Otras miradas

El mundo que cabe aquí

Andrea Momoitio

Estos días no estoy contestando casi ningún WhatsApp y estoy diciendo que no a prácticamente todas las propuestas de videollamadas. Tampoco cojo el teléfono. Sí. Debo parecer bastante rancia. Lo asumo y eso que tengo una obsesión oculta por caer bien.

No me apetece hablar con casi nadie y sostengo, como puedo, mis relaciones más personales. El mundo se ha detenido y yo, con él. Empecé con el confinamiento a tope. ¿No puedo hacer ninguno de los planes que tenía previstos? No pasa nada. Me busco miles nuevos. Conciertos en directo, a tope con Pikara, llamar a viejas amigas, tratar de desenredar algunos embrollos, alguna que otra liadita, escuchar música, leer, escribir, conectarme a Skype para ver a las amigas y a mí familia, echar risas, tomar el sol en el balcón, hacer propuestas de planes virtuales, aceptarlos; sueños de verano, birras, vinos, galletas de chocolate. El leve entusiasmo con el que me levantaba de la cama se esfumó rápidamente para dar paso a un bajón difícil de explicar.  Tan difícil de explicar cómo el ruido de una lata de birra al abrirse. Ansiedad que brota del pecho y me revuelve; una tristeza de esas que nace de los pies. Ni conciertos online ni galletas de chocolate. No quiero hacer nada. Iros a la mierda con tantos planes virtuales, que yo necesito piel y cuerpo, calle y bares.

Ese ardor que provoca la ansiedad ha desaparecido también y ahora me enfrento a una angustia muy diferente. Me estoy acostumbrando a estar aquí dentro y me asusto. He reducido todo mi mundo a lo que pasa dentro de estas paredes y casi cualquier comunicación externa me saca de mis casillas, me molesta, me distrae de estar aquí y ahora. A ratos, trato de ponerme la careta para contribuir al sostenimiento de otras porque soy feminista y creo en eso de poner la vida en el centro, en los cuidados y bla, bla, bla. ¿Tienes un día de tormenta? No te preocupes, que yo te mando chistes estúpidos de esos que no paramos de mandar por WhatsApp, aunque a mí no me hagan gracia, aunque me sienta una cínica tratando de sacarle una sonrisa a otras mientras lo único que quiero hacer es ver Hospital Central. Grabo videos con mi compañera Andrea Liba, pienso en gifs chorras para poner en Instagram y me derrumbo después porque no me creo nada. Necesito saber que mi mundo cabe aquí, pero no cabe. Necesito saber que todo estará en su sitio cuando volvamos a salir a la calle, pero nada será lo mismo. Necesito saber que mis amigas seguirán ahí cuando yo salga de mi cueva, pero quizá ellas pasen de mis miserias cuando yo pueda, otra vez, escuchar las suyas.

El otro día entrevisté a Travis Birds y, desde entonces, no puedo escuchar otra cosa. Dice en Thelma&Louise que cuando todo nos de igual, México será la gloria, que solo necesitaremos algo de alcohol y una pistola. No quedará nada, dice, más allá de nuestra discordia, que alguien se quedará con las ganas de acabar con nuestra historia. Ella presume de esconderse entre sus letras y, mirad, aquí estoy yo exponiéndome en las suyas. Podría poner mis propias palabras a estas, reconocer que llevo días con agujetas porque el otro día subí y bajé las escaleras, que me he tomado un Enantyum y me he tomado un vino por si así se me ocurría algo interesante que contar. Pero que no. Que no tengo nada más que contar más allá de que estoy desesperada, que me cuesta entender tanto buen rollo y tanto optimismo, tanta llamada por Zoom, tanto mensajito, tanto aplauso y tanta mierda. Yo quiero salir ya a la calle y no entiendo por qué no nos dejan. No entiendo los palos que está dando la policía aquí y allá, me pierdo entre tanta rueda de prensa y entre tanto concierto online. Estoy harta de ver por videollamada a E., de estar lejos de mis compañeras de trabajo, de no poder ir a echarme una caña al Urkiola, de ir con miedo al supermercado y apurar los pitillos con ansiedad, de ducharme sabiendo que no voy a salir a la calle después, del puzzle del Gernika que están haciendo mis amigas. Estoy harta de que mi mundo se reduzca a estas cuatro paredes, que, ahora, veo llenas de manchas. Tenía que haber pedido al casero que pintara con más insistencia, pero nunca imaginé que tendría tanto tiempo para fijarme en las manchas de la puta pared.

Y, mientras tanto, el mundo sigue y parece que se recompone con nuestra ausencia. Y, mientras tanto, sé que, de momento, sólo me queda aprender a vivir con esta rabia. Esta rabia que me invade y de la que no sé a quién culpar; está rabia que no entiendo, que no me señala nada y me lo ilumina todo, esta rabia que contagio y que me aleja, esta rabia con forma de dolor de ovarios, de ganas de llorar, de pataletas, que me retuerce en la cama; esta rabia que no puede ser solo mía, que está dentro y no sabe salir, esta rabia contagiosa, vírica, de hierro. Esta rabia que suena a luna llena, de una nueva primavera, esta rabia inútil, está rabia que me paraliza.

Me llega por Twitter –cruzo los dedos para que no sea bulo– que hay gente haciendo pedidos por Glovo que son, en realidad, para los repartidores. Espero que no sea solidaridad barata sino un acto de reivindicación política consciente para que puedan seguir cobrando sin necesidad de exponerse a la carretera ni al maldito virus. Quizá no sea tan tarde y podamos salvarnos de la tempestad.

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