Otras miradas

El desencanto somos nosotros

Silvia Cosio

Varios jóvenes en el primer día de la Evaluación de Acceso a la Universidad (EvAU) en Castilla-La Mancha, que ha arrancado con el examen de Lengua española, este martes en Talavera de la Reina. EFE/ Manu Reino
Varios jóvenes en el primer día de la Evaluación de Acceso a la Universidad (EvAU).- EFE/ Manu Reino

Las elecciones europeas han pasado por encima de la mayoría de nosotros como un tren de mercancías descontrolado. Menudo resacón mental arrastramos desde el domingo 9 de junio: la cabeza nos da vueltas, nos tiemblan las rodillas, se nos seca la garganta. Los resultados de Francia, Alemania o Austria anticipan malos tiempos para el humanismo y la convivencia. Y el panorama en casa tampoco es que sea mucho más alentador.

La debacle de la izquierda española, por muy cacareada a priori que estuviera, nos ha dejado igualmente noqueados. Vox crece entre discursos racistas y apelaciones a que evitemos que los ríos desemboquen en la mar, los jueces ya ni se cortan en disimular su guerra contra el Gobierno, Feijóo aguanta... a pesar de Feijóo, y ahora un tipo absolutamente repugnante que tiene como modelo a Bukele, que ha convertido El Salvador en un país prisión, ha logrado tres escaños en el Parlamento europeo tras obtener más de 800.000 votos. Y lo ha logrado sin salir en los medios generalistas, sin haber hecho una campaña electoral tradicional de mítines y eslogans y sin poner un pie fuera de su canal de Telegram. Pero no preocuparse porque las mentes bien pensantes ya han encontrado a los responsables de la desafección política, la abstención, la debacle de la izquierda y el auge del trumpismo patrio: los jóvenes. 

Que también es verdad que esto de echarle la culpa a la juventud de los problemas es una cosa muy antigua y rancia, y que podíamos cortarnos un poquito antes de señalar culpables así a lo loco, más que nada porque la viga que tenemos los adultos en el ojo -que es ya del tamaño de la pirámide de Jufu- nos está impidiendo ver lo que hay delante. Y lo que hay delante es una generación mucho menos numerosa que las generaciones anteriores y que ha sufrido una Gran Renuncia Social y a la que se le ha impuesto un Gran Silencio. 

El 14 de marzo del 2020 Pedro Sánchez anuncia la declaración del estado de alarma ante un país en estado de shock. Permanecimos desde entonces confinados en casa hasta el 2 de mayo. Escribo estos datos revisando la Wiki porque mi memoria parece que los ha borrado casi por completo, como ha hecho la mayoría de la población española y mundial, y eso a pesar de los meses de encierro, miedo, angustia y duelo, de las fases de la desescalada, de los cierres perimetrales, la mascarilla en exteriores, los toques de queda, la distancia de seguridad y los miles de muertos.

Como si existiera una especie de pacto de silencio colectivo, de amnesia compartida y de las secuelas psicológicas y sociológicas que nos ha dejado y que no parecemos muy dispuestos a aceptar. Pero si la población adulta hemos salido mal de la pandemia, el Gran Silencio que impera sobre el efecto que esta tuvo en la infancia, en los adolescentes y en la gente más joven, me resulta aterrador.

Tuvimos encerrados -porque no quedaba más remedio- a miles de niños y adolescentes en un momento crítico de su desarrollo, condenados a convivir con sus familias 24 horas al día y sin más contacto con sus pares que los móviles, sin poder asistir a clase cuando muchos de ellos estaban cursando tramos educativos complejos y determinantes y, solo cuando se acercaba el fin del confinamiento, comenzamos a darnos cuenta de que nos habíamos olvidado de ellos.

Sin embargo, cuando pudieron volver a salir a la calle, dirigimos el dedo acusador contra ellos y los acusamos de propagar el COVID. Los adolescentes además vivieron, para su desgracia, el experimento antipedagógico de la semipresencialidad, que se llevó a cabo sin apenas inversión en la digitalización, por lo que al final consistió en tener la mitad de la semana a nuestros críos en casa mientras la profe de mates luchaba para que la cámara enfocara la pizarra correctamente. Y entonces, mágicamente, al siguiente curso se volvió a la normalidad y se hizo como si nada hubiera pasado: ni pandemia, ni miedo, ni encierro, ni un curso inacabado y otro a medias, sin refuerzos educativos, ni asistencia psicológica, ni mención a lo sucedido. El Gran Silencio. 

