Se dice que fue tal día como hoy la inauguración de la conocida como ruta canaria, esto es, el trayecto que hacen algunas personas desde el continente africano hacia las islas en busca de un futuro mejor. El 28 de agosto de 1994 se documentaba por primera vez la llegada de una embarcación a la costa de Fuerteventura, de la que se apearon dos jóvenes saharauis ante la mirada curiosa de pescadores y otros vecinos con los que se cruzaron nada más pisar tierra firme. Seguramente habían llegado otros antes por esa ruta, como ya sucedía en las costas andaluzas desde hacía años, pero no se había documentado, o sencillamente, nadie se enteró. Entonces no había redes sociales, por lo que ninguna imagen se hizo viral, y ningún foro ni red social se llenó de mierda racista.
Hoy vemos a varios medios recordar la efeméride con el testimonio entrañable de los policías locales y alguna vecina que fueron testigos. Contaba la dueña de un restaurante en plena playa como vivió aquellas noches en las que encontraba personas sedientas y exhaustas, recién llegadas y tumbadas sobre la arena, o más de una vez, tan solo sus cuerpos inertes, muertos, que llegaban a la orilla.
Han pasado treinta años y la migración está en el centro del debate a nivel global como nunca lo había estado. Al menos, no bajo ese manto de sospecha. Un fenómeno ni nuevo, ni desbordado, ni apocalíptico, como algunos pretenden hacer creer y como otros rentabilizan de manera obscena. La avalancha de tópicos, el estímulo del prejuicio, la transmisión del miedo y del odio a través de todos los canales y tribunas existentes eclipsan cualquier análisis sesudo que quiera hacerse sobre la situación. Y a todo esto han contribuido tanto los interesados en problematizar y criminalizar a las personas migrantes, como los medios de comunicación que saben que el chapoteo en esas aguas siempre les renta, aunque se desentiendan luego de sus consecuencias.
La historia, las causas y los datos importan poco cuando lo que sientes es otra cosa. Cuando te han provocado tal ansiedad, tanto miedo, que la anécdota, lo excepcional, se convierte en la regla, apuntala el relato y justifica ese odio a menudo vestido de prudencia. Un crimen, un video, un bulo, o cualquier otra cosa que refuerce el estigma, es otra lluvia de napalm sobre la mirada humana al asunto. Y en ello invierten a diario sus esfuerzos quienes antes se veían arrollados por cierta mirada humana. La urgencia, lo inmediato, lo pragmático, se impone sobre todo lo demás. Una vez despejado el marco de los derechos humanos y de la responsabilidad de cada uno, también la histórica de los estados en esta ecuación, cualquier propuesta será posible, incluso la más mortífera. La más cruel. Como las concertinas que abren las carnes humanas en la valla de Melilla.
Siempre me ha parecido obscena la reivindicación del derribo del muro de Berlín como símbolo de la libertad, sobre todo cuando se apela a que, por fin, los ciudadanos podían pasar de una parte a otra sin ser alcanzados por una bala de los guardias de frontera. Fin de un ciclo, fin de una era, si lo quieren, pero no fin de las fronteras absurdas ni de gente asesinada en ellas. Nadie en Occidente soporta la imagen de un blanco ahogado o cosido a tiros. No se hace esa lectura de la mortífera frontera sur, ni de los Estados que disponen cuchillas en las vallas o disparan o golpean o atropellan a quienes logran cruzar.
El pasado lunes se difundieron las imágenes de una lancha de la Guardia Civil persiguiendo una barcaza con varias personas migrantes que trataban de llegar a la costa de Melilla. Los agentes pasan por encima de la embarcación, una maniobra que también hicieron unos narcos durante una persecución no hace tantos meses, cobrándose la vida de varios agentes. En este caso reciente en el que han sido los migrantes los arrollados, la Benemérita justifica su proceder, y no hay lugar para más investigación. Tampoco, cuando la hay, garantiza nada. Ni los muertos en El Tarajal tras los disparos de los agentes, ni las decenas de muertos a golpes y aplastados tras la actuación en Melilla en 2022 han tenido consecuencias.
