Otras miradas

La crisis del coronavirus (I): una crónica de cómo el progresivo desmantelamiento del Estado del bienestar nos ha llevado a un desastre anunciado

Juan Magín San Segundo Manuel

Técnico Superior de la Administración y profesor de Derecho constitucional en la UCM

Una joven mira su móvil, sentada en la puerta de una tienda cerrada en el centro de Madrid. REUTERS/Susana Vera
Una joven mira su móvil, sentada en la puerta de una tienda cerrada en el centro de Madrid. REUTERS/Susana Vera

El sistema económico predominante se ha hecho insostenible, entre otras razones, por el progresivo aumento de la desigualdad social dentro de cada país. Desigualdad que se ha agravado con la pandemia provocada por el virus SARS-CoV-2 poniendo encima de la mesa, de manera insoslayable, la necesidad de paliar las graves consecuencias del virus y actuar sobre sus causas.

La perspectiva de la historia contemporánea nos muestra cómo las sociedades de nuestro entorno han tenido un enorme progreso económico acompañado de la mejora del bienestar, la educación, la salud, la esperanza de vida, etc. Este progreso ha sido muy variable, teniendo sus retrocesos, así como sus etapas de mayor y menor intensidad. Así, mostró un desarrollo impresionante cuando se adoptaron los postulados del liberalismo político –al conseguirse superar las trabas económicas y políticas del antiguo régimen–, lo que supuso el reconocimiento de determinadas libertades y derechos fundamentales, confiriendo a dicho avance un carácter extraordinario. Este proceso histórico contemporáneo provenía de una época en la cual los individuos eran súbditos analfabetos, supercheros, miserables y cuasi siervos, que sentían miedos y amenazas incluso a su propia vida, y que asistían a las ejecuciones públicas como crueles espectadores ante una tortura y unos tratos tan inhumanos. De aquí la sociedad se encaminaría hacia un nuevo salto adelante del progreso, la razón y la libertad, posibilitando paulatinamente una transformación de súbditos en ciudadanos. No debemos olvidar la importancia que tuvo la presión ciudadana del liberalismo más avanzado, a la que se iría sumando el movimiento obrero. De esta manera se fue construyendo poco a poco un Estado social y democrático de Derecho, que implicaba ir reconociendo y garantizando los derechos humanos y los valores democráticos. Conceptos básicos presentes en nuestro contrato social, que rigen y cimientan nuestras sociedades.

Estos enunciados normativos fundamentales se consagran y fortalecen notablemente después de la Segunda Guerra Mundial, como reacción frente a la barbarie del totalitarismo y la atroz contienda que provocó. A su término, dentro de la creación de un orden mundial se construye el denominado Estado del bienestar en los países más desarrollados, democráticos y pluralistas, donde los grandes logros de carácter democrático se habían compaginado y en buena medida fundamentado sobre la extensión de un nivel socioeconómico suficiente, que garantizaba el disfrute efectivo de los derechos fundamentales, incluyendo los de índole social y económica, para prácticamente toda la ciudadanía; además, tal disfrute alcanzó un nivel hasta entonces desconocido. Dicho Estado de Bienestar presupone una responsabilidad pública en la creación y el mantenimiento de la igualdad de oportunidades y de la cohesión social. En cuanto al notable desarrollo de las políticas sociales, cabe resaltar que las mismas se vieron favorecidas por el gran crecimiento económico que las acompañaría.

Otro hecho que ejerció una fuerte presión en el mismo sentido era la amenaza de un creciente número de regímenes comunistas, acompañada de la existencia de una fuerte izquierda socialdemócrata en muchos países, e incluso comunista en algunos, y el hecho de que, en determinados países, sobre todo dentro de los menos desarrollados, existían amenazantes guerrillas de ideología izquierdista.

Sin embargo, tal progreso social empezará a torcerse con la crisis del shock petrolífero, derivado de la guerra árabe-israelí del Yom Kippur (en 1973), que llevaría a los Estados árabes exportadores a tomar represalias frente a los países occidentales, iniciándose una crisis económica por encarecimiento de la oferta, ante la inflación del petróleo, que cercenaba los ingresos públicos, a la vez que aumentaban las demandas de un Estado benefactor, y como consecuencia de todo ello aparece la denominada esquizofrenia fiscal. Resulta incontestable que el Estado del bienestar ha dado luz a las mejores sociedades avanzadas (y viceversa). No obstante, la mayor crítica por parte de sus detractores –y acaso, tal vez, la única verdaderamente objetiva– sea la fundamentada en su coste económico. Y precisamente por ello habrá una inflexión, a partir de la cual comenzará un periodo histórico en el que se irán haciendo recortes, jibarizándo progresivamente el Estado de Bienestar. Tales recortes adquirieron relevancia con la revolución conservadora efectuada en la década de los 80, cuyos mayores representantes serían Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Surgirán otros factores que se suman a esa tendencia, como la aparición de Internet, la comunicación entre ordenadores y las posibilidades tecnológicas de inmediatez con respecto a una creciente financiarización de la economía, un incremento de la especulación mundial y la ocultación de dinero al fisco, así como la merma de recursos al Estado social. Junto a todo esto se producirá un hito que va a acentuar la quiebra del Estado del bienestar: la práctica desaparición de la que era entonces la principal amenaza al capitalismo, al caer el Muro de Berlín en 1989 y la implosión de la URSS en 1991, que supuso un debilitamiento generalizado de las ideologías socialistas, y dentro de las mismas el hundimiento de la ideología comunista.

