar mano de algunas partes del Antiguo Testamento. Por su parte, las religiones del Oriente Asiático suelen ser más cíclicas, si bien los budistas no se privan de su propia profecía apocalíptica en el Sermón de los Siete Soles del Canon Pali.
Para herejes, escépticos, ateos y demás escoria como este que te habla, tenemos lo que bien podríamos denominar apocalipsis laicos. Hay cantidad: guerras termonucleares totales, catástrofes ecológicas o climáticas singularmente veloces, neoplagas tecnológicas, epidemias de diseño, grandes impactos astronómicos, supervulcanismo repentino, la explosión de hipernovas próximas y demás eventos a nivel de extinción. Para los más crédulos, cada pocos años tenemos pánicos como la reciente profecía de los mayas, esos supuestos agujeros negros que se iban a formar en el Gran Colisionador de Hadrones o las chorradas sobre el planeta Hercóbulus - Nibiru. Entre los menos tremendistas circulan las tesis de colapsos socioeconómicos globales que extinguirnos, no, pero destruirán los modelos de civilización presentes para crear otras realidades peores o mejores segun el magín de cada cual. De todo y para todos los gustos, vamos.
Ciertamente, algunas de estas cosas podrían hacernos una degollina de mil pares. Pero, ¿extinguirnos total o casi totalmente? E incluso, ¿destruir por completo la llamada civilización humana? ¡Veamos!
Bichejos feraces.
Para empezar, el ser humano está presente en casi todos los lugares del planeta Tierra que toleran vida compleja, incluyendo las bases antárticas, los submarinos y hasta la estación espacial. Estamos más extendidos que las cucarachas o las ratas. Desde las celebridades neoyorquinas hasta los korowai de Papúa-Nueva Guinea, desde los pescadores de Ushuaia hasta los de las Islas Fiyi o Islandia, desde los mineros árticos de Norilsk hasta los beduinos del Malí, desde los viejunos europeos o japoneses hasta la interminable chiquillería de Uganda o São Tomé e Príncipe, hay humanos por todas partes.
Y además, en todos esos sitios se encuentran al menos otras cinco cosas: una estructura socioeconómica establecida, una administración pública, un tribunal, un hospital con médicos científicos y algo parecido a una universidad que custodia los conocimientos esenciales de la humanidad. Más las escuelas, claro: cualquier libro de cono contiene saberes inconcebiblemente más avanzados que los de Arquímedes, Galileo, Galeno, Leonardo, Paracelso y Avicena juntos.
Para erradicar a toda la humanidad, nuestro apocalipsis tendría que alcanzar todos esos sitios con fuerza de extinción, y además hacerlo a la vez. Hasta a los submarinos, donde cada vez más países incorporan tripulaciones de ambos sexos que, por cierto, suelen tener un elevado nivel científico-técnico en materias como navegación (lo que incluye a la astronomía, uno de los más clásicos motores científicos de la humanidad), ingeniería avanzada, telecomunicaciones y sensores, oceanografía, medicina básica o no tan básica si hay un oficial médico a bordo, física nuclear o ciencia militar, que incluye muchas cosas además del arte de matar gente. Y a todos los demás marinos, y a los ocupantes de la estación espacial, que siempre tienen una Soyuz disponible para regresar (al menos tres de ellos, y ellas.)
Además, tendría que hacerlo en todos esos sitios a la vez y de manera persistente. Porque, tú ya sabes, los humanos sabemos viajar. Tenemos barcos y aviones. Esos submarinos, que dicho sea de paso suelen contar con poderosos medios defensivos, pueden seguir navegando protegidos por varios cientos de metros de agua, un blindaje extraordinario. Los tipos y tipas en las bases antárticas (otra condenada panda de gafapastas con extensos conocimientos científico-técnicos) disponen de suministros que, bien racionados, pueden durar muchos meses o hasta años. No tiene que quedar en ninguna parte ni un solo cacho de tierra que cultivar, ni un lago en que pescar, ni un reno que preñar, ni una jungla donde recoger frutas silvestres. Ni siquiera cadáveres con los que ir tirando hasta que se pueda.
