Los españoles tenemos mayor proporción de mercurio en nuestro cuerpo que nuestros vecinos europeos, debido principalmente al consumo más elevado de pescado (PDF), como lo ha confirmado un reciente macroestudio a nivel europeo sobre la presencia de tóxicos en nuestro organismo.
¿Debemos preocuparnos? ¿Cómo llega este metal pesado a nuestra cadena alimentaria? Hasta hace una década, la milenaria mina de Almadén era una de las mayores explotaciones mundiales de este metal y la investigación científica y técnica ha contribuido a conocer los efectos tóxicos del mercurio en el medio ambiente y en la salud humana. Tras el abandono de su uso comercial quedan las graves consecuencias de su utilización durante miles de años.
El mercurio fue muy útil para el ser humano, con usos muy variados. Termómetros, barómetros, desinfección de heridas –la conocida mercromina-, incluso los primeros tratamientos de la sífilis. Pero el uso industrial disparó su presencia en la atmósfera, dada la facilidad del mercurio de pasar de su estado líquido a gaseoso.
Los mineros de las minas de Almadén sufrían hidrargirismo, envenenamiento por mercurio, que les dañaba riñones, pulmones y cerebro por su prolongada exposición a los vapores tóxicos. Hasta los protésicos dentales, cuando las amalgamas que se usaban para empastes eran aleaciones de oro y mercurio, y los fabricantes de sombreros del siglo XIX, que utilizaban mercurio en el tratamiento de las pieles, tenían riesgo de enfermar. El personaje del Sombrerero loco en Alicia en el País de las Maravillas padecía los mismos síntomas que los mineros de Almadén.
El problema viene en el pescado
Pero el verdadero problema de salud no está en los colectivos profesionales, sujetos en la actualidad a estrictas medidas de protección laboral.
El problema es que parte del mercurio que llega al medio ambiente puede transformarse en su compuesto más tóxico, el metilmercurio. Este complejo del elemento es soluble, y de nuevo, si no fuera por una cuestión adicional, representaría un riesgo muy limitado, puesto que nunca alcanza, de forma natural, concentraciones suficientemente altas como para representar un riesgo real. Salvo en un caso: su entrada en nuestra cadena alimentaria a través los peces.
En los peces, el tóxico queda retenido en su organismo acumulándose con el paso del tiempo. El pez grande que come peces pequeños con contenidos relativamente bajos se va contaminando con cantidades cada vez más altas del elemento, con lo cual al final los peces más voraces, como el atún, con mayor ingesta de pescados menores, llegan a alcanzar concentraciones muy altas de este tóxico, susceptibles de afectar a la salud de los consumidores de pescado.
El ejemplo más extremo y trágico ocurrió en Japón en la década de los 50. Una industria vertió metilmercurio directamente a la bahía de Minamata, contaminando el pescado que servía casi de única fuente de alimentos a la población, que sufrió gravísimos efectos sobre su salud. No ha vuelto a haber un vertido directo, pero el metilmercurio sigue presente en grandes depredadores que además son especies migratorias, presentes en todo el mundo.
Moderar, no evitar
El consumo de pescado, como norma general, debe ser restringido. Nuestro país está entre los mayores consumidores de pescado a nivel mundial. Pero debe quedar claro que una cosa es restringirlo y otra evitarlo: el pescado nos aporta nutrientes esenciales, entre ellos ácidos Omega 3, muy beneficiosos para la salud, en particular de los niños.
La Asociación Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición(AECOSAN) plantea recomendaciones de consumo en relación a la presencia de mercurio en el pescado potencialmente más contaminado, como el atún y el pez espada.
Recomienda a mujeres en edad fértil, y en particular a las embarazadas, mujeres en periodo de lactancia y a niños de corta edad, de menos de 30 meses, consumir una amplia variedad de pescados, por sus grandes beneficios nutritivos, pero evitando consumir las especies más susceptibles de estar contaminadas con mercurio.
El principal efecto negativo se daría en las mujeres embarazadas, dado que el mercurio es capaz de pasar la barrera placentaria, afectando a la salud del feto. Puede producir retrasos cognoscitivos que no son recuperables, en concreto pérdida del coeficiente intelectual potencial del bebé, afectando a sus funciones cognitivas, la atención, el habla, la memoria y las actividades relacionadas con la visión espacial y funciones motoras finas. Es algo muy difícil de medir y cuantificar -hasta qué punto estos efectos pueden estar en relación con la exposición al mercurio de la madre- pero es, sin duda, un riesgo real. El miedo a sus efectos está justificado.
La presencia de mercurio por las actividades humanas durante miles de años no puede evitarse. Pero conviene acentuar las medidas de control y prevención. Y saber dónde se esconde.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation
Comentarios
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