Los comicios europeos son una cita que tradicionalmente interesa bastante poco al electorado. Solo hubo una vez en nuestro país que la participación se quedó cerca del 70%: en 1987, cuando votábamos al Parlamento Europeo por primera vez. Sin embargo, pasado el fragor de la entrada en el selecto club, la participación en nuestro país siempre ha estado por debajo de la media europea. Salvo en las últimas. Algo se movió en el continente en las elecciones de 2019 y afectó especialmente a nuestro país. La participación subió en toda la UE, sobre todo entre las personas menores de 25 años, y en nuestro país se notó especialmente (aumentó 17 puntos). La principal hipótesis que se manejó para explicar este cambio en el comportamiento electoral fue la influencia del Brexit: se habló mucho de Europa, de sus instituciones y quizá el electorado fue más consciente de lo que estaba en juego. O no.
Termómetro electoral en clave interna
De lo que no hay dudas es que el resultado de las próximas elecciones se leerá en clave interna, como ya es habitual. No hay más que echar un vistazo rápido a los titulares para darse cuente de que rara vez se habla de instituciones comunitarias en una campaña electoral europea. Suele argumentarse que esto es así porque los temas de política europea son aburridos y la ciudadanía los siente lejanos, sin embargo la realidad va por otro lado: los partidos utilizan esta cita electoral para sus propias agendas y, sobre todo, ir preparando el terreno de los siguientes comicios. Lo que interesa, antes que nada, es ganar en los parlamentos nacionales: Europa importa, pero controlar el BOE reparte más dividendos.
Una de las claves para comprender y contextualizar los resultados será, precisamente, la participación. Al hecho de ser unas elecciones que movilizan poco debemos sumar esta vez un cierto hartazgo en el votante: hace un año tuvimos unas elecciones autonómicas y municipales que removieron mucho el tablero político, pero es que aún no nos habíamos recuperado de la resaca de las generales de julio cuando nos encontramos con tres comicios autonómicos electrizantes en febrero (Galicia), abril (País Vasco) y mayo (Cataluña). Un ritmo difícil de seguir incluso para los más cafeteros de la política.
A pesar de que nos hemos acostumbrado a vivir en la hipérbole política, esta vez será muy difícil mantener la épica propia de cualquier campaña electoral. La posibilidad de vivir acontecimientos históricos es limitada y el cupo para este semestre ya está completo. De ahí que en este contexto de poca movilización y poco interés los dos bloques políticos medirán sus apoyos basales: descontada la posibilidad de apelar a una narrativa heroica, los partidos comprobarán quiénes son sus fieles y cómo está el núcleo duro de sus votantes, aquellos con los que pueden contar como base para las próximas citas.
El principal damnificado de este escenario parece ser Alberto Núñez Feijóo. El líder, con permiso de Ayuso, de la oposición tendrá muy difícil explicar a los suyos que no haya conseguido vapulear a Sánchez a pesar de la amnistía. La cabalgata de las valquirias que anunciaba el fin del Estado de Derecho le ha cogido con el pie cambiado a los populares y corre el riesgo de convertirse en un paseo de los tristes. Mientras tanto, el binomio Sánchez-Díaz está demostrando ser más consciente de este contexto contracíclico al no quemar el cartucho del miedo. A pesar de los vientos ultranacionalistas que nos llegan desde el este, las campañas de la coalición no están apelando al voto útil ni amenazando con que viene el lobo nacionalcatólico. Quizá cuenten con que su revulsivo electoral será ver a la bestia de la extrema derecha asomar la patita en el Parlamento Europeo.
La guerra por el liderazgo de las derechas europeas
La gran incógnita a nivel europeo no está en qué grupo contará con más asientos, a ese respecto hay pocas dudas y los sondeos convergen bastante: los populares europeos volverán a quedar primeros seguidos de los socialistas, aunque esta vez se espera que la distancia entre ambos se acentúe. De ahí que el principal misterio sea cómo quedará distribuido el poder entre las distintas familias de la derecha y ultraderecha europea.
