Otras miradas

La matraca nacional

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

La matraca nacional
El líder del PP y candidato a la Presidencia del Gobierno, Alberto Núñez Feijóo, saluda durante la manifestación organizada por el PP, en la plaza de Felipe II, a 24 de septiembre de 2023, en Madrid (España). Jesús Hellín / Europa Press

Sí que me dan un poco de envidia esos señores, y alguna señora, que no parecen tener mayor preocupación en sus vidas que la independencia de Catalunya o la unidad de España. Entiendo que no se hallan ahogados por la subida de la hipoteca y la cesta de la compra, y que llegan a fin de mes sin que sus bolsillos se resientan. Que gozan de buena salud, ellos y los suyos. Que no están en ninguna lista de espera de la sanidad pública para una prueba dentro de siete u ocho meses para saber si lo suyo es maligno o tiene cura. Que no han perdido a ningún ser querido recientemente ni les han roto el corazón. ¿O acaso subliman sus problemas personales en lo que consideran más alto y noble ideal?

Personalmente, las banderas se me antojan inmensos pañuelos de mocos: el único trapo capaz de empapar y consolar un sinfín de frustraciones. Si un día de estos la Unión Europea avanza hacia una mayor integración supranacional y me sustituyen la inmensa bandera de la plaza Colón por una azul con su círculo de estrellas, pues estupendo. Mejor aún si algún día se materializara esa confederación ibérica siempre descartada: tendríamos una bandera con más colorín, sustituyendo con una franja verde nuestra enseña repetitiva. Muy a favor sobre todo si se trasladara la capitalidad a Lisboa, que pilla más cerca del mar (y más lejos de las manos de Ayuso).

No entiendo cómo los historiadores y demás científicos sociales no andamos llorando por las esquinas (bueno, un poco sí que sollozamos, pero por otro cúmulo de factores) al ver cómo nuestro consenso de especialistas cae en saco roto en cuanto salta al debate público. Es como el consenso científico en torno al cambio climático y su origen antropogénico, compartido por el 98% de los científicos mundiales pero que unos pocos políticos torticeros convierten en tema controvertido y discutible.

Los y las historiadoras sabemos desde hace décadas que la nación es un invento (y además, históricamente muy reciente, pese a que muchos traten de dotarla de esencias inmemoriales), una "comunidad imaginada" como rezaba el título del clásico sobre la materia de Benedict Anderson: una construcción social mediante la cual personas alejadas en el espacio y que no se conocen se sienten miembros de una misma comunidad porque, entre otras cosas, leen el mismo periódico cada mañana (ahora diríamos que porque viralizan el mismo video de Tiktok). Un invento, en fin, de la revolución francesa y la revolución industrial, con poco más de doscientos años y que no tendría por qué pervivir para siempre, por mucho que se ofusquen los de las banderitas. Si lo piensas, la humanidad ha vivido muchísimo más tiempo vinculada colectivamente bajo otro tipo de comunidades, fueran imperios, ciudades-Estado u organizaciones tribales. Y quién sabe si acabaremos volviendo a alguna de esas viejas fórmulas.

En la astracanada de acto poselectoral que montó el PP en vísperas del debate de investidura de su propio candidato, me alegré al menos de escuchar a Feijóo reconociendo que la nación española había nacido con la Constitución gaditana de 1812, que proclamó por vez primera la soberanía nacional. Claro que entonces, ellos hubiesen estado en contra de aquella Constitución progresista y del lado de los serviles. Se le olvidó recordar a Feijóo que entonces también se reconocía como españoles a los ciudadanos de los territorios americanos, esos a los que muchos ahora miran con recelo xenófobo tachándolos de inmigrantes, sudacas o cosas peores. No hace mucho vi a una joven mostrando en redes sociales el DNI de alguien de piel oscura que no se apellidaba precisamente García, y aseverando que para ella alguien así nunca sería española. Semejante salvajada recibió miles de "me gusta". Y si tener un documento nacional de identidad español no te hace español, entonces yo ya no entiendo nada. Porque si algo tenía históricamente el nacionalismo español hasta ahora es que nunca reivindicó el elemento racial como fundamento de su identidad.

Aprecié, como decía, que Feijóo arrancase en la fecha de 1812 porque a Rajoy le gustaba mucho repetir (de lo poco que se le entendía claro) eso de que España era la nación más antigua del mundo. Y ahí me quedaba yo, barruntando qué demonios querría decir con eso. Porque si tomamos como acta de nacimiento aquella primera Constitución que reconocía la existencia de una nación soberana, entonces no cabe duda de que nos precedieron ingleses, norteamericanos o franceses. Si se refería a alguna otra entelequia de carácter más intangible, le contestaría que hasta Portugal, en cuanto a unidad territorial de fronteras más o menos estables y unidad lingüística, también existió mucho antes que España.

