Difícilmente podría alguien acusar a Manuel Fraga de ser, de haber encarnado, una derechita cobarde. Desde luego, nadie podría hacerlo en lo que respecta a las opiniones de aquel exministro franquista sobre la respuesta del Estado al terrorismo de ETA, que el león de Villalba siempre reclamó que fuera expeditiva, inescrupulosa. En una entrevista de 1979 en Diario 16 lo encontramos abogando abiertamente por la eliminación física de los etarras: «Un señor que hace la guerra contra toda la sociedad no tiene más salida que la cárcel o el paredón. [...] Hay que hacer la guerra que ellos hacen y ganar esa guerra y no se engañe nadie sobre eso, pues ninguna medida política puede solucionar el problema. Al terrorista se le elimina».
Era aquel un hombre de «temperamento mercurial y vesubiano, de erupción incontrolada pero inminente», como escribiera Rosa Montero a su muerte, en El País, en una divertida semblanza. Evocaba allá Montero al Fraga que, habiendo coincidido con ella en un simposio en Estados Unidos, solucionó a su manera un problema que se les había presentado a los asistentes: la fusión de todos los cubitos del bol de un cóctel-cena en una sola masa de hielo indiferenciado, «un iceberg inexpugnable». Fraga «se quitó la chaqueta, se remangó la camisa por encima del codo de su brazo derecho y, a continuación, comenzó a aporrear la gran masa congelada a puñetazo limpio hasta hacerla trizas. Luego, agarró un buen montón de esquirlas de hielo con su manaza y me llenó el vaso. Y, sonriendo, dijo: "¿Ve usted, señorita? De cuando en cuando es necesario el uso de la fuerza bruta». Fraga en estado puro. Pero un Fraga que, por aquellos años que ya eran los terminales de ETA, decía esto otro sobre cómo gestionar aquel final, en una entrevista con María Antonia Iglesias, 2006 el año:
«Hubo un momento en el que se podía haber hecho mucho más en la lucha contra el terrorismo y [...] ese momento no se aprovechó[, pero] para mí es evidente que ahora habría que dar facilidades para que, cumpliendo el Estado de derecho, se llegase a un acuerdo. Un acuerdo por el que, una vez entregadas las armas y abandonado todo tipo de violencia, se podría facilitar el acercamiento de los presos, la reducción de algunas condenas, la aplicación del código del 93...».
Fraga, hombre culto, lector voraz, admirador de Schmitt, a quien le cabía el Estado en la cabeza, en célebre elogio de Felipe González, sabía alguna cosa sobre el poder y que este es verdadero cuando sostiene un palo, pero también una zanahoria. Se detenta el poder, se recuerda su detentación, cuando se acciona la guillotina, pero también cuando se decreta que no se accione. Hay otra fraguiana anécdota que cuenta que, siendo ministro, acudió a la fiesta del pulpo de O Carballiño, donde los organizadores del evento lo ubicaron en mesa destacada, junto a notables locales. El acompañamiento musical lo ofrecía un quinteto de Melide del que, en un momento dado, el integrante más viejo se acercó al ministro, a quien dijo, con alguna turbación: «Y ahora, si le parece, tocamos el himno». El himno era Os pinos, el hoy oficial, proscrita canción entonces, que dice «despierta de tu sueño/ hogar de Breogán»; hogar al que después llama «Nación», y del que pide «la redención». Prohibida durante buena parte del franquismo, comenzaba a salir a la superficie, acogida al tímido aperturismo tardodictatorial, también para con las lenguas y las identidades subestatales. Fraga dijo a aquel tipo: «Por supuesto, y lo vamos a oír en pie». He ahí, apunta Carlos Calvo Varela, un ejemplo de revolución pasiva: «acepto la demanda, pero bajo mi dirección; pasa la bola, pero no el jugador». El poder, en fin; la posesión de la guillotina, que se subraya lo mismo si se efectúa la condena que si, con el reo tendido, se dispensa la gracia.
Fraga sería hoy woke para alguna creciente derecha, lo que bien revela qué punto de enajenación se está alcanzando por esos pagos. Creía también por cierto el exministro de Franco en el cambio climático, del que lamentaba haber estado «en dos berreas donde los ciervos no berreaban» por su culpa, y, en entrevista con Pepe Monteserín en el Diario de Vigo en 2009, no manejaba ambages al respecto de la respuesta que había de darse a este desafío civilizatorio: «El cambio climático es una realidad. Por primera vez, los casquetes polares se están fundiendo. [...]Lo que no se puede es firmar el convenio de Kioto y luego no cumplirlo. Y había que ponerlo más a punto». ¿Pagaba Soros a don Manuel?
2009 ya es otro tiempo distinto a este; Fraga un habitante de un estrato histórico cerrado, enterrado bajo aquel sobre el que hoy caminamos. Aquella derecha preocupada por el orden —un orden injusto, un orden jerárquico, un orden plutocrático, un orden a derribar, pero orden al fin y al cabo—, dispuesta a conseguirlo a golpes, como el hielo en aquel simposio; a conseguirlo a puñetazos, a patadas, a cuarteles de Intxaurrondo, a pelotones de fusilamiento, pero también a indultos, a generosidades cuando tocase, cede el paso hoy a una bannoniana, que, como el gurú trumpista explicitaba, tiene un alma leninista; la voluntad, no de preservar el orden, sino de derribarlo, de demolerlo hasta los cimientos. Cómo estará la cosa para que Fraga parezca woke. Cómo estará la cosa para que llegue a echársele de menos, frente a esta regresía nueva que encarna toda su parte tenebrosa, sin la menor esquirla de la respetable.
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