Otras miradas

Mitterrand en 10 Downing Street: tres apuntes sobre la muerte del neoliberalismo

Jorge Tamames

Investigador en Real Instituto Elcano y autor de 'La brecha y los cauces'

Liz Truss anuncia su renuncia, en las afueras del número 10 de Downing Street, Londres, Gran Bretaña. -REUTERS / Henry Nicholls
Liz Truss anuncia su renuncia, en las afueras del número 10 de Downing Street, Londres, Gran Bretaña. -REUTERS / Henry Nicholls

La historia a estas alturas es conocida. Tras anunciar un plan de estímulo que combina subsidios energéticos con rebajas dramáticas de impuestos –centrados en las rentas más altas–, la (ex) primera ministra británica y su (por entonces) ministro de economía, Kwasi Kwarteng, detonan un pánico financiero que desestabiliza la libra y los mercados de deuda pública, amenaza con quebrar los fondos de pensiones británicos, fuerza una intervención de emergencia del Banco de Inglaterra (BoE) y termina con la dimisión de ambos. Kwarteng será recordado como el Chancellor más breve en 200 años; Liz Truss, por haber durado menos gestionando la crisis que una lechuga del Tesco. El Partido Conservador se hunde en las encuestas por deméritos propios.

Hasta aquí, la historia como farsa. La precuela –es decir, la historia como tragedia– transcurrió en 1981-1983. François Mitterrand, al frente de una alianza de socialistas y comunistas, llegó a la presidencia francesa con el mandato de revertir una crisis económica profunda. Pretendía hacerlo a contracorriente del modelo que pregonaban Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Así, el Estado francés desplegó un programa ambicioso: nacionalización de 12 grupos industriales y gran parte del sistema financiero, aumento del salario mínimo, adelanto de la edad de jubilación, impuestos a las grandes fortunas, etc. Pero su margen de maniobra se veía coartado por las políticas monetarias restrictivas de la Reserva Federal y el Bundesbank. Con la balanza de pagos desestabilizada y el paro y el déficit desbocados, en marzo del 83 el gobierno se enfrentó a una disyuntiva: asumir la disciplina fiscal e incumplir su programa, o perseverar, devaluar el franco y establecer controles de capital más exigentes, rompiendo con el Sistema Monetario Europeo (SME).

Mitterrand optó por la primera opción. Un viraje brusco que, como explica Rawi Abdelal, llevaría a los socialistas franceses a promover la liberalización financiera y el proceso de integración europea. En España, varios dirigentes del PSOE han señalado ese experimento fallido como el momento en que decidieron aparcar las recetas keynesianas y combatir la crisis que también azotaba a España con herramientas ortodoxas. Todos ellos configuraron así una "tercera vía" entre el socialismo democrático y el libre mercado mucho antes de que Anthony Giddens teorizase el concepto.

La debacle de Truss ha generado un impulso a la inversa. "Hoy ya no están de moda las recetas extremas del neoliberalismo, sino un intervencionismo selectivo que aplica excepciones al libre mercado", escribe Joaquín Estefanía. Xan López y Enric Juliana también consideran que nos encontramos ante el ‘momento Mitterrand’ del orden neoliberal. Hasta ahora, la ‘servilleta de Laffer’ (según la cual bajar impuestos permite ampliar la recaudación pública) estaba económicamente desacreditada, pero resultaba socorrida políticamente. Como explica Monica Prasad, Reagan supo explotar la popularidad de reducir impuestos no ya entre grandes empresas, sino entre el público general. Hoy, sin embargo, ni siquiera la City de Londres ha tolerado reducciones fiscales que le beneficiaban. ¿Han perdido los mercados su apetitito por la agenda de rebajas fiscales, desregulación y privatización?


Para empezar a responder, conviene hacer un apunte histórico. Como explica Neil Warner, lo que hoy recordamos como un viraje brusco hacia la austeridad (el ‘momento Mitterrand’) fue en realidad una serie de decisiones, a veces contradictorias, que entre junio del 82 y marzo del 83 reconfiguraron las prioridades del gobierno francés. El testimonio de otros dirigentes socialistas que supervisaron planes de liberalización económica o consolidación fiscal también sugiere que los concibieron como medidas excepcionales, no pasos para apuntalar un orden económico específico. Es decir, que puntos de inflexión como marzo de 1983 (¿u octubre de 2022?) solo cobran sentido retrospectivamente, en función del significado que se les otorga.