Esto parece extrema, extrema, extremadamente improbable. En mi opinión, ni siquiera un impacto como el que se cargó a los dinos bastaría. Al impacto de Chicxulub sobrevivieron numerosas especies de plantas y animales, entre ellas nuestros antepasados mamíferos, y eso en mi pueblo se llama comida. Y amigo mío, amiga mía, los humanos podemos llegar a tener mucho ingenio y aún más mala leche a la primera expectativa de una tripa hambrienta. Lo hemos demostrado incontables veces a lo largo de estos dos últimos millones de años, cuando en vez de submarinos armados hasta los dientes con tripulaciones altamente cualificadas teníamos un palo, una piedra y unos gruñidos por lenguaje. Cuando en vez de estudiar doctorados en agricultura hidropónica, piscicultura o energías renovables, por ejemplo en la Universidad del Pacífico Sur, nos limitábamos a forrajear bayas y carroña aprovechando las horas de luz solar.
La inteligencia humana, o eso que tenemos entre las orejas que nos hace preguntarnos qué demonios serán esas lucecitas que se ven en el cielo por la noche, y buscar una respuesta, es extremadamente adaptativa. Cuando se activa el instinto de supervivencia, ni te cuento. Guerras antiguas y recientes nos muestran lo muy rápido que una criaturita de diez o doce años puede aprender a manejar el Kaláshnikov del abuelo para defenderse de los merodeadores, cazar algo que echarse a la boca y, ya de paso, ir a preguntar la hora a ese compi del cole que le cascaba a diario. Humanos semos.
Para que nuestras futuras parejitas en el submarino, en la Antártida o en el condenado Katmandú se queden sin ninguna comida, o sin ninguna agua potable, o sin ningún aire que respirar hay que liquidar a gran parte de la vida compleja terrestre. Y eso no ha sucedido, por lo menos, en los últimos 542 millones de años. La verdad es que no se me ocurre qué clase de fenómeno natural realista podría acabar con la humanidad. Los humanos somos más de extinguir a lo que se nos cruce por el camino que de extinguirnos nosotros; pero, al mismo tiempo, tenemos la suficiente pillería para asegurarnos de que no se nos acabe la comida (al menos a una buena parte de nosotros). En caso de emergencia, somos además unos omnívoros bastante flexibles capaces de salir adelante con cosas que harían vomitar a la cabra de Rambo. Para nosotros, animales, plantas, algas y hongos son gastronomía. En asedios y eso, hay gente que ha aguantado algún tiempo comiéndose el cuero de los cinturones o los zapatos. Por no mencionar las posibilidades culinarias del canibalismo.
Además, la gran mayoría de fenómenos naturales de calibre extinción son relativamente lentos. Uno de los más rápidos y aniquiladores, la Gran Oxidación, se tomó al menos dos mil años; una cifra algo controvertida (por breve), pero la aceptaremos para plantear el caso extremo. La humanidad es capaz de hacer muchas cosas en dos mil años, sobre todo si tiene una buena motivación para no dormirse en los laureles. Hace dos milenios no teníamos todavía ni brújulas (inventadas en China durante el siglo XI), ni pólvora (China, siglo VII), ni el número cero (India, siglo IX), ni gafas (Italia, siglo XIII, con sus más remotos precursores en la Roma del siglo I), ni imprenta (Alemania, siglo XV), ni la menor idea sobre el sistema respiratorio (Egipto, siglo XIII), o sobre el origen microbiano de las epidemias (sospechado desde antiguo, pero no aceptado ni utilizado hasta el siglo XIX) y nuestro sistema de comunicaciones más veloz era un caballo, en aquellos tiempos más bien paticortos y lentos.
