A pesar de que la rebelión popular del mundo árabe ha relegado la cuestión nuclear de Irán a un quinto lugar en la agenda de EEUU e Israel, Teherán no está para celebraciones. En la víspera del aniversario de la revolución de febrero de 1979, la oposición reta al régimen a que autorice la marcha pacífica de los ciudadanos para comprobar si goza de más popularidad que Mubarak. ¿Podrán los islamistas egipcios tomar el poder como pasó en Irán tras la caída del sha?
Transcurría la Guerra Fría cuando Pahlevi, aliado de EEUU, se tambaleaba por la revolución espontánea del pueblo. Que Irán fuera vecino de la Unión Soviética, además de tener la segunda reserva de petróleo del mundo, convertía un asunto interno en una cuestión internacional. El plan A de Washington fue destituir al dictador y colocar en el poder a Shapur Bakhtiar (¿al Baradei iraní?), compañero de Mossadegh –el carismático primer ministro que nacionalizó el petróleo en 1953–, quien prometió elecciones libres y reformas sociales. Pero la izquierda maximalista no se conformaba con menos de un Gobierno bolchevique. Una vez en marcha el plan B, el general Huyser, subcomandante de la OTAN, es encargado de organizar un golpe militar, pero los golpistas potenciales ya habían huido. Según Jimmy Carter, el G-4 decidió así apoyar a los islamistas, para contener la posible influencia soviética en un Irán con una potente tradición marxista.
Al cuarto mes de las protestas, el ayatolá Jomeini –un completo desconocido para los que hacíamos la revolución– es trasladado de Bagdad a París, con todos los medios de comunicación a su disposición, para convertirle en una alternativa. En enero de 1983, Vladimir Kusichkin, espía británico alojado en la embajada soviética en Irán, confesó haber colaborado con los jomeinistas en la detención de miles de militantes de izquierda y sindicalistas, entre ellos unos 50 miembros del comité central del Tudeh, ejecutados días después. Trato cumplido.
Que hoy los islamistas árabes juren que no son Jomeini muestra la decadencia del Islam político. Esto no consuela a Israel, que ve cómo cambia el balance de fuerzas en la zona: en el Líbano gobierna Hezbolá y el vecino egipcio ya no es aliado.
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