Otras miradas

Flor y el amor de las amigas

Andrea Momoitio

Ahí estaba ella. Desenvolviendo con cuidado su bocadillo de chorizo con mayonesa. Tantos años después y sigo sin entender cómo le podía gustar esa combinación de alimentos. Después de horas en el bolso, el chorizo suda y la mahonesa se tiñe de rojo. Ahora, que la conozco mejor, no entiendo tampoco cómo aguantaba tan estoicamente todos nuestros comentarios sobre sus bocadillos. Ella se guarda del resto con el mismo cuidado que guarda su esporádico mal humor hasta que luce todo su arsenal. Corría el año 2008, empezábamos a cursar periodismo, nadie imaginaba el 15-M ni asumíamos la precariedad como único destino posible. Mis primeros recuerdos con ella están en lo que antes era el Aulario de nuestra Facultad y ahora no sé qué es. No sé. No sé. No tengo ni idea. Escuchaba con atención su voz tratando de encontrar el acento argentino y admiraba sus aires punkis de Arrigorriaga. De aquí para allá, papeles para arriba y papeles para abajo, peleaba su beca con la certeza de merecerla. De fondo, escucho Extremoduro, alguna conversación sobre el marxismo, su falta de interés por el periodismo y todos los sueños que aún teníamos las dos por cumplir. Me conquistaron sus ojos, su risa tímida, sus dientes desordenados, que ahora lucen con orgullo el metal de los brackets. No solo me enamoré de Flor sino que ella me trajo, o con ella vinieron, no sé, mis primeras primaveras felices.

Todo se difumina después. No sé cuando empecé a quererla, cuándo mi vida dejó de entenderse sin la suya. No recuerdo cuándo conocí a su familia ni la primera vez que visite su pueblo. Me fui a vivir a Barcelona, en un alarde de irresponsabilidad que aún me recuerdan algunas pesadillas. Volví a Bilbao, vivimos juntas un tiempo. Nos fue regular. Voló algún cubo que otro, nos escuchamos follar y discutir, discutimos, nos emborrachamos, hablamos de la lista de la compra y del miedo. Desayunabamos queso de untar viendo Espejo Público. En aquella época llegó a nuestras vidas esa bata azul de lunares que aún se cuela en algunas de nuestras fotos. Es de Primark y resiste. Quizá esto sea lo más sorprendente de todo lo que he contado hasta ahora. Nació en Mar del Plata y las dos amamos el dulce de leche; es atenta y cariñosa hasta reventar; se enfada y prende como la dinamita; abraza y acoge como lo hacen las gatas con sus crías: con lametazos y arañazos, según pidan las circunstancias. Nos hemos visto mear, helar, soñar, cagar, hablar, vomitar, crecer, comer, soñar, reír, romper, fracasar, triunfar, sudar, llorar. Sobre todo, llorar. Llorar de risa y llorar desconsoladas. Nos hemos rescatado de cientos de peligros y nos hemos arrojado juntas a otros.

Me costó mucho detectar cuáles eran las cosas que no me gustaban de ellas. Puedo decir, con algunos matices, que he vivido procesos que tienen mucho que ver con el enamoramiento con casi todas mis amigas: admiración profunda, idealización, el típico  hablar a todo el mundo de sus virtudes, buscar y proponer planes, alardear de nuestra amistad, colgar mensajes amorosos en redes sociales. Eso sí, amar a alguien sin la presión del amor romántico de fondo, tradicionalmente vinculado sobre todo al ámbito de la pareja, ofrece muchísimas posibilidades. Amar sin miedo a la decepción es amar con mucha más libertad. Es amar mucho.

A pesar de todo lo que podemos mejorar en nuestra forma de querer a nuestras amigas, los aprendizajes que nos brinda este amor están aún inexplorados. Porque no. Nada de eso. No es un amor de segunda aunque sea el único amor de pareja el único que no necesita de complementos. ¿Cómo es posible que digamos ‘amor’ y todas entendamos que hablamos de amor a las parejas? Aunque, ¿cómo es posible que si pensamos en una pareja, en vez de pensar en dos personas, sólo nos venga a la cabeza una relación sexoafectiva? ¿No somos mi compañera de trabajo y yo una pareja? ¿No somos Flor y yo otra?

Es precisamente esa jerarquía entre los amores la que provoca tantas dependencias en el ámbito de la pareja. La familia, ese amor que no se elige, estable, única, que te obliga a pasar por todos los aros que más detestas; la pareja, esa pieza que eliges para dejar de elegir, la que tiene que atender a todas tus necesidades, la pareja, una y poco libre; las amigas, el amor más superficial, cambiable, inestable, más ligado a ir de bares que a ir al médico. En el que menos pensamos, en el que menos creemos, pero, quizá, uno de los más nos sostenga o podría sostenernos. Los discursos en torno al poliamor, tradicionalmente vinculados al amor sexoafectivo entre más de dos personas, suponen ciertas rupturas con el statu quo, pero lo cierto es que todas vivimos relaciones poliamorosas. Quien ama sólo a una persona, no ama a nadie. A amar se aprende amando.

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