A una semana de las elecciones presidenciales pesa en la política norteamericana una fuerte sensación de ansiedad. Las encuestas anuncian una victoria holgada de Joe Biden, que ha evitado hasta ahora grandes errores en una campaña conservadora y aparentemente eficaz, dirigida a construir una amplísima coalición social en torno a un único punto de encuentro: acabar con la presidencia de Donald J. Trump. El número de estadounidenses que ya ha emitido su voto presagia una elevada participación; varios de los llamados swing states, los Estados bisagras de los que dependerá el resultado final, parecen inclinarse hacia los demócratas, que hoy ven cerca el objetivo de recuperar la Casa Blanca y el Senado. Varios analistas y expertos explican la diferencia entre lo que está sucediendo y la campaña de 2016, cuando muy pocos vieron crecer la corriente de descontento social que aupó a Trump hasta la victoria (a pesar de perder las elecciones por unos 3 millones de votos). Pese a ello, nadie parece estar tranquilo, y el horizonte general es de incertidumbre.
Hay ansiedad en los Estados Unidos porque nadie se atreve a dar por derrotado a Trump antes de tiempo. Tras su delirante salida del hospital militar en el que le trataron por coronavirus, Trump se ha dedicado a hacer lo que mejor sabe hacer: polarizar radicalmente el escenario con esa singular capacidad para imponer los términos de la conversación política. En el país se sigue hablando de lo que dice Trump, que en el último debate presidencial recuperó además alguno de sus golpes más eficaces contra Hillary Clinton: la impugnación general de la clase política, los ataques contra el cosmopolitanismo y el esnobismo demócrata, la defensa de la gente común contra los peces gordos que se aprovechan de un sistema corrupto para hacer negocio traicionando a su gente. Da igual hasta qué punto lo que dice Donald Trump entre en contradicción con su trayectoria, con su hoja de servicio en la presidencia o con la lógica elemental misma. En el debate reapareció el líder carismático al que, como dijo hace cuatro años, seguirían votando aunque disparara a un hombre en la Quinta avenida, y enfrente tiene un candidato que, como él repite hasta la saciedad, lleva 47 años en la vida política. Las líneas del antagonismo trumpista, en un país desgarrado social y culturalmente, siguen siendo efectivas para articular la batalla política.
Como sugiere la mayoría de los expertos, sin embargo, es probable que ese antagonismo sea hoy insuficiente para reeditar una victoria electoral. El descalabro de su mandato tras la pandemia pesa demasiado, y los números anticipan una derrota con pocos precedentes para un presidente en ejercicio. Por eso Trump lleva poniendo en cuestión, desde hace meses, la limpieza y la fiabilidad de las elecciones. De nuevo, da igual que esto lo diga el mismísimo Presidente de los Estados Unidos. Entre sus seguidores -especialmente en las franjas más militantes, donde avanza inexorablemente una ideología conspiranoica y paramilitar que ya es oficialmente reconocida como una potencial amenaza terrorista- ha calado la certeza de que los demócratas y el Estado profundo les van a robar las elecciones: para defenderlas han movilizado un ejército de "observadores" que vigilarán el desarrollo de la jornada electoral. Cada día de campaña, Trump y sus portavoces anuncian que las elecciones están en riesgo y que la multiplicación del voto por correo, que se ha disparado por la pandemia y que se presupone mayoritariamente demócrata, es en realidad el instrumento de un gigantesco fraude electoral.
Esas denuncias han provocado un temor creciente ante la posibilidad de que en la noche de las elecciones, antes de que se cuente el voto por correo, Trump anuncie su victoria, o a que el presidente aproveche el inminente nombramiento de Amy Coney Barrett, que otorgará a los conservadores la mayoría en el Tribunal Supremo, para atrincherarse en una batalla legal y política con el fin de desconocer el resultado electoral. Las especulaciones sobre esos escenarios oscilan entre la distopía y el terror, pero la realidad es que con un sistema jurídico y electoral de una complejidad bizantina, una situación social explosiva, y un presidente impredecible al mando, el país parece difícilmente preparado para lidiar con una crisis institucional de gran magnitud. Pensilvania y Florida (que ya fue escenario de una fea batalla en el Bush vs Gore), serán clave para esa disputa: una victoria clara de Biden en la noche electoral despejaría el camino a su presidencia. Claro que entonces surge la siguiente pregunta: ¿qué hará Trump en el interregno, esos dos meses y medio que van desde la noche electoral hasta la toma de posesión en Washington DC?
Detrás de estos temores hay un hecho político fundamental. La evolución política y demográfica de los Estados Unidos, en gran medida por el ascenso de la comunidad latina en los grandes Estados del Sur, está arrinconando al Partido Republicano y empujándole hacia una difícil tesitura. La alianza política entre las costas liberales del país y las minorías emergentes del Sur hace inviable su proyección hacia el futuro: dentro de unos años, los números sencillamente no le darán para aspirar a ganar las elecciones, y el bloque social al que representa perderá demográfica e ideológicamente su vocación hegemónica sobre el país. Desde la nominación atropellada de jueces hasta la obsesión por el control migratorio o los intentos de imposibilitar el voto de las minorías, la estrategia a corto plazo de los republicanos pasa por apuntalar sus posiciones de poder contra ese inminente asalto democrático. Ése es el trasfondo del temor a que Trump se atrinchere en la presidencia: desde una perspectiva histórica, para él sería una estrategia coherente.
Todo esto hace apenas visible aquello que es más importante en las elecciones norteamericanas: el margen de acción que el próximo presidente tendrá para reconducir la situación económica y social del país. El último año ha visto un intento de destitución del presidente, la mayor sublevación social que se recuerda, un colapso económico sin precedentes en casi un siglo y una polarización extrema, que dificulta la recomposición de su posición hegemónica global. Con la tercera ola de la pandemia en un ascenso imparable, millones de personas sin cobertura sanitaria tras haber perdido su empleo, niveles crecientes de pobreza y desigualdad, y las negociaciones para un nuevo paquete de estímulo encalladas desde hace meses, el país contiene la respiración ante el resultado electoral, pero apenas entrevé horizontes de restauración de las múltiples crisis que hoy lo asolan y laceran. La campaña tranquila de Biden promete al público estadounidense el regreso de la normalidad, pero el hecho fundamental de estas elecciones es que nadie sabe a qué puede parecerse esa normalidad a inicios de 2021. Una nítida victoria que devuelva a los demócratas el mando del Senado y la Casa Blanca en la misma noche electoral disiparía el miedo al caos inmediato en el país, pero no resolverá esa incertidumbre mayor.
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