Ante un proceso de extinción natural extrema tan rápido que sólo se tomase dos mil años, la humanidad aún dispondría de siglos para hacerle frente. Según de lo que se trate, la mayor parte de la tecnología puede estar ya disponible y ten por seguro que la aún inexistente se desarrollaría bien rápido. Igual nos pasábamos una temporada pagando IVA del 50% o el 60%, igual que si detectásemos un gran meteorito en aproximación, pero no veo ningún motivo obvio por el que la humanidad no pudiese contraatacar con toda su ciencia o, si no fuese posible, construir hábitats artificiales hasta que lo sea.
En realidad, la mayoría de las grandes extinciones se tomaron su tiempo. Por ejemplo, la más gorda de todas, la extinción supermasiva del Pérmico-Triásico, necesitó entre 10.000 y varios cientos de miles de años para completarse. Me resulta inimaginable lo que podría hacer una humanidad amenazada para defenderse en un plazo de diez mil años, pero estoy seguro de que mucho. Hace diez milenios, acabábamos de estrenar el Neolítico y nuestra tecnología más avanzada era la alfarería. Faltaban aún decenas de siglos para que inventásemos la rueda, las velas de navegar, la escritura o el bronce. Ah, sí, hace unos 18.000 años, en pleno Paleolítico, perseguidos por los hielos del Último Máximo Glacial, un puñado de siberianos aprovecharon para colonizar América.
Otras posibles extinciones naturales necesitan aún más tiempo, o son aún más improbables. Los procesos volcánicos verdaderamente grandes, como las inundaciones basálticas, cubren entre decenas de miles y algún millón de años. La mayor explosión supervolcánica conocida, La Garita, liberó 400 veces menos energía que el impacto meteorítico de Chicxulub. Las inversiones de los polos magnéticos terrestres, que también dieron que hablar hace algún tiempo, no parece que tengan ningún efecto en particular sobre la vida (y no, la Tierra no se va a dar la vuelta como malentendieron algunos, al menos mientras la Luna siga ahí). La explosión de una supernova próxima podría causar una extinción, pero esto ni ocurre a menudo ni tampoco es evidente por qué habría de acabar con toda la humanidad. Y así con todo.
Autoextinción.
Bien, si Mamá Naturaleza no está por la labor de proporcionarnos un buen apocalipsis, siempre podemos contar con nosotros mismos para causarlo, ¿eh? Vamos, esto es lo que temen millones y hasta parecen desear algunos: que en el pecado de nuestro orgullo infinito y demás llevemos la penitencia. A quién se le ocurre jugar a los dioses y todo eso. ¡Seguro que tarde o temprano, de un modo u otro, nos habrá de costar caro! ¿O no...?
A ver. Comencemos por la guerra, ese viejo hobby de la humanidad. Las guerras son una garantía segura de que una montaña de gente resultará muerta. Después de las epidemias, que consideraremos más adelante, las mayores catástrofes humanas han sido siempre las guerras. El peor desastre natural del que se guarda memoria fueron las inundaciones en China de 1931: mataron como máximo a cuatro millones de personas. Durante la Segunda Guerra Chino-Japonesa, que se libró pocos años después, perecieron entre 20 y 35 millones de personas. Los libros de texto japoneses, por su parte, siguen diciendo que fue un incidente. En todo caso, no hay color: se nos da muy bien matarnos a nosotros mismos.
Bueno. Lo primero, una observación que es más bien una perogrullada, pero a veces se olvida: las guerras se hacen para ganarlas, o al menos no perderlas. Es decir, para obtener o conservar poder político, económico, social, etcétera. Yo no conozco una sola guerra en la historia de la humanidad que se haya hecho para matar a todo el mundo, incluyendo a los de tu propio bando, a ti mismo y a tu familia (y a la del gerifalte máximo de turno). De hecho, muchas veces se hacen para defenderlos. La única guerra concebible que podría conducir a situaciones de extinción sería una que se realizase con armas de destrucción masiva extraordinariamente poderosas y que además se saliera de madre por completo, sin teléfonos rojos de ninguna clase ni la presencia de ningún par de personas sensatas aquí y allá diciéndose: "vamos a moderar esto un poco, ¿no?"
