En los meses previos a la jornada electoral en Estados Unidos, se predijo que Donald Trump no aceptaría los resultados si perdía, pondría en duda la legitimidad de la votación por correo y trataría de declarar su victoria antes de que se contaran todos los votos. Hasta ahora, ha hecho dos de esas tres cosas.
Estas predicciones no fueron difíciles de hacer: bastaba con tomarse en serio la palabras de Trump, que ha asegurado, sin pruebas, que las papeletas para el voto por correo se enviarían intencionadamente a los demócratas y no a los republicanos. Pasó meses deslegitimando el sistema de voto por correo, incluso tratando de quitar la financiación al Servicio Postal de los Estados Unidos en un esfuerzo por hacer descarrilar a los demócratas, habitualmente más propensos a votar por correo.
Al día siguiente de las elecciones, en una rueda de prensa desde la Casa Blanca, Trump ya ha anunciado que piensa acudir a la Corte Suprema para detener el recuento de votos. Igualmente preocupante es su temprana y falsa declaración de victoria, y su afirmación incorrecta de haber ganado en estados como Georgia y Pensilvania, en los que no había finalizado el recuento.
"This is a fraud on the American public... we were getting ready to win this election. Frankly, we did win this election"
Trump claims election victory, but with millions of uncounted votes it is too early to credibly make that claim#Election2020 https://t.co/fVQ13KG8wT pic.twitter.com/144C0V4VTz
— BBC News (World) (@BBCWorld) November 4, 2020
La declaración temprana
Si bien las maniobras de Trump son poco frecuentes en una democracia liberal, dar por bueno un resultado antes de tiempo es un sello distintivo de los regímenes no democráticos, y en particular de los presidenciales. Según mi propia investigación, una clara tendencia de los regímenes autoritarios es que utilizan las instituciones democráticas para perpetuarse en el poder, mientras ignoran a aquellos que demandan democracia desde la comunidad internacional o nacional.
Desde que terminó la guerra fría, los observadores internacionales han puesto las cosas más difíciles a los autócratas con querencia a cometer fraudes impunemente. Esto significa que los autócratas han tenido que encontrar formas alternativas de ganar las elecciones sin robarlas de manera obvia o sin cometer fraudes. Además de los trucos habituales de dañar físicamente a la oposición, controlar el discurso de los medios y colocar en las comisiones electorales a personas de su confianza, los líderes autoritarios también se apresuran a declarar la victoria una vez que se cierran las urnas.
En el caso de Turquía, Recep Tayyip Erdogan se apresuró a declararse ganador de las elecciones presidenciales de junio de 2018, incluso antes de que todos los votos fueran contados o de que los resultados fueran ratificados por la junta electoral. Erdogan representa uno de los casos más evidentes de engrandecimiento del ejecutivo y de retroceso democrático, ya que Turquía ha visto amenazadas sus libertades civiles y politizado el poder judicial.
En 2013, cuando no existía un consenso de que Venezuela era claramente autoritaria, el heredero político de Hugo Chávez, Nicolás Maduro, ganó las elecciones presidenciales por menos de dos puntos porcentuales. Maduro se apresuró a declarar la victoria, frente al clamor de la oposición, que exigió un recuento. En 2018, Maduro "ganó" por un margen mucho mayor, pero nuevamente la oposición cuestionó la validez de los resultados.
Otro ejemplo es Costa de Marfil, actualmente en medio de un turbulento ciclo electoral. Un boicot a las elecciones por parte de la oposición ha acabado dando la victoria del presidente, Alassane Ouattara, con el 94% de los votos, según los resultados provisionales anunciados el 3 de noviembre.
En 2013, fue el ex presidente marfileño, Laurent Gbagbo, quien declaró de manera controvertida una victoria anticipada con el 51% de los votos, a pesar de que los resultados anteriores apuntaban a un apoyo del 54% para Ouattara, entonces rival de la oposición. La discrepancia se debió a que el Consejo Constitucional, respaldado por Gbagbo, anuló los resultados en los bastiones de la oposición. Se desencadenó la violencia y, finalmente, Gbagbo pagó un precio por ello: fue juzgado en la Corte Penal Internacional, aunque finalmente fue absuelto.
Dominar la manipulación electoral
También ha habido muchos casos de victorias electorales anticipadas declaradas en Rusia y otros países de la ex Unión Soviética. Se trata de una región que domina el arte de la manipulación electoral y la creación de narrativas falsas sobre el nivel de apoyo de sus presidentes. En Bielorrusia, por ejemplo, Alexander Lukashenko ha tendido a declarar victorias por un amplio margen, pero en agosto de 2020 estallaron protestas cuestionando la validez del resultado.
Gobernantes de otros países también se han negado a aceptar los resultados electorales. En el caso de Gambia, el líder Yahya Jammeh no cedió después de perder por un margen estrecho las elecciones presidenciales en diciembre de 2016 ante Adama Barrow, citando "anomalías". Jammeh luego apeló a la corte suprema para que se anularan los resultados y envió soldados armados para tomar el control de la comisión electoral. Jammeh solo se rindió después de que Nigeria, Senegal y Ghana desplegaran tropas en la zona.
Algunos observadores de la política estadounidense se están preparando para los disturbios posteriores a las elecciones de 2020. Dado que Trump obtuvo una ventaja temprana muy llamativa en algunos estados clave, debido a que se contaron primero los votos en las urnas, el conflicto puede originarse sin importar quién sea el ganador.
Parte del problema es la negativa de Trump a apoyar el conteo de todos los votos, algo que es antitético a la democracia. Dado que las elecciones presidenciales suelen ser asuntos emocionales y de gran importancia, la deslegitimación del proceso de escrutinio pone a Estados Unidos en riesgo de una mayor inestabilidad en las próximas semanas, y de cuestionamientos más profundos sobre la fortaleza de su democracia frente a un líder que desafía abiertamente las normas y los procesos democráticos.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation
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