Otras miradas

The Bear y septiembre, sobre el estrés y la autoexigencia

Guillermo Zapata

Escritor y guionista

 

The Bear y septiembre, sobre el estrés y la autoexigencia
Fotograma de la serie "The Bear".

Septiembre, ya sabéis, el fin de las vacaciones, el inicio del curso, la vuelta al trabajo para quién ha podido descansar. Hay dos tipos de persona, quienes creen que el año empieza en enero y quienes sabemos que para entonces la cosa lleva tres meses en funcionamiento.

The Bear, ya sabéis, una de las series más importantes del mundo, prestigio, premios por doquier, reparto increíble, montaje y realización fuera de lo norma. Y por supuesto, Carmine, el chef y el restaurante que su hermano le legó después de suicidarse.

Hay algo en The Bear que ha ido cambiando temporada a temporada y ese algo también nos previene contra los males de septiembre.

Las tres temporadas de The Bear, creada por Christopher Storer, narran la evolución de un restaurante de bocadillos y comida popular en Chicago que ha perdido su centro emocional y se disuelve en deudas y su evolución (y la de su plantilla, una suerte de familia casi siempre más funcional que las familias biológicas de los protagonistas) hasta convertirse en, quizás, el mejor restaurante de la ciudad. Por el camino se nos cuenta también el paso de la comida de rancho, de combate (y también de clase trabajadora, pues la clase está por ahí saltando y bailando todo el rato) a la nueva comida, a los menús deconstruidos, al chef como genio creativo. Al restaurante de prestigio.

Esa evolución es pareja al prestigio de la propia serie. De sorpresa muy popular a serie que tiene que demostrarnos algo nuevo y mejor capítulo a capítulo cada temporada. De serie con pocos capítulos de media hora a un proceso que ha ido alargando y alargando la duración de los capítulos y también el número de capítulos por temporada, hasta llegar a que la tercera, que cuenta muchas menos cosas que sus antecesoras, es en realidad sólo la mitad de lo que quiere contar y termina con un "continuará" dentro de 10 capítulos. A la vez, la serie cada vez parece más reflexionar sobre sí misma cuando habla de cocina. De los problemas de estar a la altura de una demanda de prestigio que quizás ni siquiera exista, que quizás sólo esté en la cabeza de quién tiene que afrontar cada temporada con un nivel de presión y autoexigencia cada vez mayor.

Eso hace que la serie haya evolucionado también de una cierta huida de la cultura de la competitividad llena de la toxicidad terrorífica que se respira en ... bueno, en Masterchef, por poner un ejemplo cercano, a una serie que interioriza y reproduce buena parte de esa toxicidad y que incorpora a la misma un constante ensimismamiento. En el último capítulo de la tercera temporada hay un tramo de unos quince minutos de chefs reales de Chicago, disimulados como personajes, hablando de lo que para ellos significa cocinar y la cocina. Un homenaje y a la vez la parálisis de cualquier desarrollo narrativo.

Ese ensimismamiento llega al paroxismo en el primer capítulo de la misma temporada que reproduce a la perfección el efecto de los reels de Instagram que te muestran cómo se hace una receta a través de una suerte de ASMR visual a hipervelocidad de la que, por supuesto, no aprendes nada. Quizás el ejemplo perfecto del tipo de productividad que se nos demanda a la vuelta del verano.

La paradoja, lo interesante, es que en medio de ese frenesí, la serie ofrece siempre dos, tres episodios que son de las cosas más emocionantes que se pueden ver ahora mismo en la televisión. Y siempre son de un tipo muy concreto. Obras de cámara, centrados en un personaje que, como mucho habla con otro, que reproducen una experiencia que se basa en la conexión emocional con algún tipo de elemento de lo más reconocible.

Es lo que nos ofrece Honeydew, el capítulo en el que Marcus viaja a Copenhague a aprender a cocinar. Es lo que nos cuenta Forks, el capítulo en el que Richie consigue quererse un poco por primera vez. Es lo que nos cuenta Napkins, en el que Nina busca trabajo y encuentra una comunidad y es lo que nos cuenta Ice Chips, en el que Sugar (mi personaje favorito de la serie) consigue conectar quizás por primera vez – quién sabe si también por última – con su madre.

Todos esos momentos son importantes y los recordamos porque hablan de conectar con algo, no tienen que ver con una exigencia exterior que nos imponen o nos autoimponemos y nos hablan de que la única manera de conectar de verdad es parar y escuchar(nos)

Por tanto, en este septiembre que entra tenemos dos caminos. Los dos están inscritos en The Bear, en uno vamos a acelerar hasta aparecer en algún momento de abril, mayo del año que viene con el cerebro hecho papilla y el cuerpo roto buscando verano e intentando reconstruir los restos de los vínculos que se han ido lijando a pura productividad durante el resto del año, y en el otro vamos a deshacernos en lo posible de toda la mierda superficial que nos hacen creer que es importante (o nos obligan a reproducir como si lo fuera) y vamos a parar y mantener esos vínculos.

 

Pero no vamos a poder elegir totalmente entre uno y otro. Sabemos que el primer camino tiene más capacidad de coerción, más medios, más publicistas y más fuerza. Por eso este septiembre, cómo decía Deleuze, habrá que fugarse y, en la fuga, buscar un arma. Ese arma, hoy, como bien enseña Tina, es una comunidad. Es no estar solos, solas. Ahí empieza todo.

 

Chef¡

 

 

 

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