La Segunda Guerra Mundial, la más mortífera de todos los tiempos, se comió a entre 65 y 85 millones de personas a lo largo de seis años; una barbaridad. Pero, por una parte, sólo afectó a los lugares donde se combatió. Y esto va a sonar crudo, pero esa es la gente que muere actualmente en el mundo en no llega a un año y medio. Lo único que hizo esa guerra monstruosa fue incrementar la tasa de mortalidad global durante una temporada. Ni siquiera redujo la población mundial a corto plazo: en 1940 había unos 2.300 millones de habitantes en la Tierra y en 1950, más de 2.500. Sí, es tremendo, pero una guerra de 75 millones de muertos incluyendo batallas gigantescas, bombardeos estratégicos urbanos, asedios, genocidios, represalias masivas y dos bombazos atómicos no nos hace ni cosquillas como especie.
Supongamos una guerra nuclear. Una enloquecida, en plan 1985, con unas 70.000 armas nucleares de gran potencia a punta de gatillo y un general Jack D. Ripper a los mandos. Bien, para empezar, la mayor parte de los objetivos interesantes están en el Hemisferio Norte (Estados Unidos, Rusia, Europa, China...). Espero que mis amistades del Hemisferio Sur no se ofendan si digo que por allí tenéis muchos menos blancos que valgan un ICBM. No por el precio, que un ICBM moderno cargado de MaRVs y ayudas a la penetración anti-antimisiles y de todo apenas cuesta entre cincuenta y cien millones de dólares –más o menos como un caza Eurofighter y notablemente más barato que un F-35A cuando consigan que funcione–, sino porque al Norte hay objetivos mucho más críticos que atacar; con lo que la mortandad primaria, es decir la causada directamente por las detonaciones, sería mucho menor al Sur del ecuador.
Pues vaya. Esto no es un apocalipsis, ni un fin del mundo, ni de la humanidad ni nada que se le parezca. Sólo una carnicería un poco mayor que las que nos hemos infligido desde que se nos ocurrió la idea de agarrar un hueso para ir a buscarle las vueltas a algún vecino. Una vulgaridad.
Oye, oye, ¿y las armas biológicas? Seguro que a alguien se le puede ir de las manos un virus bien hideputa, modificado por ingeniería genética o como sea, que se extienda como un incendio forestal en pleno viento de verano, mute muy deprisa, mate mogollón y acabe llevándosenos a todos o casi todos por delante, ¿no?
Pues... qué quieres que te diga. Esto ya es especular, pero las armas biológicas ni son muy populares –precisamente por la posibilidad de que se vuelvan contra uno– ni se han demostrado muy eficaces en las pocas ocasiones en que se han usado. La propagación de las enfermedades y sus efectos sobre los seres vivos son fenómenos extremadamente complejos que nunca se saldan con la muerte de toda la población expuesta. Y no se puede subestimar la capacidad para defenderse de las mismas que aporta la medicina moderna, tan avanzada como las técnicas de guerra biológica, si no más.
Pongamos un caso: el peor de todos los históricos que se recuerdan, la peste negra, que además me sirve para ilustrar el caso de las epidemias. La peste negra fue como si los extraterrestres hubiesen venido a por nuestro cuello con un arma biológica especialmente perniciosa. El perpetrador generalmente aceptado, la bacteria Yersinia pestis, es un bacilo mortal que se transmite más que nada a través de la pulga de las ratas. Y donde hay humanos, suele haber ratas. En el pasado, muchas más: ratas por todas partes.
