Amnistía Internacional denunciaba el pasado año que una de cada cinco mujeres en España sufre abusos en Internet. De éstas, el 54% ha cambiado su conducta en las redes por el ciberacoso, y muchas de ellas han sufrido daños psicológicos y económicos. Pero estar en estas plataformas es parte de la actividad de periodistas, escritoras, académicas, activistas y muchas otras profesionales. Y, al igual que en todos los demás ámbitos sociales, las mujeres no se encuentran seguras.
Como juristas asistimos a una situación de desamparo que difícilmente podemos explicar a las afectadas. La Justicia se ha quedado atrás ante el vertiginoso ritmo al que el mundo digital impone sus reglas de juego y, en España, la protección legal frente al acoso, las amenazas y la difamación en las redes sociales es impracticable. A pesar de que nuestro Derecho reconoce dichos delitos, la lentitud de las autoridades judiciales o policiales en el entorno de Internet, donde la velocidad de distribución de contenidos resulta devastadora, genera una indefensión absoluta en la práctica.
Las empresas que gestionan las redes sociales son las responsables últimas y, cuando se les reclama que eviten dichos delitos, sus respuestas adoptan la forma pasiva, unilateral y discrecional de un simple mensaje automático. Así, no sólo ignoran la gravedad del caso, sino que desalientan aún más a las víctimas de los ataques — que no tienen recurso mientras no haya de por medio una sentencia.
No hay que olvidar que las dueñas de los dominios de Facebook, Twitter, Youtube, Instagram o Google cotizan en bolsa, poseen activos importantes y sus directivos resultan perfectamente identificables. Tampoco que, pese a ser estadounidenses, obtienen importantes beneficios en Europa (los cuales no se quedan aquí) a través de pequeñas filiales, despatrimonializadas en su mayoría. Estandartes modernos del Oeste norteamericano, que promueven un sistema neoliberal de plataformas digitales sin reglas, como si de un bien público se trataran, cuando su gestión es enteramente privada. Compañías, en definitiva, que se hallan en una especie de limbo jurisdiccional que dificulta su persecución. Cuando como abogados intentamos contactar con ellas, ya sea en España o en Irlanda, la respuesta es el silencio.
No cabe duda de que las leyes que protegen a las consumidoras incluye a las usuarias de estas redes; sus clientas al fin y al cabo. Así, cuando éstas se abren una cuenta en una de ellas, se ven obligadas a suscribir un contrato con las empresas que las gestionan, pese a que éstas no garantizan que sus derechos se encuentren suficientemente protegidos. La realidad es que, pese a existir una legislación europea en materia de consumo, las usuarias no van a gozar de un servicio de asistencia o de reclamaciones eficiente ni efectivo.
Por el contrario, quienes atacan a las mujeres en las redes lo tienen muy sencillo, ya que, en lo relativo a autenticación e identificación digital, tampoco se cumplen las regulaciones del viejo continente. La facilidad con que se crean perfiles anónimos y deslocalizados permite a los acosadores actuar impunemente, como troles y bots — sin mencionar la difusión de fake news, que constituyen delitos en muchos casos y que tanto daño hacen.
Por último, en el colmo de la irresponsabilidad, estas empresas, cuyo beneficio depende de la publicación de contenidos informativos, comerciales y personales, no se subordinan a deontología alguna, pese a que su objeto social y actividad empresarial sea perfectamente asimilable al de los medios de comunicación o empresas de publicidad.
Conviene no perder de vista que dichas compañías no son "el Internet", sino que existen como personas jurídicas imputables, por lo que sus actuaciones en Europa están, o deberían estar, sujetas al Derecho y jurisdicciones que correspondan, al igual que su actividad empresarial tendría que supeditarse a la normativa fiscal, civil, penal, laboral y mercantil.
Por tanto, es indispensable que los contratos de adhesión que obligan a firmar, al igual que sus políticas y procedimientos, y las condiciones y términos de uso de sus servicios, se sometan a la legislación de la UE (puesto que es aquí donde realizan su actividad comercial) en todo lo concerniente a la distribución pública de contenidos, la identificación de personas y la protección de los consumidores. Pero, sobre todo, habrían de someterse al marco de los Derechos Fundamentales, y en particular, a las normas para la prevención de la violencia contra las mujeres. Líneas rojas que nunca deberían cruzarse.
Y es que, una amenaza constante pende sobre figuras públicas, como las que han sufrido las periodistas Cristina Fallarás, Ana Pastor, Ana Pardo de Vera, Ana Isabel Bernal; las políticas Irene Montero, Elena Valenciano o Inés Arrimadas; las actrices Leticia Dolera, o las escritoras @SrtaBebi y @Barbijaputa, que tienen que ocultarse tras un pseudónimo. Pero la ciudadana de a pie se halla igual de expuesta cuando expresa una opinión en estas redes.
Ante este desalentador escenario, se hacen totalmente necesarias iniciativas como la petición formal que la Agencia Comunicación y Género ha registrado con el número 0777/2018 ante el Parlamento Europeo. En ella, se insta a la Eurocámara a que obligue a empresas como Facebook, Google, Twitter, Youtube e Instagram a proteger a las usuarias del acoso, a través de un posicionamiento explícito frente al incumplimiento del derecho de la UE, y el desarrollo de medidas legislativas en caso necesario, así como la constitución de un grupo de trabajo paritario que elabore un marco normativo dirigido a estas compañías. Se puede firmar a través de la plataforma change.org en http://change.org/bastadeacoso.
Sólo mediante la movilización y la denuncia se conseguirá que ninguna mujer tenga que contener el aliento cuando vibre su móvil con la notificación de un nuevo ataque en 140 caracteres.
Comentarios
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