Tal vez tomaba como punto de partida a los Reyes Católicos, que jamás crearon nada semejante a una nación española. Dos herederos de dos reinos distintos contrajeron matrimonio, que es algo así como si tú tienes un piso en Madrid y tu pareja un apartamento en Sevilla: tenéis dos pisos, no uno más grande, y cada uno de ellos seguirá sujeto a sus propios reglamentos municipales, del IBI al impuesto de basuras. Aquellos a los que tanto se les llena ahora la boca con las gestas del imperio español entienden muy poco de lo que fue aquel imperio, que tampoco tenía nada que ver con la nación española, y prefería autodenominarse monarquía universal o católica. Como mucho, "las Españas", así en plural. Su nieto Carlos heredó finalmente aquellos dos reinos/apartamentos, sí. También heredó Nápoles, Cerdeña o Sicilia, el ducado de Borgoña en territorio francés, los Países Bajos y hasta el Sacro Imperio romano-germano, que incluía buena parte de los territorios centroeuropeos. ¿Formaban entonces Bélgica o California parte de la nación española? Cuando Carlos I (y V de Alemania) llegó con su corte flamenca a Castilla, ni siquiera sabía hablar nuestro idioma.

Solo esta semana, sin embargo, dos titulares de sendos periódicos de tirada nacional daban el salto y situaban el origen de España muchísimo más atrás en el tiempo: el primero de ellos se preguntaba por qué España ha dejado de ser católica después de 1.644 años, como si algo llamado España hubiera podido existir hace casi dos milenios. En el segundo de ellos, un escritor que conoció mejores tiempos afirmaba sin rubor que "España como nación" nació en Covadonga. Lo que hay que hacer para vender libros.

Semejante cruzada por llamar español hasta al homo antecessor de Atapuerca comenzó en nuestra democracia de forma algo más sutil, allá donde me alcanza la memoria, con un Aznar que, a pesar de chapurrear catalán en la intimidad, modificó el contenido de la asignatura de Historia evaluable en la prueba de acceso a la Universidad sustituyendo una Historia contemporánea universal (seguramente algo más cercano y apropiado para este mundo globalizado de hoy) por una Historia de España, con su reino visigodo y su canesú. También estrenó en prime time y en la primera cadena de la televisión pública una serie divulgativa llamada Historia de España, en forma de documental-ficción. No recuerdo bien desde qué momento de la historia tan española partía, aunque sí guardo en la memoria las imágenes de unos actores poco creíbles disfrazados de fenicios. Una serie, en fin, que tan bien supieron parodiar los guiñoles de Canal+, a los que tanto echamos de menos estos días. En uno de sus mejores sketches, aparecía el muñeco de gomaespuma del inmarcesible Fraga Iribarne, ataviado con unas pieles y pintando en la cueva de Altamira un bisonte; el rótulo inferior sentenciaba: "El primer español". Y de ahí para adelante, que ya se sabe que todos los caminos conducen a Madrid: el lusitano Viriato, español. Los emperadores Adriano y Trajano, todos españoles. El filósofo aristotélico Avempace, español también, aunque un poco menos por aquello de que era musulmán.

Cuando la cosa es mucho más sencilla y moderna. La idea de nación como unidad política surge, como casi todo en nuestro mundo contemporáneo, con la Revolución Francesa. Para justificar que los representantes del pueblo llano hubiesen abandonado la reunión de los Estados Generales (movimiento aquel que sí que fue una sedición y ruptura de la tradición constitucional en toda regla), reuniéndose en un frontón e instaurando un nuevo parlamento paralelo que se autoproclamó Asamblea Nacional Constituyente, el abad Sièyes publicó un panfleto convertido hoy en clásico, en el que afirmaba que solo ese Tercer Estado, ese pueblo sin privilegios, constituía la verdadera nación. ¿Sus argumentos? Solo el tercer estado, en aquella sociedad estamental, se hallaba sometido a la ley común, frente a las jurisdicciones especiales de los privilegiados; solo ellos producían riqueza y pagaban impuestos, y eso los convertía en los auténticos soberanos de la nación, frente a una concepción del Estado que hasta entonces solo se entendía en sentido patrimonial de algunas pocas familias dinásticas. Nada de lenguas, religiones, etnias o historia compartida: solo una nación formada por ciudadanos sometidos a la misma ley y que pagaban impuestos.

Frente a esta idea jurídica y liberal de la nación de finales del siglo XVIII, surgió pronto otra concepción de la nación de la mano de los románticos alemanes y como rechazo a la invasión napoleónica: la nación como algo previo a los ciudadanos que la conforman, dotada de algo así como un alma, un "espíritu del pueblo" que se expresa a través de la lengua que hablamos, de la sangre que nos recorre, presente en las tradiciones, artes y culturas específicas de cada pueblo. Este tipo de nación no tenía por qué ser soberana de su comunidad política, aunque pronto los dos sentidos opuestos se mezclaron en algún punto, porque toda nación cultural aspiraba también a ser nación política, soberana de su propio Estado. Y en esa lucha seguimos, tanto tiempo después.