Para acabar de arreglarlo, cayó sobre una humanidad que aún no sabía nada de microbios, ni de higiene, ni de asepsia, ni de antibióticos, ni de medicina científica de ninguna clase. La tecnología más avanzada de la época para combatirla consistía en quemar los cadáveres y sus ropas junto a unos cuantos judíos. Que ahora, escuchando a algunos, parece como si eso del antisemitismo en el Occidente Cristiano fuese un invento nazi que no se le había ocurrido a nadie antes salvo por alguna cosilla. Ya que estaban metidos en harina, aprovecharon para fundirse también a extranjeros, gitanos, mendigos y leprosos. Salvo por los leprosos, que ya no se ven, qué coincidencia, ¿eh?
Al grano. Además, la peste negra no llegó una, sino muchas veces, a lo largo de más de un milenio. La primera fue posiblemente la Plaga de Justiniano del 541 y la última, la epidemia rusa de 1771. En todos los casos mató a porcentajes significativos de la población afectada, pero la cañera fue la muerte negra que se extendió de Asia a Europa entre 1347 y 1353, seguramente por la Ruta de la Seda. Según las distintas estimaciones, se ventiló a entre 75 y 200 millones de personas, sobre una población mundial total en aquel tiempo de unos 450 millones. Los trabajos más recientes sugieren que la mortalidad general fue del 45 al 50%, llegando al 75 u 80% en regiones mediterráneas como Italia, el Sur de Francia y el Este de España. El 80%, he dicho, igual que el medievalista Philip Daileader. Por aquí por estas partes del Levante donde hablamos raro se le llamó la glànola, debido a las glándulas inflamadas que adquirían un aspecto como de bellota (gla), y causó una enorme mortandad en varias oleadas. Después vendría el cólera. Mi bisabuela todavía se acordaba de la espantosa epidemia de cólera de Valencia de 1885.
Pues ni siquiera eso fue el tan esperado apocalipsis. Fíjate, aquí estamos hablando de eso que le pasó a los antiguos tú y yo, tranquilamente sentados delante de nuestros ordenadores. Mi bisabuela, que era niña por entonces, sobrevivió al cólera. Y es de suponer que mis retatarabuelos o cosa así lo hicieron a la peste, o yo no estaría ahora aquí contándote esto. Historia antigua.
Las catástrofes ecológicas y climáticas son otro tema favorito en los apocalipsis laicos. Pero ni el más potente cañón de clatratos será lo bastante rápido como para que no nos demos cuenta de que nos está matando con algún tiempo para tomar medidas, se pongan como se pongan los negacionistas. El resto son procesos mucho más lentos, que mayormente sólo matan y arruinan a los pobres, y tú ya sabes lo que pasa con la muerte o la ruina de los pobres. Sea como sea, business as usual.
Para ir más allá, habría que meterse en temas más propios de lo que hoy en día consideramos ciencia-ficción. Pero si ni guerras, ni genocidios, ni la extinción del Holoceno ni la mismísima muerte negra han acabado con nosotros, va a ser difícil que haya algo que lo haga. En realidad, y pese al pesimismo antropológico de algunos, la humanidad moderna ha demostrado ser bastante sensata, al menos en la escala grande de las cosas. Si no nos fuimos a tomar por saco cuando había 70.000 armas nucleares listas para salir a toque de botón, es que tampoco somos tan idiotas.
Incluso en los peores pudrideros del Tercer Mundo la esperanza de vida media aumenta y la mortalidad infantil cae. El porcentaje de hambrientos se reduce y masas inmensas salen de la miseria más abyecta. Somos mucho más conscientes y activos con las cuestiones medioambientales que hace unas décadas, cuando no parecía importarle a nadie. Distamos mucho de ser dioses, pero tampoco somos demonios. Somos, eso, humanos. Y a los humanos nos gusta sobrevivir, a ser posible en buenas condiciones. A muchísimos, incluso nos seduce aquella idea tan vieja de dejar un mundo un pelín mejor cuando nos vayamos del que nos encontramos a nuestra llegada.
