Otras miradas

Gramsci: un pensar en el aquí y en el ahora, más allá del aquí y del ahora

Ricardo Laleff Ilieff

Ricardo Laleff Ilieff

Se han dicho muchas cosas sobre Antonio Gramsci (1891-1937). Se ha escrito mucho sobre su corta, sufrida pero muy prolífica vida; sobre las innovaciones teóricas de su pensamiento; sobre la capacidad interpretativa de sus metáforas; sobre el alcance de sus intuiciones y sobre sus apuestas políticas coyunturales. Como toda figura ampliamente revisitada, también la de este pensador italiano nacido en la sureña región de Cerdeña posee múltiples retratos. Sumado a ello, su nombre es asociado con ciertas imágenes de innegable impacto emocional, como por ejemplo, aquella que lo observa como un jóven mártir encerrado a causa de las calamidades del fascismo o aquella otra que lo concibe como un genio que ha tenido que lidiar -con estoicismo sobresaliente- con una decrépita salud desde nacimiento y con condiciones habitacionales cuanto menos desfavorables. Pero si de lo que se trata es de acercarse con justeza al legado gramsciano, entonces es menester ser fiel a una de sus premisas fundantes: desmontar el sentido común, es decir,  cuestionar lo que primero se nos aparece en la mente, interrogarlo.

En tal virtud, si una primera lectura poco avezada de algunas de las epístolas que escribió desde la cárcel -y que luego de su muerte fueron recogidas y publicadas- lo hicieron aparecer como una víctima, cabe entonces volver a revisarlas, leer todas ellas con atención y recordar ciertas líneas que le dirigió a su madre poco tiempo después de su detención. Allí aclara que su destino se debe a una praxis política que no ha sido camuflada o negada en ningún momento sino más bien mentada con ahínco. Es que la de Gramsci ha sido una vida que debió sufrir el máximo rigor de una disputa política como tantas otras, que no conoció de medias tintas, que estuvo plagada de arbitrariedades y de atrocidades tan típicas de la primera mitad del siglo XX. Quizás con esas líneas Gramsci haya querido consolar así a su madre quien, nuevamente, debía ver transitar con un ausencia familiar. Es que con la detención de Antonio los Gramsci se encontraron por segunda vez con la angustia de los barrotes; la primera se debió a una acusación de desfalco contra el padre que lo llevó a una larga estadía bajo rejas y que implicó severas penurias materiales para toda su familia, la detención de Antonio, en cambio, fue harto distinta.

Es verdad que la historia pareció repetirse en ese microcosmo familiar que tenía al padre y a uno de los hijos como protagonistas, pero también es verdad que las singularidades de cada caso no hacían más que plantear desemejanzas. Para Antonio Gramsci no había nada de lo que avergonzarse, los motivos de su detención no eran ocultos o injustos eran, más bien,  fruto de un régimen como el de Mussolini. A los ojos de Il Duce, Gramsci era un político y rival del que había que desprenderse. Como diría el fiscal fascista durante el definitivo proceso, había que evitar "que ese cerebro pensara" pero, paradoja de la historia, fue la cárcel la que terminó de hacer a Gramsci el pensador que hoy conocemos. Lejos de la praxis callejera, llevo a cabo una praxis no menos importante en la soledad de su calabozo. Así Gramsci pensó su propia biografía, repasó la derrota obrera a manos de la reacción y analizó la historia italiana para comprender un presente hostil; todo ello en vistas de modificar las relaciones de fuerzas imperantes. Por consiguiente, la imagen de un estocio no sólo es impropia sino también peligrosa y, por ende, debe ser igual de desmontada que la del mártir.  Sea en el diario, en la fábrica o en el parlamento, lejos estuvo Gramsci de ser un estoico.

De hecho, tempranamente, supo desafiar a sus propios camaradas de partido al mando del veterano Amadeo Bordiga, quienes veían con malos ojos la instalación en Turín de consejos obreros similares a los soviets bolcheviques. La puesta en marcha de estos liderados por el propio Gramsci significó -entre otras cosas- el fin del Partido Socialista y el nacimiento del Partido Comunista y el inicio de un tiempo político sumamente álgido en la península. Por lo tanto, si la figura de mártir y la de estoico resultan además de inadecuadas, peligrosas, ¿cómo pensar el legado de Gramsci a 80 años de su muerte?

El problema va más allá de dar con la palabra justa en el universo insuficiente del  lenguaje. ¿Debemos entonces analizar sus fervientes crónicas periodísticas o sus íntimas y más profusas anotaciones carcelarias pero algo dificultosas por su carácter fragmentario? ¿Debemos dar cuenta de cómo supo separarse teóricamente de la vulgata marxista, de las simplificaciones de los repetidores, de las trampas del liberalismo, de la contradicciones fascistas? ¿Debemos reponer sus innovaciones sobre la sociedad de Europa, sus finas lecturas sobre los medios de comunicación y las obras de otros pensadores políticos o acaso debemos desarrollar brevemente algunas de sus conceptualizaciones sobre el Estado, sobre la importancia de la cultura, sobre la relevancia de asociaciones sociales que colaboran con la dominación, etcétera? Quizás en una comunicación como ésta sea preciso renunciar a este tipo de alternativas y rescatar un gesto, uno propio del autor en cuestión, uno que vaya más allá de todos aspectos y al mismo tiempo que sea imposible de ser aprehendido cabalmente sin ellos pero que, sobre todo, sea de valor para nuestra época.

En este sentido, el indudable mérito del pensar gramsciano, aquello que mantiene a sus reflexiones siempre en vigencia, consiste en que ha sabido no renunciar a las polaridades de su tiempo sino comprenderlas, que se ha edificado desde coordenadas espaciales muy precisas y, sin embargo, ha tenido siempre como meta ir más allá de sí mismo, ya no como gesto intelectual abstracto o como aspecto de vanidad filosófica sino como razón de su propio despliegue. Se trata de una matriz que entiende a la historia ligada al presente y a ambos en concordancia con un futuro. Pero este es un futuro cuyo responsable es el hombre y no cualquier tipo de epifanía -de dios o de procesos inabarcables-. Así podemos ser receptivos a los muchos méritos teórico-políticos del autor como también fieles a la sendas analíticas por él abiertas sin por ello descuidar otros desarrollos y sin por ello abandonar la dimensión de crítica, inclusive una crítica de Gramsci a la altura de su altura.

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