El historiador Ernest Renan definió la nación como un "plebiscito cotidiano": el consentimiento tácito de los ciudadanos a compartir unas leyes comunes y una misma comunidad política; como si cada día se celebrase un referéndum, vaya. Durante mis investigaciones en archivos, una vez me topé con una desconocida novelita alemana de 1836 del género de la ciencia ficción y los viajes en el tiempo que por entonces empezaba a hacer furor: el protagonista se quedaba dormido y despertaba cien años después, en el Berlín de 1936, rodeado de banderas arcoíris, símbolo por entonces del pacifismo y la fraternidad universal. Está claro que aquel escritorzuelo, lamentablemente, no poseía el don de ver el futuro: porque en el Berlín de aquel año solo se habría encontrado con esvásticas, banderas ultranacionalistas que quisieron encubrir la lucha de clases con un imaginado enfrentamiento entre los pueblos, y resulta que lo lograron.

Durante un tiempo parecimos aprender de la catástrofe. Alemania concretamente tuvo que enfrentarse tras la guerra al gran desafío de reconstruir su identidad nacional desde algún otro punto bien distinto al über alles, y para ello el filósofo Habermas formuló la idea de un "patriotismo constitucional"; idea que el presidente Zapatero intentó importar a la España plurinacional, por cierto, sin demasiado éxito.

Pertenezco a la ya vieja escuela que no concibe las identidades como algo subjetivo que nos nace desde las entrañas hacia afuera, sino como discursos que nos atraviesan y nos constituyen desde el exterior. Según el tiempo y las circunstancias, yo me habría comprendido como una sierva del Señor, leal vasalla de algún rey, hidalga o campesina, burguesa u obrera, intelectual, mujer, solterona, bisexual o cisgénero. Soy vasca porque sus paisajes verdes y su lluvia forman el decorado de mi infancia, y en su intrincada lengua se cantaban las primeras canciones que aprendí. Me considero española por El Quijote, en cuya lengua pienso y escribo, parte fundamental de mí. No quiero la independencia de Catalunya porque también los considero parte de la cultura y la historia en la que he crecido: por la música de Lluis Llach o la memoria de Salvador Puig Antich. Me considero incluso un poco francesa, por los años de mi vida que se quedaron allí y las infinitas horas perdidas en las páginas de sus libros. Y me alegro de haber nacido en Europa Occidental y no en Afganistán, por ejemplo, pero no por orgullo chovinista sino porque soy consciente de que mi vida allí habría resultado mucho más difícil.

Sentirse orgulloso del lugar en el que has nacido, algo que tiene más que ver con el azar que con el propio esfuerzo, mérito o talento, se me antoja propio de aquel que no tiene otra cosa de la que presumir. Si me dan a escoger, prefiero la idea de la nación como patriotismo constitucional, pero recordando siempre que se trata de un plebiscito cotidiano, y que no se puede retener a nadie a tu lado por la fuerza. Tratar de combatir el independentismo catalán con más nacionalismo español no es sino una forma rotunda de darles la razón. Durante el Procés, los balcones de las ciudades españolas deberían haberse engalanado mejor con banderas senyeras, si lo que se perseguía era exhibir unidad y mientras sigamos esperando que reine la bandera arcoíris, y menos rojigualdas del chino y gritos de "a por ellos". Y los nacionalistas españoles, si tanto aman a su patria como presumen, harían bien en mirar menos a los mitos identitarios del pasado y esforzarse más por comprender y asumir la realidad de un país plural y diverso, que es lo que nos hace medianamente interesantes.

Porque las fuerzas centrífugas no son una anomalía ni una crisis, sino que forman desde siempre un eje fundamental de la idiosincrasia española. Hace doscientos años, hasta el vizconde de Chateaubriand advirtió ya que España estaría seguramente abocada a constituirse como una República federal más pronto que tarde, forma que le sería más propia que a ningún otro país, afirmaba con fatalismo, por la diversidad de sus reinos, sus leyes, sus costumbres y sus lenguas. Los defensores a ultranza de la unidad parecen haberse olvidado por un momento del estandarte de la libertad y se aferran ahora machaconamente al argumento de la igualdad entre todos los españoles, un ideal sin duda justo y encomiable, aparentemente irreprochable salvo si se les recuerda que, en países como Estados Unidos, Alemania o Brasil, las desigualdades que lastran sus sociedades no parecen tener origen precisamente en sus constituciones federales. De nuevo, la brecha de la desigualdad real nada tiene que ver con la composición territorial, por mucho que traten de hacernos mirar para otro lado; y nos la están volviendo a meter doblada.

En cuanto al tan cacareado tema de la amnistía y el referéndum, mejor dejarlo para el siguiente capítulo y, sobre todo, para cuando deje de ser solo un rumor o amenaza amplificada por una parte interesada. Por el momento, baste recordar que algo que no aparezca expresamente en la constitución no por ello se convierte automáticamente en inconstitucional, como fue el caso de la consulta para la anexión de Don Benito y Villanueva de la Serena, localidades extremeñas de las que el texto de 1978 ni se acuerda. Porque la constitución no es el I Ching patrio, un texto oracular capaz de responder siempre a las dudas del presente y las incertidumbres del futuro. Y a veces yerra tanto en sus vaticinios como aquel escritor que imaginó una Alemania de entreguerras ataviada con banderas de paz y fraternidad: la única posibilidad de referéndum que recoge expresamente es, de hecho, el de la anexión del País Vasco y Navarra, extravagancia que de momento queda fuera de la agenda.

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