La política internacional está llena de problemas complejos sin soluciones satisfactorias. La existencia de paraísos fiscales no es uno de ellos. Aunque la elusión global de impuestos opera mediante mecanismos deliberadamente confusos, la cuestión de fondo es simple: existe un entramado de Estados y territorios con tipos impositivos mínimos, que atraen a empresas transnacionales para que declaren los beneficios obtenidos en jurisdicciones menos laxas. Estas estrategias también están al alcancen de individuos ricos, desde youtubers andorranos a los milmillonarios en Estados Unidos. Son los ganadores de una guerra fiscal en la que el rival ni siquiera comparece.
Levantar una roca de cien kilos es objetivamente sencillo; hacerlo y no romperse la espalda es difícil. Regular los paraísos fiscales plantea esta misma paradoja. Como señalan Emmanuel Saez y Gabriel Zucman en un influyente ensayo, los mismos Estados que hoy se ven perjudicados por su existencia transigieron con su creación y desarrollo. Para acotarlos debería bastar con voluntad política. Pero hasta ahora EEUU, clave para coordinar un cambio en la arquitectura fiscal internacional, no solo ha sido reticente, sino que ha remado en dirección contraria.
La cumbre del G7 celebrada entre el 11 y 13 de junio en Cornualles rectifica esta tendencia. La noticia más importante relacionada con el encuentro se produjo una semana antes, cuando los ministros de Finanzas del foro –junto a representantes del FMI, la OCDE, el Eurogrupo y el Banco Mundial– anunciaron un impuesto de sociedades global mínimo del 15%. También convinieron en dar pasos para garantizar que los beneficios de grandes multinacionales sean tasados en los países donde se generan, en vez de trasladarse a paraísos fiscales. Con la comparecencia de una administración estadounidense dispuesta a adoptar reformas se ha disipado la supuesta complejidad de este asunto, que nos emplazaba a convivir con paraísos fiscales y competir en una carrera fiscal hacia ningún lugar.
El acuerdo, aunque sea de mínimos, es relevante en un sentido más amplio. A través de él y de la puesta en escena del G7 –al que sigue una cumbre de la OTAN hoy, una cumbre EEUU-UE mañana, y una reunión con Vladímir Putin el miércoles– Joe Biden intenta trasladar a la arena internacional el cambio de paradigma económico que lleva promoviendo desde su llegada a la Casa Blanca. Cédric Durand describe este proceso como un 1979 a la inversa: "2021 será recordado como el momento en que el capitalismo global se reorganizó más allá del neoliberalismo, un cambio tectónico que afectará profundamente al terreno de lucha política". Subidas de impuestos a las rentas más altas, redistribución a favor de las clases medias y trabajadoras, políticas industriales, relocalizar cadenas de producción internacionales. Según el Financial Times, todo esto es síntoma de que la izquierda está ganando la batalla económica de las ideas, y el "Consenso de Cornualles" ha llegado para desplazar a su homólogo de Washington, que prescribía privatizaciones y libre mercado desde 1989.
¿Por qué se produce esta transformación ahora, bajo la presidencia de un demócrata conservador, de quien nadie esperaba grandes cambios? Responder a la pregunta sirve para identificar los límites de la agenda de Biden. Más que haber experimentado una conversión súbita a la izquierda, el presidente de EEUU se enfrenta a cuatro crisis tan complejas como difíciles de resolver. Las reformas económicas son su instrumento prioritario para abordarlas.
La primera crisis, tanto para EEUU como para el resto del mundo, es la de la covid-19. La situación en este frente es conocida: tras la gestión desastrosa de Trump, una campaña de vacunación eficaz está logrando que EEUU se recupere deprisa. A ello contribuye la movilización sin precedentes de recursos públicos: el volumen combinado de los estímulos aprobados en 2020 y 2021 representa el 25% del PIB estadounidense. Además de haber empujado en la dirección acertada, Biden ha tenido suerte con los tiempos y se ha podido permitir un golpe de efecto apoyando la liberalización de patentes (tras una campaña de vacunación que arrancó centrada exclusivamente en EEUU). La tarea pendiente es vacunar al resto del mundo en lo que queda de año: una inversión valorada en 50.000 millones de dólares, que rendiría 9 billones en forma de crecimiento poscovid. El G7 solo se ha comprometido a suministrar 870 millones de dosis al mundo en desarrollo en 2021: una fracción de las 11.000 millones que la OMS considera necesarias para poner fin a la pandemia.