Sea como sea, una vez más: para que cualquiera de esas catástrofes acabe con la humanidad, tendría que ocurrir en todas partes a la vez con intensidad de extinción y la persistencia suficiente como para que cualquier posible superviviente perezca también. A menos que esos 144.000 supervivientes de la profecía bíblica se refieran a las tripulaciones de los submarinos, los científicos de la Antártida, el alumnado de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego o la de Katmandú, los aborígenes andamaneses y demás pecadores en vez de sus santones favoritos, el apocalipsis no va a ocurrir.
Una breve nota sobre los colapsos civilizatorios.
Las civilizaciones colapsan. Lo han hecho siempre y seguramente seguirán haciéndolo siempre, o al menos durante mucho tiempo. Pero no lo hacen a la vez.
Mientras colapsaba la Edad del Bronce, llevándose por medio a buena parte del Mediterráneo y sus alrededores, florecía la cultura olmeca de San Lorenzo Tenochtitlán que daría lugar a todas las grandes civilizaciones mesoamericanas. Durante el mismo siglo en que los persas vencían en Pelusium, señalando así el principio del fin del casi tres veces milenario Antiguo Egipto, en Mileto se fundaba la primera escuela de la filosofía occidental. Al caer el Imperio Romano de Occidente, la India estaba en plena Edad Dorada dedicándose a inventar los números que usamos hoy en día, explicar los eclipses y escribir el Kama sutra. Cuando las civilizaciones mesoamericanas resultaron pulverizadas por la llegada de los europeos, en China reinaba la Pax Sinica del Gran Ming.
Se ha postulado que la cada vez mayor interconexión e interdependencia de las sociedades, el proceso que ahora llamamos globalización pero que se remonta al día en que un tipo salió de su aldea para vender la oveja en la aldea del al lado porque le salía más a cuenta, puede facilitar las reacciones en cadena de tal modo que un colapso local se convierta en un colapso general. Sin embargo, también se ha postulado lo contrario: que un mundo así es mucho más resistente a los colapsos. De manera particular, a que arda la biblioteca de Alejandría y nos quedemos todos huérfanos, porque ahora mismo el saber humano está reproducido millones de veces, prácticamente en tiempo real, y disponible por todas partes.
Hoy en día, yo podría escribir este post u otro muy parecido sentado aquí en Valencia, en París, en San Francisco, en Moscú, en Santiago de Chile o tomando el sol en las playas de Tailandia. En todos esos sitios y muchos otros más está disponible todo el conocimiento necesario incluso aunque se cortasen las comunicaciones. Es más: en cualquiera de esos lugares podría estudiar casi cualquier carrera hasta el doctorado a un nivel muy próximo al state of the art actual por mucho que el resto del mundo hubiese desaparecido. Ahora esto es mucho más evidente y sencillo, pero viene siendo posible desde que se inventó la imprenta. No me consta ningún retroceso o paralización sustancial del conocimiento humano desde que hay imprentas y casi todo está disponible en casi todas partes.
Tú puedes sentarte a leer la Teoría de la Relatividad General, las obras completas de Aristóteles, un libro de medicina, un manual de diseño electrónico, una colección de ciencia política o un tratado de ingeniería moderna en la biblioteca de la Universidad de Kinshasha, República Democrática del Congo, el país más pobre de la Tierra. Y si puedes hacer eso, que puedes, la probabilidad de que sobrevenga una edad oscura global es extremadamente baja incluso aunque suceda una catástrofe a gran escala. La recuperación sería sólo una cuestión de tiempo, incluso sin tener en cuenta a la gente de los submarinos o de la Antártida o del Paranal y demás.
El apocalipsis fallido.
Una de las cosas que más me fascinan de este tema es que todas las profecías apocalípticas han fallado –o no estaríamos aquí– y sin embargo hay millones de personas que siguen tragándoselas, no todas ellas entre las bombillas menos brillantes del cajón. Aquí tienes una pequeña lista con sólo una minúscula fracción de las que ha habido, pero suficiente para hacerse una idea. Se me escapa cómo hay personas, algunas de ellas inteligentes, que pueden seguir tragándose estas cosas. Quizá sus deseos son más poderosos que su capacidad crítica. No lo sé.
