Otras miradas

La dañina tontería de no gobernar en una pandemia

 Pedro Gullón

Profesor ayudante doctor en salud pública, Universidad de Alcalá. Coautor de 'Epidemiocracia'

Javier Padilla

Médico de Atención Primaria. Diputado de Más Madrid en la Asamblea. Coautor de 'Epidemiocracia'

La dañina tontería de no gobernar en una pandemia
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se quita la mascarilla durante la Conferencia de Presidentes extraordinaria celebrada en el Senado, a 22 de diciembre de 2021, en Madrid, (España).- EUROPA PRESS

Creíamos que solo había algo peor que no hacer nada en momentos de crisis: hacer cosas que no sirven para nada. Sin embargo, en las últimas horas hemos descubierto que sí hay algo peor: no hacer nada y que parezca que has hecho algo que no sirve para nada. Tras casi dos años de pandemia, seguimos teniendo una pulsión por lo inútil que solo se explica en base a dos motivos: I) son medidas con bajo coste a corto plazo y II) ya-lo-hemos-hecho-antes.

Tras una semana en la que iba creciendo día a día el número de presidentes autonómicos que pedían la obligatoriedad del uso de mascarilla en exteriores, como forma de no tomar ninguna medida de mayor calado (de mayor complejidad y efectividad) en sus comunidades, hemos visto como la Conferencia de Presidentes y Presidentas acordaba unas medidas que incluían la ya mencionada.

A los presidentes que la reclamaban ahora les parece escasa porque no les gusta que el Gobierno central haga lo mismo que hacían ellos (pedir medidas inútiles para no asumir la carga de las medidas útiles pero complejas). A gran parte de la sociedad, en general, la medida le parece dañina, inútil o, en el mejor de los casos, innecesaria.

Sobre la obligatoriedad del uso de mascarilla en exteriores no vamos a decir demasiado, especialmente cuando no está claro si se va a llevar a cabo o solo andaban disparando con fogueo (al propio pie, por cierto). Esta medida ya ha sido criticada por toda la comunidad científica desde su primera implantación en el verano de 2020. Las mascarillas no son armas mágicas que sirven para solucionar una pandemia, son herramientas que nos pueden ayudar a reducir el riesgo de contagio en los lugares que más riesgo tienen.

Por eso, su uso se debe considerar prioritario en espacios cerrados, mal ventilados y donde se juntan muchas personas, insistiendo en su recambio periódico y en su ajuste adecuado. Más allá de eso, su utilidad es nula. Promover la mascarilla en exteriores como obligatoria supone retornar a usarla mientras paseamos en el parque, y quitárnosla al entrar al bar. Habrá quien diga que no es la medida estrella o incluso que apenas va a cambiar nada respecto a la redacción normativa actual, pero tras 21 meses de pandemia, el ánimo social no va a hacer un análisis de beneficios y costes de cada medida con grandes matices, sino que va a señalar a aquella que más impacto cotidiano va a traer sobre sus vidas.

Más allá de la mascarilla en exteriores, el problema es el desierto que queda tras la Conferencia de Presidentes y Presidentas. Medidas vagas, cuando no contradictorias, con el sentir general (¿de verdad vamos a habilitar a médicos jubilados para trabajar mientras la mayoría de las Comunidades Autónomas están despidiendo a médicos y médicas jóvenes?), que comparten una característica común: tener poco o nulo coste político. Sin embargo, hay dos costes políticos que se escapan al cálculo de esas medidas: el coste de no actuar y la sensación de que las únicas ideas de peso que tienes son impopulares, inútiles y desprovistas de todo aval científico.

Las medidas inútiles son perjudiciales (porque sustituyen a medidas más importantes), desmotivadoras, e irrespetuosas con el cumplimiento que la población española ha hecho con las restricciones de los últimos dos años. Las medidas que son percibidas como absurdas minan la credibilidad de las instituciones públicas y dan alas a la antipolítica del yo frente a la política del nosotros.

La sexta ola es la ola de la sensación de abandono institucional, del sálvese quien pueda y de la incomparecencia de los poderes públicos que tan claramente Isabel Díaz Ayuso ha cristalizado en la reapropiación de un término: autocuidados. Gobierne quien gobierne, aumenta la sensación de que la gestión de la pandemia depende de uno mismo. Una huida hacia delante donde uno se protege (decide o no si ir a los lugares), se diagnostica (consigue un test), rastrea a sus contactos (ante la falta de refuerzo de los servicios de epidemiología) o se aísla (si la Atención Primaria está saturada y no pueden darte la baja) individualmente. Evidentemente esa gestión individual (con el eufemismo de "autocuidado") de la pandemia solo está permitida para quien puede, por lo que la gestión individual de la pandemia lo que hace es incrementar las desigualdades ya existentes.

