Otras miradas

Baja política de altos vuelos

Pablo Muñoz Nieto

Ecologistas en Acción

Vista del Aeropuerto Josep Tarradellas Barcelona-El Prat, cerca del espacio protegido natural de La Ricarda, un antiguo brazo de río abandonado. E.P./David Zorrakino
Vista del Aeropuerto Josep Tarradellas Barcelona-El Prat, cerca del espacio protegido natural de La Ricarda, un antiguo brazo de río abandonado. E.P./David Zorrakino

Era cuestión de tiempo, pero la espera acabó. La campaña de presión mediática e institucional ejercida por Aena para conseguir el apoyo a sus proyectos de ampliación de aeropuertos ha dado sus frutos. El anuncio el pasado lunes, tras la celebración de una reunión secreta entre el Ministerio de Transporte y la Generalitat de Catalunya, del acuerdo para ampliar el aeropuerto de Barcelona confirmaba nuestros peores presagios: para nuestro Gobierno, por muy verde que se pinte, el interés general y la defensa del planeta siguen siendo secundarios.

Porque los faraónicos proyectos de aumento de capacidad de los aeropuertos de Madrid y Barcelona (no son los únicos previstos en la geografía española) no solo saldrán caros al bolsillo del contribuyente (nos costarán a todas unos 3.300 millones de euros). También tendrán un impacto muy negativo desde una perspectiva ambiental y social, por diferentes razones.

En primer lugar, conviene recordar que la aviación constituye, con gran diferencia, el medio de transporte que genera más emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) por pasajero transportado. En 2019, el aeropuerto de El Prat generó 8,4 millones de toneladas de CO2, más del doble de todas las emisiones derivadas del consumo de energía de la ciudad. Teniendo en cuenta la ampliación de capacidad prevista (de 55 a 70 millones de pasajeros al año), las emisiones podrían llegar a aumentar como mínimo un 33% según un Informe reciente de la Agencia de Desarrollo Urbano de Barcelona. De igual manera, el aumento de la capacidad de Madrid-Barajas (de 70 a 80 millones) supondría un aumento exponencial de las emisiones. Algo manifiestamente contrario tanto a la legislación ambiental como a los planes de reducción de emisiones que las instituciones locales, autonómicas, estatales y de ámbito europeo han aprobado en los últimos años. Algunas de ellas, como los ayuntamientos de El Prat de Llobregat y Barcelona, la Generalitat de Catalunya, el Gobierno de España y el Parlamento Europeo incluso han declarado la emergencia climática.

Por otro lado, la ampliación de infraestructuras aeroportuarias incide muy negativamente en los ecosistemas y la fauna del entorno. Esto es especialmente preocupante en el caso de Barcelona-El Prat, ya que la ampliación del aeropuerto está prevista en la zona de La Ricarda, un espacio protegido por la Red Natura 2000. La ampliación de la tercera pista pondría, además, en peligro el sistema de acuíferos que garantiza el consumo de agua potable del área metropolitana y el buen estado de los espacios naturales y agrarios del Delta del Llobregat. Cabe recordar, además, que el pasado mes de febrero la Comisión Europea abrió un procedimiento contra el Estado español por la negligencia en la protección del delta, y ha pedido explicaciones tanto al Gobierno como a la Generalitat sobre las acciones que están desarrollando para preservar la zona.

Y es que, a pesar de las rimbombantes y falaces promesas de Maurici Lucena, el presidente y consejero delegado de Aena, sobre sus planes de protección de la zona, resulta bochornoso constatar cómo, a día de hoy, el gestor aeroportuario todavía no ha cumplido con las acciones de compensación ambiental comprometidas en la anterior ampliación del aeropuerto, fijadas en la declaración de impacto ambiental de 1998. Y las vuelve a presentar como si fueran nuevas en esta nueva ampliación, afectando al espacio agrícola y evadiendo otros impactos como el aumento de emisiones.

Por último, aunque no menos importante, resulta necesario visibilizar los importantes impactos negativos del tráfico aéreo en la calidad del aire y la contaminación acústica de las zonas cercanas a los aeropuertos. Los motores de los aviones son fuente de partículas ultrafinas y hollín, por un lado, y de enormes niveles de ruido, por otro, que generan enfermedades cardiovasculares, discapacidades auditivas, alteraciones del sueño o deterioro del rendimiento cognitivo, entre otras patologías. Todo esto ya ha sido demostrado por numerosos estudios, y es sufrido a diario por la población de localidades como San Fernando de Henares, Algete, Paracuellos, Castelldefels, Sant Boi de Llobregat o Gavà (del que la actual Ministra de Transporte fue alcaldesa), por citar solo algunas.

En este sentido, la ampliación de la capacidad de los aeropuertos, ya sea ampliando infraestructuras o modificando la regulación sobre el tráfico aéreo (como es el caso en Madrid), tendrá como consecuencia directa el aumento de este tipo de impactos negativos que inciden directamente en la salud y la calidad de vida de decenas de miles de personas.

En el escenario de crisis de la aviación, energética y contracción económica en el que nos encontramos, resulta imprescindible transitar hacia políticas de transporte y movilidad que prioricen los medios de transporte más eficientes energéticamente y con menores emisiones. Todo ello, priorizando inversiones públicas encaminadas a satisfacer las necesidades de movilidad del conjunto de la población, y no la rentabilidad económica de unos pocos operadores económicos.

Cada vez resulta más patente el descontento de la sociedad ante la falta de ambición climática y ambiental de nuestros gobiernos. Y el hartazgo frente a su discurso falaz y vacío en materia de sostenibilidad, del que las declaraciones de la ministra de Política Territorial, Isabel Rodríguez García, fueron un claro ejemplo considerado insultante por numerosas personas y organizaciones. Cientos de colectivos vecinales, sociales y ecologistas ya hemos mostrado en repetidas ocasiones nuestra oposición a estos proyectos. Y lo seguiremos haciendo, también en las calles: próxima cita, el 19 de septiembre.

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