"Sin embargo, estoy segura de que mis nietos, todos los nietos de los eternamente exiliados, valorarán al crecer lo que de bueno les han legado sus raíces; todo lo que en nuestra civilización hay de positivo y humano, y espero que no hereden los que nos ha llevado a la intolerancia e intransigencia, fuente de todas nuestras desdichas".
En estas sencillas pero profundas palabras de Carmen Parga se nos revela el sentido último de las memorias de una mujer recién descubierta para mí, una de esas muchas voces del exilio, de la España perdida y de la desmemoriada, que apenas han ocupado un lugar en las bibliotecas. Las invisibles en los libros de texto, en nuestra memoria sentimental, en el relato de un país con tanta frecuencia desnortado. Gracias a la admirable labor que realiza la editorial Renacimiento, estamos recuperando esta parte de todavía negada de nuestra historia. Y no solo en cuanto que tiene que ver con un momento que tanto se han empeñado algunos nublar con la equidistancia, sino también porque son, como en este caso, mujeres las que toman la palabra. En el caso de Parga, desde su vivencia apegada a la vida, y no por ella menos política, de todo lo que supuso la guerra, el exilio y también, la deriva de una ideología, el comunismo, que acabó negando libertades esenciales. "¡A qué extremos de crueldad podía llegar Stalin y a qué extremos de sumisión podían llegar los comunistas!", escribe dolida Carmen.
La historia de esta coruñesa que murió en México en 2004, que estudió Filosofía durante la República, que fue militante de las Juventudes comunistas, que fue una apasionada del deporte ("También en eso la República nos liberó, sobre todo a las mujeres que piernas al aire, empezamos a correr y disfrutar del esfuerzo sano y divertido"), y que vivió parte de su exilio en la Unión Soviética, no está escrita con minúsculas, como pudiera pensarse al tener presente la mirada que le hace detenerse en lo que los hombres no ven, sino que justamente por eso está hecha desde el corazón de la dignidad. El que tiene que ver con las injusticias cotidianas, con el dolor humano que no necesita de apellidos, con el diario discurrir de las emociones y los vínculos. En fin, la vida. La mayor mayúscula posible.
Un relato que por tanto es radicalmente político, y lo es en un doble sentido: en el que con insistencia reclama el feminismo –lo personal es político– pero también en el que la propia Carmen encarna desde su compromiso de mujer de izquierdas. La lectura de Antes que sea tarde acaba siendo no solo el reverso de Testimonio de dos guerras, la obra que escribió su marido, Manuel Tagüeña, sino que es por sí sola, sin necesidad de convertirse en un apéndice, un ejercicio de reconciliación con el pasado robado, con las ideas y las emociones exiliadas, con la experiencia de un mujer que, sin renunciar al sentido del humor, hace nuestras las empinadas cuestas que tuvo que subir y las heridas que tanta sinrazón fue dejando en su espíritu de amazona. Su objetivo, tal y como ella confiesa al principio de la obra, "es recordar a mis nietos y en general a las nuevas generaciones las desgracias, calamidades y tragedias que pueden provocar la irracionalidad y el fanatismo". De esta manera, sus palabras cobran hoy, en este siglo XXI de tanta reacción antidemocrática, un vigor inesperado, y acaban convirtiéndose en una llamada de atención que tiene que ver con ese no por repetido menos cierto dicho que nos llama a conocer el pasado para no repetir sus errores.
Antes que sea tarde, Carmen Parga se pone a escribir en México y nos va narrando, como quien va sacando hilos de diferentes colores de una vieja caja de costura, cómo perdió la guerra, cómo sufrió fríos y kilómetros, como, pese a tanta piedra, nunca abandonó su empeño de seguir caminando. Con una mirada lúcida y no exenta de autocrítica, nos cuenta el fracaso de la República, las conquistas de derechos apenas iniciadas, la crueldad de la guerra y el largo invierno del exilio. Y también, como no podía ser menos, la utopía posible que para ella siempre representó el comunismo, de tal manera que incluso, al final, después de tanta decepción vivida, advierte rotunda: "No creo que nadie piense que la actual jornada de trabajo, las vacaciones pagadas, el seguro de enfermedad, los aguinaldos, las compensaciones en caso de despido, etc., han salido espontáneamente del buen corazón de los capitalistas".
Solo desde este compromiso es posible, pese a todo lo vivido y sufrido, mantener, como Carmen Parga lo hace, una actitud optimista. De ahí la importancia de tener, como un tesoro, que en una democracia debería tener la cobertura jurídica de los derechos, su memoria de mujer hacedora, autónoma y fiel a sí misma. La que termina sus memorias apelando a la verdad revolucionaria de la que hablaba Gramsci. La que acaba sus días siendo tan rebelde como cuando se afilió a un partido con la esperanza – ay, siempre la esperanza, la esperanza de la Zambrano – de "un mundo en el que una política inteligente, una economía más justa y mejor repartida y una auténtica preocupación por la humanidad traigan bienestar para todos". Un mundo en el que la filosofía levante el vuelo y en el que una ética transformadora nos permita sentar las bases de otro contrato social en el que la compasión sea sustituida por la justicia social. Sin más dioses públicos que los que representan los valores éticos compartidos. En fin, el sueño laico de una republicana cuya voz, en este siglo XXI de desigualdad creciente, nos reconcilia con el valor de la memoria y con la necesidad que tenemos de que ellas, las idénticas, las invisibles, las olvidadas, ocupen el lugar que democráticamente les corresponde en las bibliotecas, en los gobiernos y en los espejos en que nos miramos. Todas y todos, bendita ciudadanía, nietas y nietos de mujeres como Carmen Parga.
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