Otras miradas

Tras la ruptura, qué

Antonio Antón

Sociólogo y politólogo

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, durante pleno del Congreso de los Diputados celebrado este martes en Madrid. EFE/ Fernando Villar
La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, durante un pleno del Congreso de los Diputados. EFE/ Fernando Villar

El frágil acuerdo entre Sumar y Podemos se ha roto. Aparte de explicar su significado, es necesario el análisis del contexto y el futuro, así como los retos para la izquierda transformadora. 

No son previsibles cambios relevantes a medio plazo en esas grandes variables estratégicas que induzcan a modificar sustancialmente las alternativas gubernamentales y las mayorías parlamentarias de cara las próximas elecciones generales, dentro de cuatro años, o su posible anticipación.  

Por un lado, se da por descontada la dura oposición de las derechas extremas, contando con la activación de todos sus resortes económicos e institucionales -poder judicial, gobiernos autonómicos, aparatos mediáticos, aliados internacionales...-, pero sin capacidad de revertir su minoría parlamentaria o menguar significativamente la legitimidad cívica del bloque democrático y plurinacional.  

Por otro lado, es probable la perdurabilidad y consistencia del Gobierno de coalición progresista y sus socios parlamentarios, aun con las incertidumbres externas, socioeconómicas y geopolíticas. Al menos, a medio plazo en que pueden cristalizar varios intereses corporativos y expectativas electorales particulares que aventuren la distinta tentativa de reequilibrios de la representación parlamentaria, la reorientación política y la primacía institucional de dos actores relevantes.  


Uno, Junts, tras las elecciones catalanas y su pretensión hegemonista en la Generalitat, que podría hacerle desentenderse de la gobernabilidad estatal progresista. Otro, el propio PSOE, con la aspiración al incremento de su legitimidad social, por la doble vía de poner el freno a las derechas y su intento de recoger parte del electorado centrista, y/o bien, con la contención de Sumar y Podemos -o sectores nacionalistas- y la absorción de otra parte del electorado a su izquierda.  

En este caso se tendría que producir una triple carambola: freno al refuerzo representativo de las derechas; desgaste social y electoral de la izquierda transformadora -Sumar/Podemos-; contención de los nacionalismos periféricos. Ello en el marco de una ausencia de una activación cívica y popular relevante, incluida la nacionalista y la de movimientos sociales como el feminismo, el sindical o el ecologismo, en una dinámica de freno de sus demandas socioeconómicas, sociopolíticas y culturales y de control de las fracturas sociales. O bien, sujetando a una dimensión manejable el refuerzo reaccionario y autoritario propiciado por las derechas extremas, también en el ámbito europeo e internacional, ante las profundas crisis sistémicas y geopolíticas. 

En todo caso, es creíble el proyecto, más o menos socioliberal y continuista, del presidente Sánchez, hábil político táctico y de alianzas pragmáticas, así como con buenas conexiones con (parte) del poder establecido, principalmente de las instituciones europeas. Además, tiene una capacidad institucional y firmeza resiliente para reforzar su centralidad y autonomía política respecto, por un lado, de sus oponentes de derechas y, por otro lado, de sus actuales socios plurinacionales y de izquierda.  


Su perspectiva para la próxima legislatura sería un nuevo panorama bipartidista corregido, en particular, con el cierre del proceso relativamente convulso de esta larga década y el reequilibrio de la actual representación política dual de las izquierdas, acentuando la hegemonía de la más moderada y continuista, la socialista, respecto de la más crítica y transformadora, Sumar/Podemos, así como la regulación pactada del conflicto nacional.  

Con el permiso de la detención de la estrategia de desestabilización derechista, estaríamos en la trayectoria de consolidación de una nueva etapa de normalización institucional y del orden social con la finalización del cambio socioeconómico e institucional sustantivo y la neutralización de una fuerza sociopolítica significativa, diferenciada de la socialdemocracia socioliberal y como condicionante reformador por su izquierda. 

