Otras miradas

Racismo del siglo XXI

Alfredo González-Ruibal

Ya no quedan racistas. Nadie se declara como tal abiertamente. Nadie, salvo un puñado de neonazis. Los cuales, por cierto, sirven para demostrar que uno no es racista, porque no exige el exterminio de otras razas ni lleva una esvástica tatuada en el brazo. La discriminación racial nos parece así un fenómeno histórico tan remoto como la Hispania visigoda. Y nos lo parece por dos razones: por un lado, debido al descrédito científico y político del racismo biológico tras la segunda guerra mundial. Por otro, debido al final de los sistemas segregacionistas en sus múltiples versiones entre 1945 y 1994: fascista, colonial, sureño, rodesiano y sudafricano.

 

Hoy no quedan (casi) racistas porque (casi) nadie defiende explícitamente ni el racismo biológico ni la segregación. Pero pensar que el fenómeno se agota en estas dos versiones es desconocer su historia y el papel que ha desempeñado en el sistema político económico mundial desde fines del siglo XV.

 

Por decirlo claramente: sin racismo no hay capitalismo. Es posible que exista una modalidad del sistema donde no sea necesaria la discriminación por raza o etnia, pero es una modalidad que todavía no hemos experimentado en el mundo. Por ahora, podemos hablar de capitalismo utópico.

 

Y lo es porque el capitalismo real necesita mano de obra barata que incremente el margen de beneficios. La mano de obra barata se ha conseguido de diversas maneras, pero una de las formas fundamentales desde el siglo XV es mediante la identificación de determinadas razas o etnias con determinada función en el sistema capitalista global: lo que el sociólogo Immanuel Wallerstein denomina "etnicización del trabajo".

 

El caso más extremo es el de la esclavitud de población subsahariana. Esto no tiene parangón en la Antigüedad ni en la Edad Media, donde la servidumbre forzosa no se asociaba a ningún rasgo corporal concreto. De hecho, en el Medievo europeo los esclavos eran fundamentalmente blancos, que es lo que había más a mano (por eso la palabra esclavo proviene de eslavo).

Una vez que comienza, la etnicización del trabajo no cesa: solo se transforma. La desaparición de la esclavitud en el siglo XIX coincidió con la generalización del trabajo contratado en régimen de servidumbre (indentured labour), que afectó esencialmente a indios y chinos, así como la segunda oleada de colonización europea, que permitió convertir a millones de africanos y africanas libres en trabajadoras forzosas de forma permanente o temporal. Hoy, la gran mayoría de productos industriales y buena parte de los mineros y agropecuarios se producen en países del Sur Global. O en el Norte Global con mano de obra racializada.

 

No hacen falta muchas lecturas para confirmarlo: basta salir a la calle y comprobar qué gente desempeña determinadas profesiones o la procedencia de los productos que consumimos. Mientras esto sea así, el sistema político-económico dominante es racista, dado que la raza sigue desempeñando un papel clave en la distribución discriminatoria de personas en el mercado laboral. Sin esclavitud, sin racismo biológico, sin colonialismo. En el siglo XXI.

Pero el racismo del siglo XXI no se manifiesta solo en la estructura político-económica global. Tiene muchas más caras. Y una de las más terribles es la indiferencia: racismo es la disposición diferencial a dejar morir. No hacer nada por impedir el genocidio de Israel en Palestina es racismo. La insensibilidad ante la muerte de miles de personas procedentes de África subsahariana que tratan de llegar a Europa también es racismo. Lo es mientras exista un elemento étnico o racial para explicar nuestra indiferencia. El racismo, decía Wallerstein, es una ideología que sirve para mantener a raya a los grupos humanos de los escalafones más bajos. Les enseña su lugar en el orden global de las cosas y justifica dicho lugar. Y no hay mejor forma de enseñar a un grupo lo que vale que mostrar la más absoluta indiferencia ante su muerte.

Más Noticias