Otras miradas

Armas biológicas, un peligro que no se quiere combatir

Nazanin Armanian

Pedro López López

Armas biológicas, un peligro que no se quiere combatir
Un perro callejero camina en una escuela destruida en la aldea de Vilkhivka, cerca de Kharkiv, el 25 de mayo de 2022, en medio de la invasión rusa de Ucrania. SERGEY BOBOK / AFP

Durante la llamada por Putin "Operación militar especial", las fuerzas rusas manifiestan haber descubierto pruebas que demostrarían que el Ministerio de Salud de Ucrania estaría empeñado en una limpieza de emergencia con la tarea de llevar a cabo una destrucción completa de bioagentes; también manifiestan haber descubierto documentos semidestruidos relacionados con una operación secreta de Estados Unidos en laboratorios en Kharkiv y Poltava, insistiendo en el carácter altamente militarizado de los biolaboratorios ucranianos y en un exceso de patógenos.

A este respecto, China ha solicitado una investigación internacional sobre las actividades biológicas militares en Ucrania. Ucrania, por su parte, insiste en que las instalaciones  eran civiles y se dedicaban a la salud pública, y que por las indicaciones de la OMS destruyeron cualquier agente altamente peligroso para evitar el riesgo de brotes en caso de que algún laboratorio sea golpeado por las fuerzas rusas.

Mientras, las respuestas de Washington solo aumentan la preocupación y sospechas. La subsecretaria de Estado, Victoria Nuland, reconoce la existencia de biolaboratorios secretos estadounidenses en Ucrania, así como haber recomendado destruir las pruebas antes de que cayeran en manos rusas ("Estamos trabajando con los ucranianos sobre cómo pueden evitar que cualquiera de esos materiales de investigación caiga en manos de las fuerzas rusas", ha declarado). Por supuesto, no falta la acusación a la otra parte; así, la embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Linda Thomas-Greenfield, acusa a Rusia de buscar un pretexto para lanzar su propio ataque con armas biológicas contra Ucrania.

La guerra biológica, o guerra de gérmenes, es el uso de toxinas biológicas o agentes infecciosos como bacterias, virus, insectos y hongos con la intención de matar, dañar o incapacitar a humanos, animales o plantas como un acto de guerra.

Pasaron muchos siglos hasta que a algún mando militar se le ocurrió utilizar dardos envenenados para matar con sufrimiento a las tropas enemigas; más tarde, se perfeccionaron las armas enviando a los enfermos de tularemia a tierras enemigas, se envenenaron los pozos enemigos con el hongo cornezuelo de centeno o a los caballos del adversario. Ya más cerca de nuestros tiempos, se le ocurrió al comandante en jefe de las fuerzas británicas en América del Norte, Sir Jeffrey Amherst, enviar viruela a las "tribus de indios descontentas", aunque ha sido el ántrax el bioarma más utilizado desde el inicio del siglo XX.

Durante la Primera Guerra Mundial, Alemania usó ántrax y muermo para enfermar a los caballos de las tropas de Estados Unidos y Francia, y los franceses infectaron a los pobres animales de la caballería alemana con burkholderia. El Protocolo de Ginebra de 1925 prohíbe el uso, pero no la posesión, el desarrollo y almacenamiento de armas biológicas y químicas. Además, los estados podrían recurrir a estas armas como represalia a un bioataque.

El ejército imperial japonés produjo armas biológicas y las usó contra soldados y civiles chinos  durante las Segunda Guerra: bombardeó Ning-Bó con bombas llenas de pulgas que transportaron la peste bubónica. Reino Unido hizo lo mismo probando tularemia, ántrax, brucelosis y botulismo en la isla Gruinard de Escocia.

Las bioguerras de Estados Unidos

A pesar de que Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Soviética firmaron la Convención sobre Armas Biológicas en 1972, que prohíbe el desarrollo, la producción, la adquisición, la transferencia, el almacenamiento y el uso de armas biológicas, continuaron con sus proyectos, aunque el país norteamericano es el único en utilizarlas de forma masiva, tanto contra su propia población como contra otras naciones.

Entre el 20 y el 27 de septiembre de 1950, en la llamada Operación Sea-Spray, la Marina estadounidense lanzó, desde mangueras gigantes a bordo de un dragaminas, una fuerte dosis de bacterias Serratia Marcescens  y Bacillus Globigii en forma de nube, sobre 800.000 habitantes de la bahía de San Francisco, con el objetivo de monitorear la vulnerabilidad de una gran urbe a un ataque biológico, su huella sobre el medio ambiente y la forma adecuada de detenerlo. Se trata de uno de los mayores experimentos con armas bacteriológicas de la historia, y se supo en 1976 por una investigación del diario Longday Newsday. En otra Operación, la Big Buzz (1955), el Pentágono produjo un millón de mosquitos A. Aegupti y colocó 300 mil de ellos en municiones para lanzarlos desde aviones al estado de Georgia, en busca de la sangre humana.

