Otras miradas

Lo que hacen los menores en internet sí es nuestro problema

Diana López Varela

Periodista

Joven con un teléfono.- Pixabay.
Joven con un teléfono.- Pixabay.

Me estremezco al leer que hace unas semanas fue detenido un adolescente de 14 años como cabecilla de una trama de chats masivos en donde se difundía contenido pedófilo, fascista, racista, homófobo y machista y en los que habían sido incluidos, desde principio de curso, más de mil escolares de diferentes centros educativos de la península, principalmente, de Euskadi. En la vivienda del detenido se encontraron un ordenador y los teléfonos móviles desde donde operaba y en donde, al parecer, este chaval almacenaba sin mayor inconveniente miles de archivos de video y de foto constitutivos de varios delitos penales. Cabe preguntarse hasta qué punto hemos llegado cuando la sociedad y las familias tenemos a menores de edad encerrados en sus habitaciones con acceso ilimitado a internet y sin ningún tipo de control parental sobre los contenidos o herramientas que están usando. Hasta qué punto somos responsables también los adultos de permitir los comportamientos individualistas, la polarización y el odio en los más jóvenes, y hasta qué punto la pornografía y la violencia online nos está insensibilizando tanto para que de entre todas las familias afectadas, solo unas pocas se presentasen a denunciar a título individual. 

Pero también cabe preguntarse por esos otros 11 arrestados y 44 investigados de diferentes localidades de España, mayores de edad, que se enredaron en una trama destinada a captar a escolares y que están acusados de delitos de tenencia y distribución de pornografía infantil de alta intensidad y corrupción de menores. Esos adultos que permitieron (¿o instigaron?) que otro menor les hiciese el trabajo sucio descargando en su ordenador el contenido de la deep web y el programa que le permitía mantener conversaciones simultáneas con cientos de perfiles. Esos delincuentes mayorcitos que sí se conocían la ley y que tuvieron la habilidad de dejarse liderar por un adolescente que les conseguía material altamente perturbador para cualquier niño y miles de contactos de menores que, a su vez, agregaban a sus amigos mediante la inmejorable fórmula de añadirlos a chats llamados "meter gente hasta hacerse viral" o "meter gente hasta hacerse famoso". Esos, que son la mayoría. 

Como madres y padres debemos tener, al menos, dos cosas claras: la primera es que lo que hacen nuestros hijos e hijas con sus dispositivos móviles sí es nuestro problema, ya que somos sus tutores legales, y, la segunda, es que en internet se cometen infinidad delitos de los que los menores pueden ser víctimas, pero también autores. Además, y ante la ley, los padres y madres estamos obligados a responder civilmente por sus delitos. Muchas veces, cuando surgen debates en torno al uso de teléfonos móviles por parte de los adolescentes se nos olvida lo más importante: la necesidad apremiante de vigilar lo que están haciendo nuestros hijos en los entornos digitales y de asegurarnos de comprobar la identidad real de los perfiles con los que se están comunicando ya que, una y otra vez, los depredadores se hacer pasar por menores de edad para colarse en sus espacios. Y esta vez llegaron hasta el grupo de WhatsApp del colegio. Si no fuese por las familias que accedieron a los móviles de sus hijos, que vieron con sus ojos los contenidos de violencia explícita a los que estaban siendo expuestos y que dieron la voz de alarma a sus respectivos centros escolares, muchas niñas y niños (la mayoría de los afectados tenían entre 11 y 14 años) estarían metidos hoy en un lío del que probablemente no sabrían salir, siendo víctimas de todo tipo de extorsiones. 

Cuando leo noticias protagonizadas por menores que delinquen en la red se me hace imprescindible, una vez más, poner sobre la mesa la situación que están atravesando muchas familias trabajadoras con niños y adolescentes solos durante muchísimas horas, rondando de extraescolar en extraescolar o al cargo de abuelas y cuidadoras que no saben o no quieren meterse en lo que están haciendo en sus dispositivos y, otras veces, con madres que crían y educan prácticamente solas y que son incapaces de imponerse a jóvenes empachados de violencia online que viran en agresivos o que no les hacen ni caso. Y dado que la mayor parte de los menores autores de delitos son varones se hace imprescindible, también, reivindicar la figura y la labor de los padres y educadores varones en la formación de estos chicos. Porque, como ya conté alguna vez, sin hombres cortafuegos que equilibren la balanza de toda la basura y el negacionismo que circula libremente por internet y que den ejemplo de tolerancia, igualdad y de buen trato en sus casas y en los entornos educativos, lo tenemos muy crudo para que estos delitos no se conviertan en el pan nuestro de cada día. Desde luego, seguimos reclamando que el gobierno regule el acceso de menores a pornografía online de manera ambiciosa y sin cobardía, sabiendo que las consecuencias de la exposición a estos contenidos tiene en su desarrollo emocional, intelectual y sexual. Sabiendo lo vulnerables que estos contenidos los vuelven para convertirse en víctimas o victimarios de todo tipo de abusos y explotaciones y, sabiendo como sabemos, la vinculación evidente que tiene el porno con la cultura de la violación.  


Tengo la sensación de que como sociedad creemos que hemos perdido una batalla, de que ya no hay nada que hacer para controlar la seguridad y la integridad de los niños y adolescentes en internet, pero no podemos olvidar que nuestro comportamiento como adultos también es un ejemplo para ellos, nosotros y nosotras seguimos siendo sus primeros influencers. Si los perseguimos con un móvil desde que nacen para subir sus imágenes a las redes sociales y retransmitimos toda su vida y la nuestra, si no les hacemos ni caso cuando estamos con el teléfono delante de las narices, si les damos un móvil para que se entretengan desde bebés y los anestesiamos con videos de bailes en TikTok (esta red social, por cierto, permite el acceso de menores a contenidos eróticos y redirige a los usuarios a webs como Onlyfans), si no les ayudamos a usar de manera constructiva la red ni les ofrecemos una educación afectivo-sexual que resuelva sus dudas y les enseñe a preservar su intimidad, mal vamos. 

Pero si hay una lectura positiva de todo este caso es que la comunidad educativa sí funciona. Porque desde que tuvieron constancia de los hechos, la mayoría de los centros enviaron circulares a las madres y padres advirtiéndoles del contenido de los chats y diciéndoles lo que tenían que hacer paso a paso (salir del grupo, pero no borrar su contenido), y denunciaron ante la Guardia Civil de manera coordinada, siendo esta respuesta clave en la investigación de los hechos, que continúa abierta. Quizá, lejos de pensar que los malos siempre son los otros debemos empezar a apostar por crear comunidades educativas cohesionadas y dotarlas de herramientas eficaces para luchar contra el acoso, venga de donde venga.  

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