Otras miradas

Septiembre

Nagua Alba

Psicóloga. Exdiputada en el Congreso de los Diputados

Pixabay.
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Decía mi abuela que a pesar de que el verano acabe formalmente en septiembre, existe un día a finales de agosto en el que nos despertamos y algo ha cambiado en la atmósfera, el aire huele distinto, la luz es más nítida, los árboles se han agostado, el verano toca a su fin. Podemos aferrarnos a los últimos días de estío refugiándonos en alguna de las verbenas que aún colean, paseando al atardecer o dándonos un baño si contamos con la fortuna de poder acercarnos a una playa o piscina, pero lo hacemos ya con la conciencia de que ese podría ser el último baño, el último baile o el último paseo veraniego del año. Atrás empiezan a quedar las charlas a la fresca, el acostarnos tarde, los reencuentros, las siestas sin despertador, la nostalgia de otros veranos, las escapadas, los amores fugaces (e intensos) que solo pueden regalarnos las noches estivales. Los últimos días de agosto tienen, desde la infancia, ese algo inevitable de velatorio por el verano agotado que nos negamos a dejar atrás.

Dicen que es el primer día de enero aquel en el que nos hacemos grandes propósitos, ponemos en orden nuestra vida y nos apuntamos al gimnasio (para abandonarlo al poco, en la mayoría de los casos, no pasa nada). Yo no lo creo. En mi opinión, es el uno de septiembre el que nos lleva a mirarnos al espejo, contemplar en nuestra cara y nuestro cuerpo las huellas del verano que desaparecerán en cuestión de semanas y plantearnos qué haremos con nuestra vida en el próximo curso. Hay un poso imborrable de la infancia en cómo transitamos por los comienzos de septiembre que nos obliga ineludiblemente a volver al cole. El primer día de clase era siempre tan emocionante como ignoto. Pero sobre todo era prometedor. Si algo tiene lo no vivido, especialmente cuando una levanta poco más de dos palmos del suelo, es la promesa de lo que está por vivirse, ese cosquilleo en el estómago cuando lo desconocido que se viene es francamente apetecible. El problema es que hace varios años que esto ya no pasa. Lo que está por vivirse parece como poco incierto, si no distópico (y por ende, bastante aterrador). Si nos paramos a imaginar el mundo en los próximos meses (más aún después de haber visto un informativo o escuchado alguna tertulia) probablemente nuestra mente cree, sin esfuerzo, imágenes que ni Orwell y Asimov a cuatro manos: enfermedades mortales, desastres naturales, carestía, guerras, caos. Y esto es un problema (y de los gordos). Un problema emocional sin duda, pero también político. Porque cuando el futuro da miedo y es incierto, se genera frustración, y para dar salida a esa frustración solo hay dos caminos posibles. El primero es buscar un chivo expiatorio al que culpar de nuestra desgracia (inserte aquí su favorito: migrantes, mujeres, personas LGTBI, gente sin recursos, un poco de cada...) y arrojarnos en los perversos brazos de la nostalgia, el odio y el autoritarismo (no hace falta que explique quién está a tope con esto). El segundo es garantizar, a través de medidas políticas, que todo el mundo tiene cubiertas las necesidades mínimas exigibles para vivir con dignidad y sentir la suficiente seguridad como para ser al menos un poco feliz, en resumen: confianza y esperanza.

En los primeros días de septiembre empieza el curso escolar, pero también el político. Los cargos institucionales vuelven a reunirse y dar ruedas de prensa (eso sí, con la piel tostadita aún). Y es una magnífica oportunidad para construir horizontes. Como la criatura que se compra un cuaderno nuevo donde recopilará todos aquellos misterios sobre el mundo que irá desentrañando en clase, quienes nos gobiernan, este curso deberán dibujarnos un nuevo horizonte. Un horizonte en el que no vuelvan a repetirnos lo mal que lo vamos a pasar y lo mucho que tendremos que apretarnos el cinturón (otra vez); en el que no impere la lógica de guerra; un horizonte donde las crisis no las paguen las mismas personas que las sufren, sino quienes hasta ahora se han lucrado con las penurias ajenas. Un horizonte, en definitiva, en el que se cuide y atienda a todo el mundo. Este nuevo curso, al igual que dejamos el verano atrás, será hora de abandonar el miedo y el instinto de conservación, y hacer que el porvenir se encarne negro sobre blanco en el BOE, dándonos garantías suficientes a las que aferrarnos para volver a creer en un futuro esperanzador.

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