Y las "operaciones" continuaron: Bajo la clave de la operación Ranch Hand (1962-1971), lanzada contra Vietnam, Estados Unidos utilizó bioherbicidas y micoherbicidas (agente naranja) para destruir bosques y cultivos del país asiático, dejando a su paso tres millones de muertos y medio millón de niños nacidos con malformaciones congénitas. Bajo la presión de la opinión pública, Nixon prohibió en 1969 las investigaciones de dichas armas para su uso ofensivo, aunque no defensivo.

Pero quizás ninguna de estas armas pueden ser tan baratas como lo que ha ido viniendo después. Tras décadas de investigación, han llegado a la conclusión de que se podrá matar a 600.000 personas por solo 0.29 dólares de coste por cabeza, aunque el afán de las compañías de armas no es matar a más gente, sino ganar más dinero: mejor una mini bomba nuclear de 16 kilos que cuesta 10 millones de dólares. Según Newsweek, la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa (DARPA) de Estados Unidos está creando una nueva clase de armas biológicas que se enviarían a través de insectos infectados con virus: la guerra entomológica (de insectos).

Según China, Estados Unidos, que insiste en la destrucción de estas armas químicas y biológicas de otros países, es el único país que las posee y se niega a destruir las propias.

En 1982, el ejército de estadounidense realizó un experimento con las moscas de la arena para que portasen el virus del dengue, el zika, el chikungunya y la encefalitis equina oriental; obviamente, no se trata precisamente de un arma "defensiva".

Y mientras en 2002 acusaba a Irak de la tenencia de armas químicas y bacteriológicas como ántrax, ocultaba al mundo que los sobres con esporas de esta bacteria y destinatarios civiles estadounidenses se echaban en el buzón desde el propio suelo de Estados Unidos (laboratorio bioterrorista de la base militar de Fort Detrick) por un militar compatriota llamado Bruce Ivins. Años después, en 2015, un laboratorio estadounidense en Utah había enviado "por error" muestras de ántrax vivo a una de sus bases militares en Corea del Sur.

Después de la muerte masiva de ganado por una enfermedad extraña cerca del laboratorio del Pentágono en Alma-Ata, Kazajistán, en julio de 2021, los partidos socialistas y comunistas de Kazajstán, Georgia, Letonia y Pakistán exigieron el cierre de los laboratorios biológicos militares de Estados Unidos en Asia Central, certificando las actividades criminales de los biolaboratorios militares.

La peligrosidad del ántrax  es tal que durante  un incidente en Sverdlovsk, Unión Soviética, al liberarse  accidentalmente esporas de ántrax de una instalación militar el 2 de abril de 1979, murieron un centenar de personas. Este accidente se denominó "el Chernóbil biológico"

¿Cómo protegernos de este tipo de armas y de investigación destinada no a objetivos militares legítimos, sino a población civil y a causar daños innecesarios desde el punto de vista militar? El sistema de protección de los derechos humanos, una arquitectura construida a lo largo de muchos decenios, prevé instrumentos que en caso de funcionar con efectividad evitarían la mayoría de los conflictos internacionales, y en particular los conflictos bélicos, verdadera finalidad de la creación de las Naciones Unidas ("Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra...", dice la primera frase de la Carta de las Naciones Unidas). Los tres pilares de la protección de los derechos humanos -El Derecho Internacional de los Derechos Humanos, el Derecho Penal Internacional y el Derecho Internacional Humanitario- han surgido tras un largo proceso en el que han intervenido juristas de extraordinario prestigio y méritos: Desde Lemkin y Lauterpacht para idear los crímenes de genocidio y contra la humanidad, hasta Louis Joinet con su informe contra la impunidad, pasando por el jurista ruso F.F. Martens (autor de la famosa "cláusula Martens" todavía citada en autos). El enorme y talentoso trabajo de juristas de esta categoría es pisoteado por la realpolitik. Una reciente conferencia del diplomático José Antonio Zorrilla recordaba el principio por el que se rige la política internacional, que no es otro que la lucha descarnada por el poder en función de los intereses nacionales, sin consideraciones morales ni jurídicas.