Retos para la izquierda transformadora

En ese marco, la izquierda transformadora tiene grandes desafíos, más todavía partiendo de la actual división en distintos grupos parlamentarios y el diferente estatus sobre responsabilidades gubernamentales, con diferencias políticas y la consiguiente competencia político-electoral. En la perspectiva de las próximas elecciones generales, dentro de cuatro años, o menos si son anticipadas, se presenta una encrucijada similar a la del 23 de julio, que empujó al acuerdo mutuo para conformar una coalición electoral: ganar a las derechas y garantizar la gobernabilidad progresista, siguiendo una senda democratizadora y reformadora. Esa realidad y esa tarea permanece invariable y aconseja el evitar un distanciamiento irreversible en el espacio del cambio de progreso que impida un nuevo acuerdo colaborativo, junto con la izquierda nacionalista.  


Hemos situado el nudo principal del conflicto y la división en la izquierda transformadora: el reconocimiento representativo de cada fuerza con la regulación proporcional de responsabilidades institucionales, junto con una negociación programática equilibrada y plural. Ha sido imposible resolverlo, y se ha dado un paso atrás.  El acercamiento queda para más adelante, pero hay que evitar el alejamiento injustificable, y mantener los puentes. 

Al mismo tiempo que el desarrollo de la acción política ordinaria se presenta el reto de las elecciones al Parlamento Europeo, con distrito único y sin riesgos para ese objetivo compartido de asegurar la gobernabilidad progresista y la consolidación el bloque democrático y plurinacional frente al reaccionarismo de las derechas.  

Pero ese emplazamiento electoral ofrece una doble posibilidad. Por un lado, la competencia relativa feroz entre las dirigencias de Sumar y Podemos por el reequilibrio representativo y comparativo entre las dos fuerzas, con sus correspondientes consecuencias para su respectiva legitimación pública y la de sus trayectorias últimas. Por otro, la evidencia empírica y democrática de la representatividad social y electoral de cada una de las dos formaciones, objeto de disputa, para evaluar objetivamente la aportación de cada cual -los sumandos- que permita una aproximación compartida y realista; e, igualmente, que posibilite un acuerdo común que permita encarar de forma unitaria la segunda parte de esta legislatura y preparar en mejores condiciones los previsibles retos políticos y el siguiente ciclo electoral de las elecciones generales -quizá adelantadas- e incluido el de las municipales y autonómicas. Merece la pena contemplar esa perspectiva. 


Además, existe un objetivo adicional. Evitar el probable deterioro de ambas fuerzas, con una reducción global del peso de ambas formaciones de la izquierda transformadora, en detrimento de las expectativas del conjunto de la alianza parlamentaria progresista y en beneficio particular del Partido Socialista -y en parte de EH-Bildu y BNG, que han acentuado su perfil social y ya se verán beneficiados en sus respectivas elecciones autonómicas-.  

Por tanto, este periodo y los resultados de esas elecciones pueden agudizar la tensión y el sectarismo y, al mismo tiempo, facilitar una oportunidad para la renovación y la colaboración. Por supuesto, cabe otra hipótesis performativa: que se hunda Podemos, confirmando la versión más excluyente dominante en muchas esferas políticas y mediáticas.   

En definitiva, la agrupación Sumar, pendiente de configurar su organicidad, como componente del bloque democrático y plurinacional que lidera el Partido Socialista, es partícipe del Gobierno de coalición progresista, con una influencia política evidente. No obstante, junto con Podemos, tiene pendiente dos desafíos significativos que estaban en el origen de su formación: ensanchar el espacio electoral que representaban las fuerzas del cambio de progreso, ya que no se ha detenido su declive global y el 23-J quedó por debajo de los resultados de las anteriores elecciones generales de 2019, y volver a aglutinar el conjunto de grupos, incluido Podemos, en una alianza consistente, unitaria y con credibilidad transformadora, capaz de constituir una referencia política e institucional para la consolidación de la siguiente etapa progresista.  


