Otras miradas

A los inventores del parlamentarismo ahora no les gusta

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

A los inventores del parlamentarismo ahora no les gusta
El candidato del PP a la Presidencia del Gobierno de España, Alberto Núñez Feijóo (c), durante el seguimiento de la jornada electoral de los comicios generales en la sede del PP en la calle Génova, a 23 de julio de 2023, en Madrid (España). Alberto Ortega / Europa Press

Igual que los equipos que culpan de su derrota al árbitro, o reivindican la victoria moral pese a tener a toda la hinchada en las gradas en contra, así se comporta la derecha española. Culpan a las reglas del juego de sus propias limitaciones, y empiezan a reclamar que la superioridad de tiempo en el dominio de la pelota, y no los goles encajados, les clasifique directamente para la Champions; que gane la Liga el equipo que haya metido más goles, y no el que más puntos acumule. Que los tiros al poste también cuenten como gol, y que se ignoren los fuera de juego. Siempre y cuando sean los suyos y no los de sus rivales, claro está. Con la resaca electoral, no paro de ver argumentaciones análogas, a cual más peregrina, llevadas al terreno político.

Max Weber estableció hace un siglo una clasificación tripartita de la autoridad, en la que distinguió tres tipos de legitimidades: la tradicional (manda este porque es el hijo del que mandaba antes, y porque siempre se ha hecho así), la carismática (por las cualidades del que manda que hacen que las masas lo reconozcan como líder natural, ya sea por heroísmo militar, convicciones religiosas, o por sus irresistibles encantos), y la racional-legal, propia de la democracia liberal que es el campo en el que jugamos, cuya legitimidad se basa precisamente en la aceptación generalizada de un procedimiento consensuado de acuerdo a unas reglas racionales, y donde se reconoce al cargo por encima de la persona que lo ostenta.

Fuera de estas tres formas legítimas del poder, concluía el sociólogo alemán, solo queda la dominación ilegítima por el ejercicio de la fuerza. Pero aquí llevamos una legislatura oyendo hablar de un tal "gobierno ilegítimo" por aquellos que se autoproclaman constitucionalistas, pese a que el gobierno actualmente en funciones cumple legalmente con todos los requisitos constitucionales para ocupar el cargo. Y lo que nos queda.

Tendemos a burlarnos de este berrinche de las derechas, porque lo relacionamos con la reacción pueril del niño que no sabe perder. En la práctica, lo que tenemos delante es al abusón de turno que, cuando ve que no va ganando, confisca el balón alegando que es suyo, y se lo lleva a medio partido. Seguramente todos conocimos a alguno de estos en el patio del colegio (el mío en particular ocupa ahora un pequeño alto cargo). Siguiendo la analogía política, esto se parece demasiado a un golpe de Estado, y de ahí lo preocupante de nuestra vida política democrática en el presente y el futuro. Porque el ruido arreciará todavía más si finalmente la segunda fuerza más votada logra reunir, como todo parece apuntar, los apoyos de la mayoría parlamentaria llave del Gobierno. Porque en el fondo siempre han estado convencidos de que, más allá de formalismos, la pelota del poder les pertenecía.

Tipos de democracia ha habido muchos y pueden darse de muchas formas. Durante muchos siglos, la democracia fue algo del pasado, convertida casi en mito (la democracia ateniense clásica). Pero la independencia de los Estados Unidos y la Revolución francesa, en los cimientos de nuestra modernidad, la convirtieron en un sistema de futuro. Ahora que nos hemos liberado de las cadenas de los dominios coloniales y el despotismo absolutista, ¿cómo demonios vamos a organizarnos? Y ahí empezó el sano y justo guirigay democrático.

Cuando el soberano quedó desplazado por la soberanía del pueblo y la nación afloraron innumerables formulaciones teóricas y apaños prácticos: los ciudadanos atenienses, que eran poquitos (puesto que no eran considerados ciudadanos los esclavos, los extranjeros, ni mujeres ni niños), se reunían en asamblea y votaban todo a mano alzada. Pero la nueva democracia se enfrentaba a dos problemas: no hay estadio de fútbol en el que quepamos todos los ciudadanos de una nación, y lo que es peor, el 51% de la población podría convertirse en una nueva forma de despotismo de la mayoría que oprimiera de forma legítima pero injustamente al otro 49%. Que la igualdad, en fin, ahogara a la libertad. Y además, quién quiere vivir permanentemente en una junta de vecinos.

