Barcelona tiene en sus manos alcanzar una mayoría progresista y republicana, que se materialice en un Gobierno valiente como para plantar cara a especuladores y fondos buitre. Solo sería cuestión de voluntad política. Comunes y ERC comparten una parte importante del modelo de ciudad, y si fueran capaces de aparcar diferencias y heridas, serían mayoría en un Ejecutivo que compartirían con el PSC, que mantendría la alcaldía a cambio de una estabilidad que hoy no tiene. Esta alianza podría arrastrar a los socialistas a posiciones de mayor ambición y sensibilidad social y ser, además, un eje de referencia para futuros acuerdos, nacionales y estatales.
Esta posibilidad sería coherente con una tradición pactista y progresista en la ciudad y, ante todo, con el voto mayoritariamente de izquierdas que se expresó en las municipales del pasado mayo. Y permitiría a Barcelona seguir ejerciendo un papel valiente en el plano internacional ante la oleada reaccionaria de la extrema derecha y las malditas guerras genocidas, así como culminar la pacificación urbana de la ciudad. Destacados referentes de republicanos y comunes, como Joan Tardà o Jaume Asens, han abogado por esta alianza "republicana de vía ancha", que dotaría también a la capital catalana de mayoría soberanista –o referendista, dicho de otro modo- en el pleno municipal. Algo que debería interesar a ERC en su particular rifirrafe con Junts.
La realidad es otra. El alcalde Jaume Collboni, tras más de medio año de ser investido precisamente por los comunes, avanza en su tramitación presupuestaria con la alianza solitaria de los de Oriol Junqueras. En las filas de ERC, como en las del PSC, parece existir el interés común de frenar la incorporación de los comunes a un eventual Tripartit a pesar de que tan solo les separan apenas 300 votos del actual alcalde. La cuestión es si son dudas, cálculos electoralistas, complejos o estamos delante de una pinza anti-comunes, una fuerza que ha logrado contrapronóstico disputar la hegemonía de la izquierda en la capital de Catalunya.
Hasta ahora, sabíamos de dónde venían las resistencias. Las políticas desplegadas durante ocho años por Barcelona en Comú dejaron claro a multinacionales, grandes inmobiliarias y buena parte del sector turístico que el Ayuntamiento de Barcelona no iba a ser una alfombra roja para sus negocios. A nadie le podía sorprender que esta coalición de intereses empresariales temiera un tercer mandato de los comunes en la capital catalana, como ya anunciaba el lawfare y la guerra judicial desatada –y reiteradamente archivada- de los poderes fácticos de la ciudad y sus bufetes afines.
Sin embargo, han sido los partidos del ala progresista quienes más han evidenciado sus complejos. Tanto es así que incluso dos fuerzas políticas como PSC y ERC que, hasta no hace tanto, eran como el agua y el aceite, ahora se plantean un gobierno de coalición sin la concurrencia de los comunes, que ejercieron de enlace cuando el mundo independentista y el no independentista se vetaban mutuamente. Surrealista si no fuera por la alargada sombra de la ex alcaldesa Ada Colau, que les empuja a un abrazo impensable a hasta hace unos meses.
Mientras tanto, Collboni sigue deshojando la margarita. Olvidando que es alcalde por los pelos, gracias en buena medida a un gesto de generosidad, e ignorando la opción de un gobierno fuerte de 24 regidores. Y en ERC parecen asumir su rol accesorio al PSC a sabiendas que sin los comunes dependerán de la derecha y no van a tener fuerza suficiente para disputar batallas de envergadura, como la vivienda, el turismo o la lucha ante las privatizaciones o la especulación.
El tiempo pasa y parece incomprensible que ante la amenaza global de la extrema derecha y la crisis habitacional y climática se deje escapar esta oportunidad de tejer alianzas amplias que den esperanza y confianza a la gente corriente. Que permitan a Barcelona seguir abanderando políticas ambiciosas, más peatonalizaciones y espacios verdes. En la era post-procés, las tres principales corrientes de la izquierda catalana están destinadas a entenderse. El cálculo partidista, cortoplacista no pueden marcar más el rumbo que las urgencias sociales de la ciudad.
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