Supone frenar las dinámicas divisivas, tender puentes y dialogar sobre la articulación de un amplio frente social y democrático, con una orientación política consensuada, un liderazgo común y una distribución de responsabilidades proporcional, plural y equilibrada que supere las deficiencias y dificultades de la experiencia actual. Todo ello con la experiencia popular de lo que se está ventilando. Por tanto, desde ya y con las luces largas, habrá que poner en primer plano una solución unitaria y pluralista a esta encrucijada que avance en el proceso reformador de progreso. A ver si es capaz de conducirlo esta nueva y heterogénea élite representativa, con las renovaciones necesarias, y siempre con el imprescindible impulso de abajo, de la activación cívica transformadora.  

Superar la fragmentación, la prepotencia y el sectarismo

Se ha hablado mucho durante dos siglos de la incapacidad de las izquierdas para su unidad y su capacidad articuladora de la sociedad. Es verdad. Las derechas lo tienen más fácil, dependen de los intereses de los distintos grupos establecidos de poder económico e institucional y las estructuras de dominación. Las izquierdas deben contar con la participación democrática y cívica de las mayorías sociales subalternas; su influencia sociopolítica depende de su grado de legitimación pública y arraigo social, es decir, de la articulación democrática de la sociedad, de la experiencia igualitaria y solidaria de las capas populares. Su representación social y política debe reunir mayores valores emancipadores y democráticos, con una profunda cultura respetuosa de los derechos humanos.  

Las limitaciones de la acción política institucional, los intereses corporativos de las élites representativas, la férrea ley de la oligarquía de los partidos políticos, constituyen grandes obstáculos para la acción progresista y la vertebración social. Sus efectos son el sectarismo, la burocratización y el autoritarismo prepotente. Sin embargo, lejos de la utopía anarquizante de la ausencia de organicidad o el espontaneísmo individualista, las estructuras organizativas, sociales, culturales y políticas, y las instituciones estatales y paraestatales son instrumentos necesarios para la regulación de la vida social, son mecanismos de intermediación imprescindibles; pero son contradictorios, necesitan contrapesos democráticos y participativos y una cultura solidaria.  


La generación antifranquista se curtió en la acción por la democracia, diversos movimientos sociales y el tejido asociativo solidario han desarrollado prácticas participativas de base y fortalecido el cambio sociopolítico y cultural; la llamada generación del movimiento 15-M, como expresión de casi un lustro de variada y multidimensional protesta cívica, junto con la posterior conformación de las fuerzas políticas del cambio de progreso y la reciente cuarta ola feminista, han supuesto un revulsivo para la regeneración democrática, la igualdad y la justicia social 

La actual configuración parlamentaria y gubernamental de las izquierdas refleja la terminación de un ciclo de esa prolongada experiencia y la transición a una nueva etapa de recomposición de equilibrios representativos y prioridades estratégicas. Sin descartar un mayor debilitamiento de la izquierda transformadora y en una difícil y compleja situación, existen todavía suficientes energías sociales para empujar por una democracia social avanzada y apuntar a un frente amplio progresista, superando la fragmentación, la prepotencia y el sectarismo.  

Queda abierto el alcance de la respuesta popular y la activación cívica que pueda compartir con la acción institucional de las izquierdas un horizonte de cambio de progreso, de confianza popular en su representación social y política con suficiente credibilidad transformadora y democrática. Está por ver la recomposición, la consistencia y la capacidad de articulación social y política de esa élite dirigente para hacer frente a ese desafío. El debate y el respeto a la diversidad es fundamental, también el talante unitario, integrador y colaborativo. Esta experiencia que se inicia va a forjar, en un sentido u otro, la base de activistas y el liderazgo alternativo de la nueva etapa. Y todo ello tiene incidencia para la configuración de la sociedad y, particularmente, de la izquierda social y política en la próxima década. 

Más Noticias