Algunas voces siguieron apegadas a la tradición republicana de la antigüedad clásica, proponiendo emular aquella forma de democracia directa y asamblearia a nivel municipal, de distrito, de fábrica, donde se expresaría la voluntad general del pueblo. Siguiendo ese modelo surgieron luego las autocalificadas democracias socialistas, los populismos, el neologismo de democracia iliberal de Orbán o incluso dejaron su impronta en las democracias más veteranas, como la del Reino Unido o los Estados Unidos: sistemas mayoritarios donde se ignora la voluntad de la minoría y, mediante delegados, se elige indirectamente el poder central. Donde elegir entre demócratas o republicanos se traduce, en la práctica y como decía aquel, en votar a Ciudadanos (Biden) o a Vox (Trump). Porque el elemento democrático se da allí en las primarias y los caucus estatales, y no en el colegio de electores.

El liberalismo (también el conservador), en cambio, preocupado por la libertad del individuo frente a todo tipo de ejercicio despótico del poder, ya fuera de un monarca absoluto, un dictador populista o unas masas obreras y harapientas, fijó su atención en los derechos de las minorías y su derecho al disenso. Claro que entonces el concepto de minoría, no sin razón, se refería a la propia, la de la burguesía propietaria. Porque minoría no somos las mujeres, son y siempre han sido los millonarios.

Surgió entonces la idea fundamental de la representación: a quién se representa, qué se representa, y cómo se organiza esa representación de los individuos-ciudadanos soberanos de la forma más justa posible. Los criterios, argumentos y fórmulas adoptadas fueron muy diversos: el sufragio censitario, basado en un criterio de rentas donde el derecho a decidir qué se hace con tus impuestos reside en tu contribución, mientras se relegaba a la categoría de no-ciudadanos a los más humildes, que eran la verdadera mayoría. No fuera a ser que después de que te deslomaras trabajando en tu granja apareciera una docena de braceros o vándalos reclamando democráticamente que esa granja a partir de ahora les pertenecía al grito de ¡exprópiese!

El voto ponderado, un poco más democrático, reconocía el derecho al sufragio a todos los ciudadanos, pero donde no todos los votos valían lo mismo (según nivel de rentas, de estatus social o de nivel educativo). Las universidades, por ejemplo, siguen funcionando de acuerdo con un sistema semejante que recuerda más a los medievales parlamentos estamentales que a una verdadera democracia. Este tipo de sistema que más tarde se encarnó en las democracias corporativas, que tenían más de fascistas que de democráticas.

Y finalmente llegaron nuestras democracias liberales del estado de derecho, con sufragio universal reconocido también a las mujeres, donde prima el criterio de la proporcionalidad (más o menos corregido con métodos como el de D’Hont). Para que las voces disidentes frente al poder central no sean acalladas. Para que la realidad de las zonas rurales y vaciadas no sea aplastada por la voluntad de las circunstancias urbanitas, donde se apila el grueso de la población. Donde prima la pluralidad por encima del rodillo de la mayoría absoluta.

Deberíamos congratularnos, pues, de los resultados de esta libertad plural. Y sin embargo muchos parecen añorar, en aras de una supuesta estabilidad, aquellos tiempos partitocráticos en los que una sola formación gobernaba a su antojo en los tres poderes del Estado, menos separados que nunca, pobre Montesquieu. Estos días leo y escucho a políticos, tertulianos, columnistas y tuiteros con propuestas a cual más peregrina: que gobierne la lista más votada, aunque no alcance la mayoría parlamentaria, que es donde reside la soberanía de la nación (y lo incumplan sistemáticamente a nivel autonómico o municipal). Dejar fuera del tablero a los supuestos partidos inconstitucionales, pese a lo establecido en la constitución y la ley de partidos: independentistas, republicanos, pero entonces también a los que pretenden acabar con el Estado de las autonomías o bloquean la renovación del poder judicial de acuerdo a las leyes vigentes. Cambiar la circunscripción provincial por una circunscripción única, que rompería los equilibrios regionales para imponer la voluntad centralista de Madrid. He visto incluso propuestas de elecciones presidenciales a doble vuelta para no llegar a esta situación (pero para eso habría que derrocar al rey: somos una monarquía parlamentaria y no una república presidencialista), o que sin los resultados de Euskadi y Catalunya el PP obtendría mayoría absoluta. Y si mi abuela tuviera cojones sería mi abuelo, también.

Si quieren dinamitar todo el sistema y derogar la democracia parlamentaria, que lo digan sin tapujos. Y entonces, que nos expliquen claramente qué otro modelo de legitimación persiguen. Por encima de tanto ruido de sables y cacerolas, mientras tanto, yo me quedo con una mayoría plural abocada al diálogo y los acuerdos. Más democrático y liberal imposible.

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