La segunda crisis es el auge de China, fuente perenne de consternación para el establishment norteamericano de política exterior. Ni el "pivote" multilateral de Barack Obama al este de Asia ni el enfrentamiento tosco de Trump revirtieron este ascenso, de modo que Biden trata de ensayar un híbrido entre ambas estrategias. Durante el G7 ha buscado implicar a sus socios europeos –hasta ahora reticentes– en la confrontación Washington-Pekín, en vez de irritarlos con insultos y aranceles obtusos. En el vecindario de China, Biden busca marcar líneas rojas a su expansionismo territorial y marítimo. Esta rivalidad convivirá con cooperación puntual en ámbitos como la lucha contra el cambio climático o el terrorismo internacional. En este apartado, la agenda económica de Biden busca rebajar las vulnerabilidades comerciales con Pekín mediante políticas industriales que reviertan la orientación de cada vez más cadenas de producción en torno a China. También trata de publicitar las –hoy algo desvencijadas– virtudes de la economía de mercado estadounidense frente al capitalismo de Estado chino.
La estrategia parece más inteligente que las de sus predecesores. Pero la preocupación de fondo es idéntica: retener la primacía global de EEUU en un mundo que ha dejado de ser unipolar. Es un enfoque caduco, que choca con los intentos de la Unión Europea por desarrollar una acción exterior independiente. La principal baza de EEUU en esta iniciativa no serán los Estados europeos –que tienen poco que aportar y menos que ganar desplegando portaaviones en el Indo-Pacífico–, sino los desequilibrios internos de la economía china. Dicho lo cual, ni una China en recesión sería una noticia positiva para el resto del mundo, ni su sorpasso a EEUU como principal potencia económica representa una catástrofe que deba evitarse a cualquier precio. En este apartado, el G7 ha aportado un proyecto de infraestructura comercial verde para rivalizar con la Nueva Ruta de la Seda que promueve Pekín. Pero se trata de una iniciativa que –a diferencia de la china– está pendiente de detallarse, encontrar fuentes de financiación y definir su orientación estratégica. Muchos aliados de Washington no quieren apoyar un plan explícitamente anti-chino.
La tercera crisis es precisamente la del cambio climático. Aquí los esfuerzos de Biden han sido modestos. Sus programas de estímulo (para familias e infraestructuras) pretenden, entre otras cosas, descarbonizar la economía estadounidense. El volumen de la inversión –cuatro billones de dólares a lo largo de una década– no es desdeñable, pero se revela insuficiente ante la magnitud de la tarea. Supondría una movilización anual de en torno al 1,7% del PIB estadounidense, cuando se estima que, de aquí a 2030, EEUU necesita invertir entre un 3% y un 5% anual para cumplir los parámetros del Acuerdo de París. El Green New Deal del senador socialista Bernie Sanders, por poner las cosas en perspectiva, proponía movilizar 16,7 billones de dólares.
La cuarta y última crisis, que hoy ha pasado a un segundo plano, continúa siendo la más importante. Consiste en la polarización y el desafecto que han generado, entre la propia población estadounidense, cuatro décadas de políticas económicas neoliberales y de radicalización creciente del Partido Republicano. Biden pretende salir al paso de esta deriva con reformas económicas que redistribuyan riqueza entre las clases medias y trabajadoras estadounidenses. Habla de fortalecer los sindicatos y poner límites a Wall Street y las compañías del Fortune 500 (el equivalente estadounidense al IBEX35). Sus asesores, y en especial el economista Brian Deese, parecen haber absorbido las propuestas de pensadores como Martin Sandbu, Mark Blyth y Eric Lonergan, que proponen reformas económicas ambiciosas –pero compatibles con el capitalismo liberal– para atajar el malestar político que generan las sociedades y economías contemporáneas.
El problema es que todo esto es, de momento, un desiderátum. Y que la derecha estadounidense está volcada en restringir el derecho al voto de electorados progresistas en los estados y municipios que gobierna. Un proceso que, según denuncia un manifiesto reciente firmado por cien académicos estadounidenses, está convirtiendo regiones enteras de EEUU en "sistemas políticos que ya no alcanzan las condiciones mínimas para organizar elecciones libres y limpias". Esa política de tierra quemada, unida a la negativa a colaborar en el legislativo estadounidense (donde las mayorías del Partido Demócrata son frágiles), amenaza con impedir que la agenda de Biden despegue en primer lugar. Una situación que agravaría el resto de crisis, garantizando un panorama sombrío para los demócratas en las elecciones legislativas de 2022.
En última instancia, esta amenaza pone de manifiesto dos tendencias que resuenan más allá de EEUU. La primera es que el proyecto de muchas derechas radicales, por más que se presente como iconoclasta, pasa por restringir el derecho al voto para ser capaz de ganar elecciones. Es una rebelión de las élites antes que de las masas. El segundo es que la radicalización política, por más que se achaque a la "injerencia" de actores externos, es ante todo un fenómeno de cosecha propia, tanto en aquella orilla del Atlántico como en la nuestra. Confrontar con China y Rusia no estabilizará la política interna norteamericana.
Biden ha comenzado a levantar una roca de 100 kilos. Ha escogido las herramientas acertadas, pero su tarea parece un trabajo de Sísifo. El esfuerzo realizado hasta ahora es tan notable como insuficiente.
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