Otras miradas

El bosque y el cosmos

Pablo Batalla Cueto

Periodista

El bosque y el cosmos.- Freepik.
El bosque y el cosmos.- Freepik.

Comentaba Elias Canetti en alguna parte el orgullo y la fascinación que debieron de sentir nuestros ancestros del Neolítico ante los campos de cereal, viendo en ellos un bosque ordenado y domeñado; el logro del control humano de aquel espacio que había sido el hábitat de los cazadores-recolectores que ahora dejábamos de ser, pero también su terror, porque un bosque, el bosque-bosque que ellos habían conocido, el bosque virgen, era un lugar ciertamente terrorífico; un entorno caníbal, oscuro y traicionero, poblado de depredadores. En el bosquecillo de dimensiones antrópicas que es un trigal, no éramos ya bestezuelas vulnerables y asustadas, sino dioses cenitales. 

Mucho, muchísimo antes, el ser humano había desentrañado el secreto del fuego, y con ese logro prometeico había principiado una historia que es la de la domesticación progresiva de lo sublime, la del gobierno de la intemperie. El Neolítico fue otro hito. El Homo sapiens acabaría incluso volando, sueño antiquísimo este: ya en la Córdoba califal se registra el descalabro de Abbás ibn Firnás, astrólogo de la corte de Abderramán II y hombre de variados intereses científicos, que sobrevivió de milagro al salto desde lo alto, bien de una torre, bien de un precipicio (las crónicas no son claras), agarrado a unas alas especialmente diseñadas al efecto. Cuenta Violet Moller en La ruta del conocimiento: la historia de cómo se perdieron y redescubrieron las ideas del mundo clásico que «sobrevivió de milagro, a pesar de tener ya sesenta y tantos años, y llegó a la conclusión de que no había tenido en cuenta lo importante que era la cola de los pájaros en el proceso de aterrizaje». Podría considerársele un pionero del wingsuit, ese terno alígero con el que hoy se tiran algunos desde las cimas de las montañas, y aunque la cosa es mucho más segura que aquellas alas de Ícaro, también se descalabran a veces: escribimos esto pocos días después de la muerte de esta guisa de un hombre que se arrojó desde la cumbre del Tiatordos, emblemática montaña asturiana. 

Somos criaturas descentradas, seres incómodos en el traje de su especie y que quisieran ser otras: pájaros, por ejemplo. Pero, sobre todo, hemos querido ser dioses. Hemos jugado a serlo. El trigal no era el bosque, sino un remedo del bosque, una maqueta del bosque, un warhammer del bosque, el champín de aquel champán. Milenios más tarde, la misma sensación olímpica que glosaba Canetti la tendría Manuel Chaves Nogales a bordo del avión en el que daba la vuelta a Europa, en 1928. Sobrevolando Berlín, e impresionándose del espectáculo «grandioso» de su iluminación nocturna, al periodista sevillano le parecía que el ser humano había conseguido crear su propio firmamento, y uno más hermoso que el de toda la vida. La Unter den Linden iluminada, centro de la «gran masa incandescente» del centro de la capital, era más brillante que «la pobre y desteñida Vía Láctea» y «la rudimentaria arquitectura de las constelaciones hechas para sencillos pastores» no tenía «ninguna importancia al lado de la difícil geometría» de aquellos «millones de lucecitas» que brillaban allá abajo «describiendo el laberinto de las calles de la ciudad» y el autor de La vuelta a Europa en avión tenía la convicción de que «la luz tenue e igual de las estrellas envidiaría las gemas riquísimas de estas estrellas urbanas en las que hay diamantes, zafiros, rubíes, amatistas, esmeraldas y ópalos». Se podía certificar la defunción del «sentimiento de lo sublime en la Naturaleza», que «subsistía ya solo porque el espectáculo de la noche espolvoreada de luz seguía siendo insuperable», pero había sido también, finalmente, superado. 

Del dominio del bosque, de la capacidad de sembrar un bosque propio, al dominio del cosmos todo; a la capacidad de borrar las estrellas del cielo de las ciudades con la luz eléctrica, tal como explícitamente querían Marinetti y sus futuristas, y crear con ella un cosmos nuevo, por nosotros diseñado, por nosotros encendido y apagado a voluntad; un firmamento en la tierra devenida cielo, visible desde el cielo ahora accesible, devenido tierra por lo tanto: definitiva inversión de las leyes originarias de la vida de nuestra especie. He ahí, sí, una historia infinitesimal de la humanidad. Con el fuego que Prometeo hurtara a los dioses, primero asamos mamuts, y milenios abajo, acabamos prendiendo nuestras propias estrellas. Pero seguimos incómodos. Siempre lo estaremos; no puede no estarlo este pitecántropo culoinquieto que somos. Siempre lo estaremos, no puede no estarlo este pitecántropo culoinquieto que somos. Y entonces adviene una perturbadora deducción: si ya no nos quedan prerrogativas que arrebatarle a Dios, tal vez la historia que venga sea la de nuestros esfuerzos por arrebatárselas al Diablo —ese que, cuando no tiene que hacer, mata moscas con el rabo—; la de que, muerta de éxito la era del crear, del entretenernos creando, ahora sea el turno del entretenimiento del destruir. 

Más Noticias