A este respecto, Ursula von der Leyen pateó el tablero hace pocos días al anunciar su intención de llegar a una alianza con Giorgia Meloni. Ahora los Fratelli d'Italia pasan el test democrático europeo y son considerados por los populares como pro-Europeos, anti-Putin y pro-Estado de Derecho (en clara referencia a los criterios que no cumple Le Pen). Lo cual no solo pone en una situación muy difícil a la coalición entre socialdemócratas, populares y liberales que aupó a Von der Leyen; sino que supone el inicio de una carrera preocupante por liderar las derechas europeas.
Una vez que los populares europeos están, de facto, descartando que pueda volver a producirse una gran coalición con socialistas y liberales, toca dibujar las fronteras entre los distintos sabores de la ultraderecha. Frente a esto, la reacción de los de Abascal ha sido la de autoproclamarse como el pegamento que reconcilie al agua con el aceite. El popurrí de ideologías que vivimos en el acto de Vox del pasado 18-19 de mayo está siendo utilizado por los neofalangistas españoles como una muestra de su capacidad para aglutinar a todas las fuerzas iliberales. Quizá en este contexto el movimiento de Von der Leyen sea más audaz de lo que parece y consiga fragmentar la unión de acción que están deseando los de Le Pen (y que ya ha bendecido Viktor Orbán). Al corto plazo de lo que podemos estar seguros es de una consecuencia muy peligrosa: el auge del ultranacionalismo a escala europea.
La soberanía europea, la nueva batalla ideológica
Dentro de esta pesadilla ideológica en la que se ha convertido el continente, un concepto será clave en la próxima legislatura europea: la "autonomía estratégica". No es el momento de desarrollarlo en detalle pero básicamente es cómo se llama a nivel europeo a la soberanía. Efectivamente, nadie a escala UE quiere emplear este concepto ya que es algo que solo puede predicarse de los Estado-nación, y la UE es un conglomerado de actores políticos sin capacidad de tener una identidad y un sujeto colectivo propio. Ser soberano, al fin y al cabo.
El problema es que como actor político tiene alguna de las característica que adscribimos a un ente soberano: tiene la capacidad para decidir autónomamente qué hacer sobre ciertos ámbitos y en esos temas no hay nadie con la capacidad formal de bloquear sus decisiones. De ahí que exista una imperiosa necesidad en las instituciones comunitarias por establecer una guía clara sobre con quién tomar decisiones compartidas y en qué condiciones. O lo que es lo mismo: establecer una agenda internacional propia.
Hasta ahora la agenda que manejábamos estaba más o menos clara: imperio estadounidense con destellos cosmopolitas. Los franceses hubo un tiempo que llamaron a esto capitalismo con rostro humano. De ahí que en la UE exista una prolija producción normativa referida a los Derechos Humanos, ya que es la clave de bóveda de la ideología europea. Al menos hasta que llegó Trump y nos obligó a quitarnos la careta: desde su presidencia debemos ensuciarnos igual que el hegemón en gasto militar y dejar de presumir de una hipotética acción exterior basada en los Derechos Humanos.
De este modo, en Bruselas llaman "autonomía estratégica" a encontrar un hueco propio en la escena internacional que no sea automáticamente seguir los postulados que se fijen desde Washington. El problema es que no está muy claro cómo se logra eso, aunque el consenso europeo es meridiano al respecto: sea cual sea su sabor, lo vamos a probar. De ahí que en los próximos años vamos a oír hablar mucho de autonomía, soberanía y nacionalismo. Una combinación peligrosa y sobre la que deberíamos estar teniendo un debate muy serio, porque serán las tres patas sobre las que se reorganicen las ideologías políticas en el medio plazo. Lástima que nadie esté ensayando discurso al respecto en esta campaña electoral.
Comentarios
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