Otras miradas

Este no es mi barrio

Israel Merino

Foto de El Olivar.- Israel Merino
Foto de El Olivar.- Israel Merino

Hoy también voy a escribir sobre un barrio que nunca será el mío.  

Andaba este viernes de borrachera en un karaoke en pleno Barrio de Salamanca –mejor ni preguntéis por qué – cuando Calvo y Aída, mis amigos, se cansaron y propusieron seguir de marcha por Carabanchel.  

Ellos son de allí, se conocen el barrio como las arrugas de una agüela, y conseguimos en nada y menos entrar en una discoteca – de las buenas, de las de menos de seis euros la copa – cerca de la parada de metro de Oporto.  

Fumando en la puerta, Calvo empezó a hablar de Carabanchel y de la antigua cárcel y de los pisos a bajo precio que conocía justo en el mismo edificio de la discoteca; todo iba bien hasta que yo también empecé a enumerar las virtudes del que consideraba mi barrio, Puerta del Ángel, describiendo con todo mi amor los chiquitos del Mauricio y la complicidad de El Olivar y las maldades en La Esquina de Eusebio cuando cae la noche sobre la calle Caramuel.  


–Pero ese no es tu barrio, ¿no? –dijo de repente–. O sea, tú no te criaste ahí.  

Calvo no se dio cuenta en ese momento, pero su comentario me machacó porque era verdad. Calvo no se dio cuenta en ese momento, pero desencadenó un desarraigo que, aun silenciado con muchos rollos de precinto, llevaba bastante tiempo jugando al frontón contra mi cabeza.  

Los que somos de fuera, ese lugar que es cualquier otro menos en el que se está justo ahora, tenemos todo el rato esa sensación de no pertenecer a ningún lugar; de ser apátridas voluntarios, estorbos e incluso chivatos.  

Al volver a casa ya por la mañana, atravesé la Pradera de San Isidro y el parque de la Ermita y me planté a observar las rejas de los bajos desde los altos de la calle Sepúlveda, justo en la frontera de Puerta del Ángel. También, borracho todavía, le hice una fotito al parque de El Olivar para tener un recuerdo del que nunca sería mi barrio –qué intenso me pongo por las mañanas–. 

Da igual que viva en él desde que hui de mis orígenes y senté la cabeza; da igual que por aquí me conozcan ya más por mi mote, Cachorro, que por mi nombre, Israel; que tenga amigos, amantes y camellos en cada esquina; que conozca secretos de sus gentes que no se pueden contar en un periódico o que vaya a tomarme chiquitos yo solo al Mauricio y me junte con cualquiera. Simplemente, no es mi barrio.   

La precariedad laboral, que yo prefiero llamar pobreza porque lo precario implica temporalidad, nos obliga a movernos de un lado para otro en busca de un alquiler más decente, de un trabajo mejor pagado o de un piso compartido; nos obliga a no tener ningún lugar, a tener que estar en todos lados como un Espíritu Santo triste, a hacer amigos de los que algún día nos alejaremos.   

No somos del sitio en el que estamos ni tampoco de ningún otro, pues al sitio de donde venimos tampoco podemos volver; somos gente triste, gente que intenta engañarse todo el rato con su lugar de procedencia; gente que realmente ama el sitio donde vive, pero sabe que nunca será el sitio de donde es.  

Hablo muchas veces con los chicos de El Olivar y ellos me cuentan cosas porque sé que confían en mí, pero sé que nunca seré del todo uno de ellos; criticamos juntos a los nuevos pijos que vienen con el dinero de sus papis a vivir y gentrificar la parte baja, la que está entre La Ermita y el río, sin embargo, sé que también me ven un poco como a ellos por mucho que viva en la zona del Alto y mi padre gane incluso menos que yo.  

Y esto no cambiará nunca, supongo, porque os puedo asegurar que de este barrio, sea o no el mío, no me mueve ni Dios.  

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