Pato confinado

Dodo, bucardo, tilacino… el día que ‘nos comimos’ a esos animales magníficos

Pájaro dodo
Reconstrucción de un dodo. Ballista. Wikimedia commons. CC BY-SA 3.0

Este artículo tiene dos modos de lectura. Uno en tiempo presente y otro en presunto futuro. Es como un mensaje de botella escrito también para el mañana. En unas décadas -si alguien encontrara por casualidad este texto en las catacumbas de Internet- la lista de animales extintos será más extensa, una escalera (tal vez) hacia el abismo...

El hipotético lector del futuro puede que esté, y con razón, cabreado, desanimado, o inundado por la nostalgia de tanta belleza perdida. Si es así, si usted está leyendo esto, pongamos en 2050: lo siento, no supimos evitarlo.

Para el lector del presente (7 de agosto de 2020, en mitad de una pandemia, una semana después del mes de julio más cálido desde que tengamos registros) decirle que estamos avisados desde hace siglos.

Los próximos minutos del texto son de terror, un viaje por la cara oculta de nuestra gastronomía, es la historia de unos animales que extinguimos no hace tanto. Vamos a conocer a unos seres increíbles. Hoy son como unicornios, casi fantásticos.

Se dice que nos comimos a esos animales hasta hacerlos desaparecer, pero no siempre parece justa la afirmación: invocar al caos, lo sabe el brujo, es un tipo de magia negra compleja. Su extinción tiene que ver, eso sí, con la mano pirómana -voluntaria o involuntaria- del ser humano. Y no es nada nuevo... Yuval Noah Harari explica en su libro Sapiens como la desaparición de la megafauna australiana coincidió con la llegada del hombre, un migrante africano aficionado a los incendios.

A diferencia de los primitivos, hoy tenemos los espejos del pasado y funcionan como el faro que indica al viajero las aguas hacia donde se dirige. Volvamos a mirar a ese faro tenebroso, juntos. Los siguientes animales ya no están con nosotros. Son iconos, símbolos, avisos, nostalgia de un mundo perdido.

Este mensaje de botella se fija en años antes de que supiéramos que estábamos desencadenando la sexta gran extinción. Solo quien lea esto en el futuro, sabrá si detuvimos a tiempo la matanza.

1. Laña, la última reina de Ordesa

Bucardo.
Dibujo de 1898 de bucardos. Dominio Público. Wikimedia Commons.

Hay animales que como a los británicos les gusta la Península Ibérica para extinguirse. Les pasó a los neandertales, que terminaron a los pies del Peñón de Gibraltar. Le ocurrió al bucardo, nuestro primer protagonista.

Fue el primer animal oficialmente extinto en el siglo XXI. La última de estas cabras montesas murió en una mañana de quebranto gélido en el Valle de Ordesa (Huesca). Un balido asfixiado, roto como la rama de invierno. Laña era su nombre, una hembra crepuscular, un relicto tímido y solitario. En esa Noche de Reyes del año 2000 le cayó un abeto encima. Así termina la historia y el linaje de este animal fabuloso, tan codiciado por su cornamenta como por su carne.

Jugamos con ella a ser Frankenstein para remediar el mal hecho. Intentamos resucitarla en el año 2003 y fue un experimento agónico: el animalillo clonado en un laboratorio se asfixió nada más nacer, como si supiera que regresar a la vida y ser el último Mohicano no tiene sentido.

El bucardo era un tipo de cabra de los Pirineos que despertó la fascinación (siempre excesiva) de los cazadores. En la postguerra -aún cuando ya se había creado el parque nacional del Valle de Ordesa y prohibida su caza, desde 1919- se cree que el hambre y la caza ilegal le dio la estocada final.

Cazadores deportivos (que venían de toda Europa para medirse en unas cumbres entonces tan exóticas como lo es hoy el Serengeti) y quizás los vecinos, locales desnutridos (aunque no hay pruebas de esa época), hicieron desaparecer al mejor escalador que haya brincado por los riscos de Ordesa.

Su macho era leyenda: esta subespecie de cabra doblaba en peso y lana al de sus congéneres y tenía una de las cornamentas más desarrolladas. Como le ocurre al elefante hoy -carne preciada de reyes en fuga- esto propició su fin.

La cacería empezó en la prehistoria y hay constancia entre los neandertales. Con el tiempo el bucardo quedó relegado a los Pirineos españoles –los más altos, siempre en su huida hacia las cumbres-, en su planeta frontera y tumba, en "los santuarios y castillos" -como denominaban a sus refugios los libros de caza- acantilados de 60º de pendiente y mil metros de altitud intercalados con bosque denso.

Atrapados en la endogamia, reducido su número, les ocurrió lo mismo que a los neandertales que los habían cazado en el pasado: un cuello de botella, la debilidad genética jugaría en contra de los últimos bucardos.

A finales del siglo XIX, ingleses y franceses habían llegado a la zona para celebrar el turismo de sangre. Se hacían con guías expertos, abrían rutas y senderos de exterminio. Según el libro El bucardo de los Pirineos, hubo pintorescos aristócratas polacos, como el conde Joseph Potocki, el primer cazador que usó una mira telescópica en España y que obtuvo el récord de cadáveres recogidos de esta especie.

Fueron ensalzando la fama de este unicornio español y su hombría sangrienta. Apuntaron a su muerte sin ser conscientes de su verdadero valor. En el año 2000, Laña ya era un ser solitario y tímido. Los intentos de proteger a su especie fueron en balde. La última bucarda padecía cardiopatías congénitas, era estéril, estaba enferma.