En diciembre de 2021, la covid-19 mata mucho menos de lo que mataba hace un año, y esto es así gracias a la vacunación. Por lo tanto, las medidas que se tomen para frenar su transmisión tienen que basarse en que la pandemia de covid-19 no es la misma en 2022 que en 2020, incluso a pesar de las nuevas variantes que ahora están entre nosotros.

Con una enfermedad menos grave, hay que abandonar en lo posible las restricciones y abrazar las acciones. Hacer un despliegue de medidas de salud pública encaminadas a garantizar que la gente pueda cuidarse gracias a que las instituciones la cuidan. La responsabilidad institucional como marco de posibilidad y legitimidad para la responsabilidad individual, no el sálvese quien pueda en un marco de incomparecencia de las instituciones.

Podríamos enumerar un buen número de medidas de esas que podrían haber salido de la Conferencia de Presidentes y Presidentas, pero vamos a señalar tres que son especialmente efectivas, mínimamente disruptivas y que sirven para abordar la covid-19 en 2022, y el equivalente en pandemia de infección respiratoria que tengamos en 2028. Todas ellas tienen un factor común: medidas de salud pública (más allá de las imprescindibles vacunas) para disminuir los contactos de alto riesgo a base de generar entornos seguros y condiciones de cuidado.

La primera de esas medidas es el teletrabajo allí donde se pueda; en las últimas semanas hemos vuelto a vivir una realidad que no recordábamos desde el año 2019; un compañero/a de trabajo llega con síntomas catarrales, y a los 5 días el resto cae. Y es que hemos vuelto a niveles de presencialidad casi pre-pandémicos, y por eso, conocemos poca gente que no haya vivido de cerca un brote laboral por COVID-19 estas últimas semanas. El teletrabajo se ha mostrado efectivo en reducir los brotes laborales y los relacionados con la movilidad. Además, sus efectos económicos son mucho más bajos que otras restricciones realizadas en el pasado. Por ello, proponemos que se implante el teletrabajo para aquellos trabajos en los que se pueda hasta finales de enero.

El segundo aspecto importante está relacionado con la ventilación de interiores. No todas las actividades pueden realizarse de manera virtual, de tal manera que tenemos que crear espacios más seguros. Una manera de crear espacios (interiores) seguros, sumada a la mascarilla, es aumentando la ventilación. Rafa Cofiño, director general de Salud Pública de Asturias, se refería a la ventilación como "el pasaporte COVID-19 de Asturias". Exigir niveles de ventilación en espacios cerrados, y conceder ayudas a aquellos que no puedan cumplirlos, protege tanto a las personas trabajadoras como a aquellas usuarias de estos espacios.

Por último, uno de esos problemas heredados de la vida pre-pandémica y que ha impactado sobre nuestras necesidades actuales: las bajas, los permisos, los cuidados. A nadie se le escapa que una de las limitaciones principales para que una persona contagiada no contagie al resto es la dificultad de conseguir una baja laboral en un contexto de colapso del sistema (y la intransigencia empresarial que hace que esto sea un problema). Hay países como Reino Unido donde el trabajador puede autojustificar una ausencia por enfermedad de hasta 28 días (lo han ampliado recientemente por la situación de emergencia pandémica); hay que copiar aquellas medidas que funcionan, alivian al sistema y facilitan que la gente pueda hacer aquello que es socialmente deseable: aislarse.

Este cuidado de uno mismo no se puede llevar a cabo si no eres independiente para ello; tal es el caso de menores y mayores dependientes. Por ello, es el momento de tratar de sanar una de las grandes heridas de la pandemia: el olvido de los niños y los mayores dependientes. La aprobación de una prestación ligada al cuidado de estas personas es fundamental, y sería un derecho clave para abrir brecha en un ámbito central que ampliar en la cotidianidad post-pandémica.

Gobernar con medidas del pasado es cómodo. En la pandemia, el pasado pueden ser medidas inútiles que nos parecieron adecuadas para una pandemia que ya no es la que tenemos, en una sociedad que no es la de ahora y cuando carecíamos de otras herramientas de las que ahora disfrutamos. Es la hora de mirar hacia delante, de cambiar de fase e ir dando los pasos para cuidarnos en el ahora preparándonos para el devenir futuro de la pandemia. No es solo un tema de salud, lo es también de cohesión social.

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