Otras miradas

Vuélvete ridículo, como los Hombres G, para seguir viviendo de la música

Israel Merino

Periodista.

Hombres G en una entrevista para 'Los40Classic'
Hombres G en una entrevista para 'Los40 Classic'

Ojalá vivir en una dictadura woke que prohíba la música ochentera.  

Salió el otro día un corte de los Hombres G, una banda de sesentones poperos que tuvo cierto éxito cuando mi padre tenía nueve años, llorando porque ahora no les hace caso ni la sección de obituarios del diario Arriba –los motivos de sus lloros eran supuestamente otros, pero el trasfondo de la morralla no dejaba de ser ese–.  

El caso es que estaban siendo entrevistados por razones que desconozco –un octavo disco recopilatorio de temas regrabados, una nueva gira de reencuentro para sacarles las perras a los fans que les queden, alguna efeméride absurda y sin ningún tipo de interés para la industria musical– cuando, como es tendencia entre los grupos que dejaron atrás la etapa decadente hace años y ya se han sumergido directamente en el olvido más insatisfactorio, mostraron sus grandes capacidades para tomarle el pulso la vida.  

Otra vez, pues ni son los primeros exrockstars en hacerlo ni serán los últimos, se pusieron a llorar por la poca libertad que hay hoy en día, pues en los años ochenta, cuando la gente trans molaba porque romantizábamos su empeño por no morir bajo las Martens de cuatro nazis bastardos, sí podías hacer lo que quisieras.  


Este grupo de exmúsicos convertidos en parodistas –si es que alguna vez no fueron parodistas y sí músicos– empezaron a decir que vivimos en una dictadura woke –ni os imagináis el puto lache que me está dando escribir esto– porque ahora, en pleno siglo XXI, tienes que estar pendiente de que tus genialidades creativas –"vamos juntos hasta Italia, quiero comprarme un jersey a rayas": córrete con su genialidad– no ofendan a los gays o los heteros o las gallinas o las vacas.

Obviando la voltereta desde el escritorio que esa lista de ofendidos me hizo pegar –no tenía ni idea de que la G de LGTBIQ+ era por las gallinas; mi yayo Cipri me dijo una vez que jamás me acostaría sin aprender algo nuevo y tenía razón–, me sorprendió mucho el tono paranoico, diría incluso enfermizo, con el que lo dijeron; un tono de pibe con manía persecutoria que cree que hay una conspiración bien financiada y engrasada para acabar con él.  

Su discurso se resumía en que el respeto que esa cosa llamada progreso nos ha hecho tener sobre los demás no es genuino, sino impostado e incluso obligado; que ya no escupes a nadie por la calle mientras lo llamas maricón porque, no sé, seas medianamente empático, sino porque hay una dictadura woke que obliga a que esto no suceda.  


Más allá de la calidad humana que esta gente supura –¿vosotros no sois gilipollas por iniciativa propia u os obliga la Agenda 2030 como a mí?–, me fascinó que el discurso de estos adalides que tocaron el cielo hace muchos años sea exactamente igual al de otros adalides que tocaron el cielo hace también demasiados años; un discurso copiado y pegado, muy poco original –¿dónde está esa genialidad de la que presumís, Hombres G?–, que no tiene otra intención que atraer un poquito de foco mediático.  

Hay toda una generación de artistas frustradísimos que siguen viviendo de la música porque ganaron pasta hace muchos años, pero que ya no tienen ningún interés; una tribu urbana de roquerillos de tupé con entradas que no echan currículum en el Bar Mauricio porque, gracias a la nostalgia de un par de miles de fans anclados en el pasado, consiguen todavía sacarle pasta a sus discográficas para hacer otro puto recopilatorio más de grandes éxitos o montar una gira de conciertos por el no sé ni cuál aniversario, pero que no sacan una canción o disco nuevo ni aunque los encañonen.  

Todos estos, entre los que tengo la certeza que se encuentran los Hombres G, necesitan tirarle a un público nostálgico y ebrio de irrealidad con mensajes conspiranoicos para que les compren una entrada en el Wizink; una entrada, creo que no hace falta ni decirlo, que esos fans solo compran porque consiguen rememorar los tiempos en los que podían ser unos bullies con total impunidad, no como ahora, que no se puede hacer ni decir nada porque un columnista de 23 años sale a responder.  


En fin, que tenéis permiso para dispararme si algún día mis columnas dejan de leerse y empiezo a repetir como un lunático que ya no se puede decir nada.  

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