Sobre el neoliberalismo como tal también merece la pena precisar. Este término tiende a despacharse como "más mercado y menos Estado". Visto así, el rechazo de los mercados a una medida que limitaría la capacidad recaudatoria de Reino Unido debe entenderse como un fracaso del neoliberalismo en sus propios términos. En consecuencia, toca ampliar el papel del Estado como actor económico, siguiendo las pautas que inició la pandemia en 2020. Pero si –siguiendo a Mark Blyth y Jonathan Hopkin– entendemos el neoliberalismo como un régimen que prioriza la estabilidad financiera y el control de precios, consagrando a los bancos centrales como principales actores de la economía internacional, el trastazo de Truss nos deja con un mundo más neoliberal, no menos. Los mercados recobran la capacidad de disciplinar a gobiernos y podrían decretar el fin de las políticas excepcionales –monetarias y fiscales– adoptadas desde 2020.

Tercer apunte. Desde un punto de vista estrictamente contable, lo que proponían Truss y Kwarteng no era distinto a la hoja de ruta del presidente francés: un plan de estímulo fiscal (recurriendo a bajadas de impuestos en vez de inversión pública) financiado mediante la emisión de deuda pública, mediante el cual las autoridades fiscales arrebatarían la supervisión del ciclo económico al BoE (que, emulando a la Fed o el BCE, preferiría subir tipos de interés y promover una política fiscal más contractiva). Como señala Daniela Gabor, "lo que hemos presenciado en Reino Unido ha sido una autoridad fiscal [Kwarteng] decidida a dar la vuelta a la jerarquía institucional [del BoE sobre el gobierno], pero con unas políticas de clase tan indefendibles que se quedó sola".


El corolario es que un mismo evento puede producir lecturas diametralmente opuestas. En Reino Unido, la crisis desembocará a un gabinete más ortodoxo, con Jeremy Hunt –que ya supervisó los recortes del sistema de salud pública en 2012-18–como nuevo Chancellor y la llegada a 10 Downing Street de Rishi Sunak –predecesor de Kwarteng y rival de Truss en unas primarias en las que optó por un discurso económico más sobrio–. Ambos, junto al gobernador del BoE, Andrew Bailey, presentarán la crisis como una reacción al "despilfarro" del gobierno. No estamos ante un ‘momento Mitterrand del neoliberalismo’, sino un momento Mitterrand a secas. Lo que tampoco parece es que la sociedad británica esté dispuesta a aguantar un programa de recortes tan extenso como el que se llevó a cabo de 2010 en adelante.

Para el resto de Europa, las lecciones son diferentes. Es evidente que los vigilantes del mercado han vuelto. Pero lo que los gobiernos ya no pueden permitirse no es la inversión pública, sino veleidades como las de Truss o el "impuesto único" de Giorgia Meloni. Por eso es importante señalar el desacople que se ha producido entre políticas de austeridad –es decir, reducción del déficit y deuda públicos– y la economía de la oferta –supply-side economics–, con su énfasis en las bajadas de impuestos como mecanismo para obtener crecimiento.

Hasta ahora, y aunque en la práctica gobiernos como los de Reagan fueron extremadamente derrochadores, se asumía que el pack neoliberal contenía ambas prescripciones. Durante la crisis de la zona euro, por ejemplo, la troika compuesta por la Comisión, el BCE y el FMI insistía en cuadrar las cuentas públicas priorizando las rebajas del gasto público sobre los incrementos de recaudación. Aunque gobiernos como el de Mariano Rajoy también tuvieron que subir impuestos, la carga del ajuste se realizó por el lado del gasto. El crecimiento que se produjo tras aquellas reformas vino lastrado por una inmensa desigualdad en su distribución: en España, el 1% más rico de la sociedad acaparó el 24% del crecimiento, en tanto que al 90% más pobre solo le correspondió un 2%.

La reacción a la crisis de 2020 –especialmente a nivel europeo– ha sido distinta. Las medidas de estímulo –monetario y fiscal– adoptadas entonces no pueden mantenerse indefinidamente. Pero el retorno a unas cuentas públicas sostenibles, en plena crisis energética y con la guerra en Ucrania sin visos de terminar, no puede dejar de lado el papel del Estado como garante de cohesión social, proveedor de seguridad y coordinador económico. Lo mismo pasa en relación con la lucha contra el cambio climático, que difícilmente puede llevarse a cabo sin políticas industriales y redistributivas extensas. Medidas que incluso hace un año eran consideradas una herejía –como los controles de precios– se han convertido en herramientas indispensables para hacer frente a la crisis energética.

Nos encaminamos otra vez hacia una época austera, pero las medidas necesarias para navegarla son radicalmente distintas a las que fracasaron durante la anterior. El futuro del neoliberalismo –si es que lo tiene– se encuentra en la resolución de esta paradoja.

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