El aumento de la injusticia económica se va a ver acentuado por la pretendida autorregulación económica –modelo que defendían las pujantes ideas neoliberales cristalizadas en los 90 y que supuestamente debía conducir a la mejora de los beneficios y en general de la economía–. Sin embargo, tal desregulación ha facilitado sucesivas crisis financieras mundiales. En el caso de los EEUU, a la desregulación de los mercados, se añadirán las bajadas de impuestos y de tipos de interés, así como la expansión del crédito, por lo que se provocaría una burbuja inmobiliaria. En realidad, tal desregulación ha ido amparando innovaciones financieras de creciente riesgo, como la fiebre estadunidense de las hipotecas tóxicas, las cuales conllevaban peligros tanto para los prestamistas como para los prestatarios, hasta llegar al tristemente famoso ejemplo de las subprimes, que suponían la concesión de préstamos sin exigir garantía alguna a los solicitantes. Eran "hipotecas basura" que se trocearon y se vendieron en títulos, creando así una burbuja de derivados tóxicos en la que las empresas financieras ganaron muchísimo dinero. Todos estos excesos y abusos financieros desencadenaron en EEUU en 2008 la Gran Recesión mundial, siendo el pistoletazo de salida la caída de Lechman Brothers.

La economía, en la nueva situación imperante, se va adaptando al proceso de globalización, con crecientes presiones de un capitalismo desregulado tremendamente competitivo, en el que se potencia la deslocalización de la producción y el trabajo, mediante la importación de bienes –e incluso servicios–, con frecuentes prácticas de dumping fiscal, laboral y ecológico. Otro factor es el impresionante avance de la digitalización,  que posibilita un sistema económico y financiero de ámbito mundial, en el que se permiten unas ventajas desproporcionadas a quienes poseen el monopolio de la tecnología y el capital. Con respecto al impresionante avance tecnológico, si bien crea empleo novedoso, destruye el tradicional en mayor proporción aún. Por ello, si se hace un balance, cabe afirmar que la tecnología genera desempleo o, como mínimo, ralentiza la creación de empleo. Y en el contexto actual, acentúa el que buena parte de los nuevos trabajos tiendan a ser temporales o inestables. El economista Brynjolfsson observa los siguientes hechos, reveladores de una gran paradoja en nuestra era: "La productividad está en niveles récord, la innovación nunca ha sido más rápida, pero al mismo tiempo tenemos unos ingresos medios decrecientes y tenemos menos puestos de trabajo". La productividad (que es la producción dividida entre los recursos utilizados, de capital, empleo, energía, materia prima o servicios) aumenta cuando aplicamos tecnología. Así, a largo plazo se ha producido globalmente un crecimiento económico –con inflexiones en las crisis–, acompañado de un avance tecnológico impresionante que nos hace mucho más eficaces, y sin embargo, hay una distribución de la renta y de la riqueza cada vez peor dentro de los distintos países, que lleva a una importante dualidad social. En efecto, un sector considerable de nuestra población se precariza o incluso una parte va quedando excluida.

En definitiva, durante las últimas décadas la tendencia general en el mundo ha sido la del aumento progresivo de la injusticia económica dentro de cada sociedad. Rasgo que se verá muy acentuado por la Gran Recesión de 2008, que ha dejado tras de sí importantes bolsas de pobreza y fracturas sociales. Esta tendencia general opera en España con especial intensidad, al menos en comparación con otros países de la UE, como muestran diversos indicadores: 1) el empleo precario, que supone la existencia de un sector de población que a pesar de trabajar es pobre; esto va aparejado a una degradación económica de muchas profesiones; 2) las dificultades de ciertos sectores de población más desfavorecidos, como el de los jóvenes, que cada día tienen más difícil abandonar el domicilio de sus padres, y no digamos poder fundar una familia; 3) la fuerte deriva hacia el denominado invierno demográfico; aunque en la disminución del número de hijos inciden decisivamente razones culturales, se ha observado una especie de "veto económico" a los menos ricos, que se añade peligrosamente a la fuerte deriva hacia un invierno demográfico nacional, con un creciente envejecimiento poblacional, que a su vez potencia otros problemas, como cierta insostenibilidad de las pensiones o la soledad, que se incrementarán con la escasez de nuevas generaciones para tomar el testigo de los lazos afectivos y el adecuado funcionamiento de una sociedad; 4) la carestía de la vivienda y el fuerte crecimiento del precio de la energía y otros servicios como el de Internet en España, en contraste con países de nuestro entorno; 5) la despoblación del mundo rural...