Pero El Gran Silencio no se podría explicar sin La Gran Renuncia Social. No os quiero aburrir divagando sobre la importancia de las leyes educativas porque ya sabéis que la escuela sigue moldeando a la ciudadanía del futuro, pero sí que quiero recordar que la aprobación en el año 2013 de la Ley Wert, durante la mayoría absolutista de Rajoy, fue un torpedo en la línea de flotación de la educación pública y la virtud ciudadana, pues era una ley que apostaba por la empleabilidad y el espíritu emprendedor por encima de la educación, la trasmisión de valores ciudadanos y la integración.

La Ley Wert sin embargo no fue la causa sino la consecuencia tangible de la Gran Renuncia Social a la educación de nuestros jóvenes y niños como una responsabilidad social colectiva. Por eso, y a pesar de que la LOMLOE intente revertir la Gran Renuncia neoliberal, es complicado, tras siete años de propaganda individualista basada en supersticiones como "la cultura del esfuerzo" o "el emprendimiento" y brutales recortes del presupuesto, que la escuela se pueda desprender de golpe de todo esto. Hemos convertido una parte importante de la educación reglada en una carrera de obstáculos donde la transmisión de valores ciudadanos queda ahogada o en segundo plano.

Los conciertos educativos, que agrandan las brechas económicas y sociales, y las burlas constantes de algunos profesionales de la educación en redes sociales donde menosprecian y humillan a su alumnado y familias, nos dejan entrever que, a tenor de lo que estamos haciendo con la educación -entendida esta como un derecho ciudadano y no como una sucesión de notas y una mera transmisión de contenidos de forma acrítica-, no tiene mucho sentido que nos quejemos después de los resultados o hagamos al alumnado responsable de nuestras decisiones políticas. Pero es que además también hemos expulsado a la infancia y a la gente más joven y a los ancianos de los espacios públicos.

Las ciudades se han convertido en un lienzo en el que hemos sustituido las plazas arboladas con bancos públicos por terrazas y bares, donde el ocio se identifica con consumo y donde exigimos estar libres de los gritos infantiles y las risas estruendosas de los adolescentes. La parte más conservadora de la sociedad aboga por esta Gran Renuncia para así volver a la crianza como una responsabilidad exclusiva de las familias, de ahí la batalla por el famoso pin parental, pues con estas propuestas quieren cercenar toda posibilidad de que sus retoños reciban una educación en valores universales que puedan contradecir o poner en entredicho la autoritas familiar. 

La sociedad tiene la juventud que se merece porque es la que hemos educado y la nuestra, a pesar de todo esto, es una juventud en su gran mayoría fantástica que se enfrenta a retos complejos en un mundo adulto-centrista que olvida todo lo que está en sus márgenes: la infancia y la adolescencia, la gente joven, las personas ancianas, las personas dependientes y las personas con discapacidad.

En España la gente más joven parte con desventajas sistémica con niveles de paro que rondan el 29%, una precariedad laboral que impide que muchos de ellos se puedan independizar antes de los treinta años y por eso la crisis de la vivienda les afecta especialmente. Y a pesar de todo esto fue el voto joven el que inclinó la balanza el 23J a favor de las fuerzas de izquierda y progresistas. Son las generaciones más jóvenes quienes están encabezando las protestas por el clima, las acampadas por Palestina y quienes nos han hecho replantearnos nuestra relación con los animales, enfrentarnos a la realidad del racismo sistémico de la sociedad española, abriendo las compuertas del feminismo para hacerlo más libre, inclusivo y diverso y cuestionando la heteronormatividad ampliando nuestra forma de vivir la sexoafectividad. No tiene mucha lógica que acusemos, por tanto, a las nuevas generaciones de imponer su agenda woke al mismo tiempo que les achacamos que se estén entregando a la extrema derecha, es una contradicción ridícula. Deberíamos tener presente que no han sido los jóvenes quienes se han inventado eso de la dictadura sanchista o las feminazis ni el grupo más numeroso en las protestas por la amnistía o los rezos ante la sede del PSOE.

Lo que sí debemos hacer es escuchar a los jóvenes y entender que estos forman un grupo heterogéneo y diverso en el que, más allá de pertenecer a una misma generación, los definen también cuestiones tan importantes como la clase social, el género y la orientación sexual y que son, por tanto, un reflejo del resto de la sociedad. Los jóvenes son un grupo de ciudadanos y ciudadanas al que solemos ignorar, cuando no ridiculizar, obviando que son una parte esencial de la sociedad y nuestra obligación es hacerles sentir que son necesarios y útiles en la toma de decisiones políticas; porque de otra manera lo fácil es que caigan en el desencanto y en la abstención o que algunos se dejen seducir por los cantos de sirena de las extremas derechas. Lo que no tiene mucho sentido es que estemos llevado de la mano a parte de la juventud hacia el desencanto y luego se lo echemos en cara. 

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