Desgraciadamente, en materia de derechos humanos el derecho internacional no dispone de medios de coerción ni de sanción para castigar los crímenes internacionales (genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra, crimen de agresión) más que en los casos de criminales pertenecientes a países débiles. Es así como la Corte Penal Internacional en más de dos décadas solo ha resuelto nueve casos; es así como el delito de genocidio, aprobado en 1948 no se ha aplicado hasta 1998 (caso Ruanda). Las guerras y los numerosos atropellos instigados por la OTAN, los crímenes cometidos por sus tropas han quedado fuera del radar de la Corte Penal Internacional.

Si algún día se consiguiera que el aparato sancionador funcionara y los crímenes fuesen castigados fueran quienes fueran sus autores, sin dobles raseros, quizás estaríamos a un paso de evitar las guerras. Esta evolución permitiría, además de que la Corte Penal Internacional fuera respetada por los países poderosos -en el sentido de que gobernantes y altos militares de estos países pudieran ser encausados-, contemplar actuaciones que deberían ser delictivas y que no son contempladas hoy por hoy en la descripción de las conductas que conforman los crímenes de genocidio o contra la humanidad, o bien que aunque sean contemplados no son objeto de vigilancia. Es el caso de lo que pueden ser considerados crímenes económicos contra la humanidad (decisiones que se toman a sabiendas de que van a costar miles o millones de vidas, como en el caso de especulación con alimentos o con fármacos), o bien la negligencia en controlar el tráfico de armas hacia países que no respetan los derechos humanos (empresas españolas exportando armas a Arabia Saudí, por ejemplo), o las actividades de investigación sobre armas prohibidas, como las químicas y bacteriológicas, por ejemplo.

Como hemos visto más arriba, se van acumulando datos y pruebas de la existencia de laboratorios biológicos secretos que investigan este tipo de armamento, prohibido por la Convención sobre la prohibición del desarrollo, la producción y el almacenamiento de armas bacteriológicas (1972), cuyo control dista de ser satisfactorio. Seguramente esto parte de que investigar sobre el desarrollo de este tipo de armas altamente letales y lógicamente prohibidas puede ser complicado y requiere una voluntad política que a día de hoy no existe. No obstante, el derecho penal internacional considera que "la realización de experimentos médicos y científicos es penalizada cuando no obedece a fines terapéuticos, sino solo a la obtención de conocimientos científicos" (Gerhard Werle, Tratado de Derecho Penal Internacional, § 904). Por otro lado, una enmienda de 2017 al artículo 8 del Estatuto (crímenes de guerra, armas biológicas) "insertó un artículo que define como crimen de guerra el uso de armas que utilizan agentes microbianos u otros agentes biológicos, o toxinas, cualquiera sea su origen o método de producción".

Cuando se hallan casos de lo que Occidente considera enemigos (p. ej., Saddam Hussein, Bashar al Assad o en estos días Putin), recibimos informaciones detalladas (a veces falsas) de cómo han utilizado armamento prohibido, pero cuando el uso ha estado a cargo de "los nuestros", las informaciones no se encuentran en los medios hegemónicos. Son casos como Iraq (el documental Faluya, la masacre escondida, en la que se muestran los devastadores efectos de armas químicas utilizadas por Estados Unidos, curiosamente, es difícil de encontrar) o Afganistán, donde fueron empleadas armas químicas prohibidas por la Convención sobre las Armas Químicas (1993).

Sin embargo, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg,  se permite declarar recientemente con total indignación que en estos días en Ucrania "cualquier uso de armas químicas cambiaría enormemente la naturaleza del conflicto, sería una flagrante violación de la ley internacional y tendría consecuencias generalizadas y severas". Hay que resaltar que Estados Unidos es parte tanto de la Convención sobre Armas Bacteriológicas como de la Convención sobre Armas Químicas.

Es particularmente preocupante la existencia de laboratorios biológicos secretos tanto en Ucrania como en otros lugares. Que la actividad sea secreta no augura nada bueno, evidentemente no es necesaria la clandestinidad para realizar actividades legales y legítimas. De manera que el desarrollo de una investigación destinada a fabricar armamento biológico, considerado criminal por el Estatuto de Roma y otras normas, debe ser calificado como una actividad criminal, y por tanto, lo lógico es que sea una actividad punible dada su gravedad.

¿Para cuándo la comunidad internacional estará dispuesta a perseguir eficazmente actividades clandestinas de investigación de armamento prohibido por su alta criminalidad? Para ello, es necesaria voluntad política y acuerdos tanto en el castigo como en el control. Quizás contribuiríamos con ello a forjar una sociedad algo más decente que la que tenemos.

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