"Pra frente, Brasil". Pegado a su radio de pilas, el dictador brasileño Emílio Garrastazu Médici descubrió el poder del fútbol como factor de alienación y arma propagandística de su régimen autoritario. El Mundial de 1970 celebrado en México fue paradigmático. Aquella selección brasileña en la que deslumbraba Pelé ganó el campeonato para mayor gloria de Médici, quien recibió a los jugadores en una ceremonia televisada. La represión contra la disidencia de izquierdas arreciaba, pero medio país suspiraba por el lema de apoyo a la canarinha: "Pra frente, Brasil". Gran admirador de aquel espadón, el presidente Jair Bolsonaro acoge ahora en Brasil una Copa América que ningún otro país sudamericano ha querido organizar debido al agravamiento de la crisis sanitaria. Un torneo que se celebra sobre la tumba de los 500.000 brasileños muertos por la pandemia.
La jugada de Bolsonaro es arriesgada. Si Brasil gana la Copa, seguramente se dará un baño de masas. De no ser así, las protestas podrían mermar su ya resentida popularidad (por debajo del 25%). Colombia y Argentina rechazaron a última hora hacerse cargo del campeonato por los estragos del coronavirus, aunque en el caso de Colombia pesó sobre todo la grave crisis social que atraviesa. La Conmebol (entidad que agrupa a las federaciones de fútbol sudamericano y que tiene un pasado marcado por la corrupción) vio en Bolsonaro al socio perfecto para que el negocio del fútbol no se detuviera pese a los muertos.
Bolsonaro, ex capitán de paracaidistas del Ejército, ha encontrado en la Copa América otra manera más de identificarse con los militares que acabaron con el proyecto progresista de João Goulart y sometieron a Brasil a una dictadura durante dos décadas (1964-1985). El uso político del fútbol por parte del mandatario coincide con una profundización de su deriva autoritaria. Su gusto por la estética fascista ha quedado reflejado una vez más en un desfile motorizado que recorrió las calles de Sao Paulo la semana pasada. Como Mussolini, Bolsonaro siente debilidad por las motos y las marchas paramilitares. Sus camisas negras son los miembros de las denominadas milicias, bandas de policías y militares retirados o en activo, vigilantes de seguridad y civiles fogueados en la lucha contra los traficantes de droga en las favelas, donde imponen su ley con medidas extorsivas contra los pobladores.
Bolsonaro y su escuadrón motorizado evocan a las marchas de la Italia fascista en los años 20 y 30 del siglo pasado. La militarización de la sociedad y el desprecio por los antagonistas políticos son rasgos comunes de Mussolini y su epígono brasileño. Pero Bolsonaro no es un fascista en sentido estricto. Su idea del Estado es otra. El neoliberalismo ha arraigado en todo el mundo y la ultraderecha populista lo ha asumido como propio. Brasil no es una excepción. Al Palacio del Planalto sigue acudiendo la flor y nata del empresariado. Y las grandes compañías agroganaderas y madereras depredan la Amazonia con el beneplácito de Brasilia.
Neofacismo, populismo de ultraderecha, nacionalismo militarista... No importan los apelativos. Bolsonaro ha diseñado un marco antidemocrático en el que se mueve como pez en el agua. Arropado por un sector de las Fuerzas Armadas (cuenta con varios generales en su gobierno), no le tiembla la voz al hablar del Ejército como estamento con capacidad para decidir si debe haber democracia o no en el país. Su nuevo ministro de Defensa, Walter Braga Netto, no ha tardado en reivindicar el golpe de Estado de marzo de 1964.
Su nefasta gestión de la pandemia, sin embargo, ha abierto fisuras en las filas castrenses. Algunos oficiales están descontentos con la estrategia negacionista del presidente. La inmunidad de rebaño que ha defendido Bolsonaro para combatir al coronavirus ha sembrado el país de cadáveres: 500.000 muertos se apilan ya en los cementerios. Junto a Perú, Brasil ofrece las peores estadísticas de la región. Y el virus se ha cebado sobre todo con los más vulnerables.