En este escenario, de por sí complejísimo, la crisis de la Covid-19, hace aflorar y acentúa la dureza de toda la problemática social indicada, poniendo en evidencia la vulnerabilidad de tantas, y cada vez más, personas: quienes ya eran pobres y quienes rápidamente han empezado a serlo al perder sus trabajos; dándose los casos más extremos con aquellos que incluso tienen dificultades para comer o pagar sus viviendas. Por ello, sería inadmisible sufrir otra oleada de desahucios (con respecto a los cuales cabe prever que se ejecutarán en un año como consecuencia de la pandemia). A su vez, también es fundamental la ayuda a colectivos específicos, como a las PYMES y autónomos, para que no se hundan, evitando así el destrozo de nuestro sistema productivo y de nuestro tejido social en las ciudades y pueblos (no hay que olvidar a muchos pequeñas empresas y autónomos ya estaban sacando adelante sus negocios con gran esfuerzo). Debemos recordar, cómo la pequeña industria y el pequeño comercio venían sufriendo el embate del gran comercio, al que se ha añadido el avasallamiento de algunas grandes multinacionales que venden online, como Amazon, las cuales funcionan casi libres de impuestos (no olvidemos que el pequeño comercio vertebra y es el alma de las ciudades, y se da cada vez más la siguiente estela iniciada en los EEUU: zonas urbanas que son una mera yuxtaposición de viviendas). También debe tenerse presente la extraordinaria importancia de los agricultores, cuya imprescindible aportación a la comunidad se ha hecho más visible, y que sin embargo, como pasa en otras profesiones, ven cada vez más mermado su margen de beneficios, a la vez que su subsistencia se ve amenazada.

Desde hace tiempo, los indicadores venían reflejando esta problemática, como los datos apuntados por la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social. Según su Informe de 2019, el riesgo, bien de pobreza, bien de exclusión social (por la privación de recursos básicos y baja intensidad del empleo) abarcaba al 26,1% de la población española, siendo la mayoría de este grupo españoles y un tercio de ellos con trabajo. También las diferencias en los salarios reflejan una alarmante desproporción. Como se observa en este ejemplo: los máximos ejecutivos de las empresas del Ibex 35 han ido subiendo sus retribuciones hasta llegar a cobrar ¡123 veces el salario medio de la plantilla de sus empresas! Lamentablemente, la mencionada fractura social se está agravando mucho más aún con esta nueva pandemia.

Se concluye con una reflexión: durante la segunda postguerra mundial la desigualdad en los países de nuestra área se había ido limitando –en la misma medida en que avanzaba el Estado de bienestar–, lo que permitía legitimar al propio sistema capitalista, sobre todo dentro de los sistemas políticos democráticos más avanzados, dada su superioridad comparativa con otros sistemas. Sin embargo, el proceso se ha invertido con el crecimiento de la desigualdad, estando además bastante cercenado cualquier proyecto alternativo, y la conjunción de ambos factores constituye un abono del que pueden alimentarse las ideologías identitarias extremas (populistas, nacionalistas, integrismos religiosos, etc.). Precisamente, algunos estudios han concluido que la desigualdad es una gran amenaza al propio sistema democrático. Así se ha verificado a lo largo de la historia, como podemos ver con los ejemplos acontecidos tras la Gran Guerra: al desintegrarse los cuatro imperios derrotados (el Imperio Alemán, el Austrohúngaro, el Otomano y la Rusia zarista) todas las repúblicas que se formaron cayeron en dictaduras fascistas o militares como consecuencia de la Gran Depresión. Por consiguiente, las claves para el futuro de nuestra sociedad estriban en cómo se responde a dos interrogantes: en primer lugar, ¿dejaremos que se consolide esta inadmisible falta de equidad? A la vista de los efectos negativos tan intensos habidos hasta la fecha (tanto desde el punto de vista personal como colectivo, incluyendo un ulterior deterioro de nuestro sistema democrático, hoy por hoy ya resentido). Y, en segundo lugar, ante estos efectos tan duros ¿qué grado de desigualdad estamos dispuestos a tolerar?

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