A la edad de 19 años, la escritora británica Doris Lessing quien por entonces vivía aún en su Zimbabue natal, viajó desde Harare -la capital del país- hasta Johannesburgo para practicarse un aborto. Recorrió más de mil kilómetros en tren y vagabundeó por la facultad de medicina en busca de un médico cuya referencia le había proporcionado su propio marido, Frank Wisdom. Ese contacto resultó infructuoso. Doris intentó entonces que la atendiera otro médico del que un conocido le había hablado. Cuando llegó a su consulta el doctor estaba completamente borracho y la enfermera le desaconsejó que, dadas las circunstancias, se dejara intervenir.
Entonces Lessing acudió a un último médico, solvente y en apariencia responsable que, después de examinarla, le desaconsejó el aborto. Doris estaba de cuatro meses y medio. Por inexperiencia y juventud había ignorado su condición durante más tiempo del que el médico consideró aconsejable. Para disuadirla de lo que ella estaba determinada a hacer, puso en manos de Lessing una estatuilla que adornaba su consulta y le dijo que, en este punto de su embarazo, el feto que albergaba su útero era -aproximadamente- de ese peso y tamaño. Lessing se sintió manipulada y se indignó, pero se avino. Volvió a Harare embarazada y, según ella misma cuenta en sus memorias, feliz -después de todo- por la decisión tomada.
Doris Lessing se marchó de Harare seis años más tarde. Su hijo John, el bebé nacido de aquel embarazo a término que ella hubiera querido interrumpir, y su siguiente hija, se quedaron en Zimbabue. La británica llegó a Londres con su hijo Peter, nacido de su segundo matrimonio y con un vínculo con los dos primeros que el tiempo y las circunstancias se encargaron de diluir por completo. Mientras vivió, Lessing fue siempre estigmatizada como mala madre, y la relación con sus dos primeros hijos insistentemente abordada en clave de abandono. Por mi parte, y con relación a ese tema, prefiero y considero que lo más apropiado es hablar de "maternidad fallida".
En sus memorias, la escritora danesa Tove Ditlevsen recuerda que su madre siempre decía que ella y su hermano Edvin habían nacido entre pompas de jabón porque había intentado abortarlos a ambos comiendo jabón de cáñamo. Y apostillaba: "Nunca me han gustado los niños". La señora Ditlevsen, una mujer pragmática de clase trabajadora, poco afectuosa pero sólida como la roca de un fiordo, estuvo del lado de su hija en los momentos más complicados de su vida y supo acompañarla en un periplo vital al que por nacimiento y clase social no estaba en absoluto destinada.
Tove contó en sus memorias -entre otras muchas cosas- cómo fueron los dos abortos que decidió practicarse en el Copenhague de la posguerra. El primero de ellos mediante la ingesta de grandes cantidades de quinina que la habrían matado de no haber tenido asistencia hospitalaria y, el segundo, a través de una intervención que llevó a cabo el que se convertiría en su segundo marido, el médico Carl Theodor Ryberg. Tove ya era madre de una niña y volvió a serlo después de estos dos abortos. Como consecuencia del segundo de ellos, para cuya realización Carl le inyectó morfina y petidina, desarrolló una adicción a los opioides que la acompañaría el resto de su vida.
Los abortos de Ditlevsen dejaron a la escritora con un profundo sentimiento de alivio y, en paralelo, con una especie de nostalgia que ella expresa con su escritura entre quirúrgica y lírica como una emoción necesaria que, y esto me parece muy importante, no guarda ninguna relación con el trauma.
La escritora inglesa Penelope Mortimer se sometió a un aborto y una esterilización por indicación de un médico psiquiatra a cuya consulta había acudido por sugerencia de su marido. Ambos, el psiquiatra y el marido, consideraron que Penelope, que por entonces era madre de seis criaturas de cuatro padres diferentes, no debía traer más hijos al mundo. Penelope aceptó esta salida para conservar su matrimonio. En paralelo, reflexionó sobre sus maternidades como una huida hacia adelante, un intento por posponer la entrada en la vida adulta y asumir la complejidad, una forma de justificar su enclaustramiento e incapacidad para salir al mundo. Seis hijos, un aborto, una esterilización, varias novelas y muchas piezas periodísticas más tarde, Mortimer fue capeando las relaciones con sus hijos, que casi nunca fueron ni plácidas ni fáciles.
Aborto y maternidad guardan una relación estrecha en la experiencia de las mujeres porque hacen parte de la reproducción y porque son nuestros cuerpos los que gestan, con todo lo que ello implica. Ahora que la ultraderecha intenta colarnos un debate extemporáneo y un marco de aproximación al asunto que como mujer y feminista me siento en la obligación de impugnar, traigo apenas algunos ejemplos para recordar varias cosas: que las mujeres hemos abortado toda la vida por razones muy distintas y que solo a nosotras nos corresponde, de manera consciente y serena, decidir; que abortar no es traumático, lo que es traumático es llevar a término un embarazo en contra de la propia voluntad; que en sociedades avanzadas y democráticas el aborto es un derecho reproductivo de las mujeres y que quienes lo cuestionan quieren recortar nuestros derechos; que un debate público sobre el aborto tiene que serlo sobre derechos reproductivos, es decir, sobre cómo pueden las instituciones garantizar de la mejor manera que las mujeres abortemos en condiciones de libertad y seguridad.
Todo lo demás pertenece a nuestra autonomía personal y no hay que explicar ni justificar ni motivar lo que se decide y se acomete desde el fuero interno. Así que, como dijo aquel, el latido te lo pones tú de politono.
Comentarios
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