Inmune a las críticas, Bolsonaro no se arredra. Ya ha anunciado otro desfile motociclista en el estado de Santa Catarina para finales de mes, y tampoco parece preocupado por las manifestaciones organizadas por la oposición este fin de semana a lo largo y ancho del país. Como Trump, se vale de las redes para expandir los bulos y desinformaciones que pergeña su círculo más íntimo, una suerte de gobierno paralelo.
El temor a un autogolpe de Bolsonaro es creciente. Chico Buarque, poeta y leyenda viva de la música popular brasileña, lo ha expresado sin tapujos en una reciente entrevista en el canal progresista TV 247. Buarque relacionó al gobierno de Bolsonaro con los años de la dictadura: "Debemos recordar que el momento actual, con un golpe anunciándose todo el tiempo, es consecuencia de aquel tiempo. Están instalando eso, anunciando un posible fraude en las elecciones; están preparándose para el golpe (...) El peligro es real. Él (Bolsonaro) tiene ese pensamiento fascista o nazi. Fue elegido defendiendo la tortura y diciendo que era preciso matar por lo menos a 30.000 personas".
Jair Messias Bolsonaro ganó las elecciones presidenciales en octubre de 2018 con el 55% de los votos en segunda vuelta. Unos meses antes, su candidatura, bajo el paraguas del Partido Social Liberal, no era todavía la favorita. A la cabeza de todas las encuestas figuraba el expresidente izquierdista Luíz Inácio Lula da Silva. Y entonces ocurrió algo que cambió el tablero político de Brasil. El lawfare (la guerra jurídica) entró en acción. La historia es conocida. A Lula se le sometió a un proceso judicial exprés por presunta corrupción. Fue declarado culpable, inhabilitado como candidato y enviado a prisión. Solo ahora, tres años después, el Tribunal Supremo ha anulado esa sentencia. En 2018 fueron determinantes las amenazas nada veladas del entonces jefe del Ejército, Eduardo Villas-Bôas, al máximo tribunal mostrando la extrema preocupación con que las Fuerzas Armadas verían una sentencia favorable a Lula.
Aupado por los grandes medios de comunicación y el influyente lobby político-religioso de las iglesias evangélicas, Bolsonaro consiguió llegar al corazón de millones de brasileños por la gracia de una deidad muy terrenal: WhatsApp. El clima político llevaba un tiempo enrarecido. Dilma Rousseff, presidenta constitucional, había sido víctima de un golpe parlamentario en toda regla: un impeachment por supuestas desviaciones presupuestarias. Su sucesor, el derechista Michel Temer, acabó el mandato entre acusaciones de corrupción y con una popularidad del 3%. La militarización ya estaba en marcha. No era posible caminar por las calles de Río de Janeiro en 2018 sin toparse con caravanas de tanquetas enviadas a pacificar las favelas. En esas mismas calles, la clase media se deshacía en elogios hacia Bolsonaro. El relato del hombre impoluto que haría frente a Lula y los "ladrones" del PT (Partido de los Trabajadores) inundaba las redes. Un mensaje que calaba también en las capas bajas de la sociedad. Más de 57 millones de brasileños creyeron a pies juntillas lo que escuchaban en televisión o leían en sus móviles y votaron a Bolsonaro. ¿Había entonces 57 millones de neofascistas en Brasil? Obviamente, no. La mayoría de sus 214 millones de habitantes son pobres, más cercanos al discurso social del PT. Pero el poder taumatúrgico del relato no parece tener límites.
Hace tres años triunfó el lema propagandístico de evitar la vuelta al poder de los "ladrones" del PT (en cuyas filas hay corruptos, como en el resto de partidos brasileños, ni más ni menos). En 2022, si las urnas no le son favorables a Bolsonaro y Lula gana las elecciones (hoy lidera las encuestas), es muy probable que el mantra del fraude electoral recorra los teléfonos móviles de millones de brasileños. Será el momento de comprobar si las Fuerzas Armadas (cuya antipatía por el PT es manifiesta) respetan el orden constitucional o le siguen el juego al emulador latinoamericano del Duce.
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