Estos días previos al arranque oficial del curso, con una parte del país todavía con los pies en la arena y apurando sus últimos días de vacaciones, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, está de gira por varios países de África. Las relaciones bilaterales con los países desde los que emigran muchas de las personas que llegan a España son exhibidas en un momento en el que la oposición aprieta con el tema más que nunca, y en el que el Gobierno trata de hacer malabarismos para hacer creer que actúa con mano izquierda dentro de los marcos de la derecha. En septiembre toca debatir la Iniciativa Legislativa Popular sobre la regularización de decenas de miles de personas migrantes que viven y trabajan en España, una iniciativa, sometida aun a alegaciones, que pondrá a este gobierno frente al espejo en un tema tan candente como humano, y que será una oportunidad para que cada uno se retrate.
A pesar de que durante muchos años el PP tuvo cierto reparo a la hora de cruzar determinadas líneas en sus discursos sobre migración, hoy no existe ya nada que lo ate a ningún centro, a ningún consenso de corrección política que durante años habían sido los derechos humanos. No le pasa ya factura emular a Vox y a las extremas derechas globales, más bien al contrario. Creen que, pareciéndose cada vez más, lograrán recuperar la fuga de votos y, por qué no, por fin decir lo que siempre pensaban, pero solo Albiol se atrevía a convertir en eslogan de campaña hace quince años. Hoy, el viraje a la derecha, el racismo explícito, no son ninguna vergüenza, y Albiol ha dejado de ser una anécdota en el PP. Y gracias a que estos se destapan, el Gobierno puede seguir con su política racista señalando al otro como el verdadero mal, pensando que así lo esquiva, y que lo suyo no es para tanto.
No hay política de fronteras en Europa que no sea racista y un lucrativo negocio para algunas empresas de la seguridad, y, principalmente hacia el sur, que no estén atravesadas por una relación racista y colonial. Los millones de euros destinados al blindaje fronterizo se echan de menos en la gestión diaria del fenómeno en tierra firme. Así lo acreditan las escasas y ruinosas infraestructuras sobrepasadas, incapaces de acoger a quienes llegan, los recursos que no alcanzan o la dejadez institucional incluso con menores de edad que llegan solos, empujados a la marginalidad y al desamparo. Aunque dinero y recursos hay, como se demostró con la acogida de decenas de miles de refugiados ucranianos (blancos) desde la invasión rusa. Por eso, claro que es racista la política de fronteras en Europa.
La imagen de un muro humano impidiendo a varios agentes de policía llegar donde estaban los manteros trabajando devuelve hoy la esperanza. Sucedió en Bilbao, durante las fiestas, en Aste Nagusia, estos días. Un gesto solidario espontáneo, de gente anónima, es al final lo que nos queda ante tanta indolencia y tanta precipitación hacia la barbarie. Solo el pueblo salva el pueblo, se dice cada vez que las vecinas paran un desahucio, o que, como en este caso, evita que se lleven a un hombre al calabozo o peor, acaben deportándolo. Aquí, lo humano prevalece. Se esquivan las balas de tanta basura racista que puebla las redes. No solo por una cuestión moral. Esto, sabemos, va mucho más allá del llamado buenismo, término que usan de manera despectiva los banalizadores del mal.
Pase lo que pase con la citada ILP, y con la indolencia y la gestión ineficaz del fenómeno, este gesto reciente en Bilbao es, al final, un aviso de que queda alguien todavía en la orilla con la mano extendida. Que no todo está rendido ante el odio y el pragmatismo que nos venden sobre la Europa Fortaleza y su blindaje colonial, y que solo retrata a Occidente como el sujeto irresponsable que es, pues solo pretende perpetuar sus privilegios sobre estas desigualdades y estos desamparos que no tiene ninguna intención de solucionar.
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