Y bueno, si no pasa nada de todo esto, ¿qué será de nosotros? Pues... tampoco lo sé. 😛 Yo no soy capaz de ver el futuro y tampoco creo que nadie pueda. Es más, quienes dicen ser capaces suelen ignorar la profundidad de las leyes cósmicas que tal habilidad violaría. Yo a lo más que acierto es a estimar probabilidades y observar tendencias. Estimo que la probabilidad de que algo se nos lleve por delante del todo es abismalmente baja, que el tiempo entre posibles sucesos apocalípticos se mide en eras geológicas, y que cuanto más sepamos y podamos, estaremos todavía más a salvo. El mismo meteorito que ahora mismo nos haría un cisco puede ser sólo una anécdota con otros cien años de tecnología aeroespacial. El mismo desastre ecológico que hoy sería un problemón se puede convertir en un mero incidente con un siglo más de química, ciencias de la vida y ciencias planetarias. Etcétera.
Esto me conduce a lo de las tendencias. ¿Realmente vamos a seguir avanzando, o la civilización humana se dirige hacia una era oscura como tantos temen? Bueno, pues supongo que no es imposible, si bien por lo que he explicado antes esa sería probablemente una era oscura con muchos matices. Más allá de la crisis económica presente, que de esas hemos tenido una o varias por siglo, no veo ningún motivo obvio por el que la humanidad vaya a dejar de seguir avanzando como venimos haciendo desde que asomamos una oreja fuera de la caverna. Mientras escribo estas líneas, entra la noticia de que los amerikantsy de la National Ignition Facility han logrado una reacción nuclear de fusión con beneficio energético. Magnífica noticia. Muy bien por ellos. Otro paso más hacia un futuro mejor. Y no paran de ocurrir.
Naturalmente, puede haber pendulazos. Puede haber altibajos, tiempos dífíciles, baños de sangre, lo que tú digas. Pero si la historia humana sigue más o menos como los últimos diez mil años, esa es una historia de progreso, de éxito, de vivir cada vez más y mejor. Sí, hasta en el Tercer Mundo, aunque desde luego tendría que ser mucho más y más rápido. Quiero recuperar aquí un gráfico demoledor que publiqué hace ya algún tiempo:
Ese no es el gráfico de una humanidad que se va por el sumidero. Ese es el gráfico de una humanidad que, mal que bien y con todos sus enormes problemas y sus indignantes injusticias y a un ritmo desesperantemente lento, funciona. Gapminder tiene otros datos buenísimos. ¿Debería ser más rápido? Sí. ¿Debería ser más justo? Sí. ¿Debería ser más eficaz? Sí. ¿Estamos fracasando como especie? No, se pongan como se pongan los cínicos, los pesimistas y quienes en el cinismo y el pesimismo se excusan para no desacoplar las nalgas del sofá o sacar la tarjeta de crédito porque total, no sirve para nada.
Si la humanidad sigue avanzando más o menos como estos últimos diez milenios, no nos dirigimos a ningún apocalipsis, sino a un mundo mucho mejor. Uno donde el presente nos parecerá aquel pasado de mierda, como debe ser. Pero no ocurrirá solo, ni va a venir ninguna fuerza sobrenatural a poner las cosas en su sitio o a elegir a nadie para llevárselo a ningún paraíso gratis total. Hay que arremangarse y trabajar, cada cual en lo que sea mejor por su naturaleza y capacidad. Por ejemplo, no sé, ¿hoy?
Anuncio de Telefónica del año 1985, cuando todavía era un poco de todos y no de unos inversores a los que yo no conozco de nada. En aquellos tiempos, no todo el mundo entendió de qué demonios iba. Ese futuro del que habla se llama Internet y es lo que estamos utilizando tú y yo ahora mismo.
Comentarios
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