En esa Noche de Reyes se unió al panteón de las montesas extintas, como el mueyu, la cabra portuguesa y cantábrica que desapareció en 1892 también por la caza; o la gacela de la Reina de Saba que cayó en la última montería del Yemen en 1951; o el hipótrago, el antílope azul de El Cabo, que abandonó las llanuras en solo 30 años desde que empezaran a cazarlos los colonos de Sudáfrica... Lector del presente: ¿se imagina cómo tuvo que ser el espectáculo de verlas saltar por las praderas y montes?

Hoy Laña, aunque otros la llaman Celia, está disecada en el Centro de Interpretación del Parque Nacional de Ordesa en Torla. En 2003 un taxidermista zaragozano concluyó el trabajo de momia profética.

Sus células epiteliales aún se conservan en laboratorios y es curioso que la Federación de Caza de Aragón estuviera dispuesta a seguir financiando su proyecto de resurrección. ¿Por qué motivo?

La verdadera paradoja es que todos, cazadores y conservacionistas (que se esforzaron al máximo desde los años 90 por preservarla), la amaban. Y quizás este sea el motivo de que se asfixiara la copia de Laña al nacer: ¿para qué regresar a un glaciar seco, lleno de balidos fantasma, a los disparos y los castillos?

Mejor quedarse con neandertal, en el eterno Monte Perdido.

2. Pájaro Dodo: adiós al paraíso

pájaro dodo dibujado en la época
Pájaro dodo dibujado en la época. Dominio Público.

Mitad pavo, mitad tórtola, algo de buitre: una quimera. Mítico es poco para definir a nuestro siguiente protagonista: el dodo. Es un icono infantil, gracias a Lewis Carroll y su aparición estelar en Alicia en el país de las maravillas.

Es un reflejo de los animales en peligro de extinción, porque con su muerte, en el siglo XVII, fue la primera vez que tomamos consciencia de nuestra huella ecológica, que hoy asusta a leones, linces y rinocerontes.

Una especie de paloma rara de isla Mauricio, que no sabía volar y que no pudo interpretar el significado de esas velas portuguesas en el horizonte. Son múltiples las teorías de su extinción. Siempre corrió la sospecha de que nos lo fuimos comiendo hasta el caldo final, pues era confiado, rechoncho, un ciudadano del paraíso.

Pero en el puzle de su adiós encontramos muchas piezas, distintas catástrofes originales (deforestación, cultivos, nuevos vecinos como el macaco cangrejero...). Hay pisadas de hombres, falanges que parecen meteoritos, y muchas ratas, compañeros de marineros, que harían de sus huevos un festín...

Vivía en Mauricio porque tenemos la costumbre de nombrar un edén antes de destruirlo. Un territorio volcánico que forma parte del archipiélago de las Mascareñas, a unos 800 kilómetros de Madagascar.

Una isla remota del Índico que conocían los árabes (le pusieron el nombre pirata y profético de Dina Arobi o Isla de la desolación). Fue redescubierta por los portugueses en 1511, bajo el nombre de Cirne (Isla del Cisne, quizás por el dodo) y después, en 1638, colonizada por holandeses...

Como el dodo no sabía volar, los navegantes pensaron que era un pájaro idiota. Dodo es un nombre infantil y enigmático: puede venir del portugués (doudo) y significaría "tontorrón". Pero también podría venir del holandés: "dodoor", que significa "haragán" o "lento·. Dodo puede ser la onomatopeya de su canto: ¡Doo-dooo-dooo-do! El último avistamiento oficial fue en 1662, aunque en 1674, un esclavo cimarrón fugitivo dijo haberse topado con uno, seguramente un fantasma como nuestra Laña.

Se cree que todos los dodos eran descendientes de unas palomas viajeras que descubrieron por casualidad su arcadia. Allí ocurrió un milagro evolutivo: la ausencia de enemigos los llevó a retroceder. Mutaron el cuerpo de paloma olvidadiza por el grandioso dodo: una regresión en su musculatura y esternón, redujeron el tamaño de las alas y cola hasta un triángulo testimonial. Su cráneo cambió tanto que podía ser confundido con el de un buitre. Ave endémica en la isla, el dodo pasaba los días lentificados bajo los árboles, escuchaba el rugido de los acantilados, dormitaba con el ocaso naranja. En estas condiciones, engordó de felicidad.

No está claro, sin embargo, que su carne fuera tan preciada como se dijo. Los neerlandeses lo llamaron walghvogel (ave nauseabunda). Decían que era dura –"no apta para estómagos delicados"- y no tan gustosa como las palomas azules, incluso después de un largo estofado. Las palomas azules, también vecinas de la isla, no corrieron, por cierto, mejor suerte que el dodo, aún sabiendo volar...

Otros, en cambio, parece que lo consideraron buen comestible y puede que formara parte de la dieta de los primeros pobladores y marineros que lo secuestraban sin esfuerzo y cargaban en los botes para sus largas travesías, como hicieron con la tortuga gigante de la zona que terminó en idéntica lista fúnebre.

"Más apreciado como maravilla que por alimento", escribió el naturalista Thomas Herbert en 1634, quien (más sensible) nos dejó este retrato: "ojos de diamante", "semblante melancólico".

Y este sería un buen epitafio: "Aquí yace el dodo. Fue la maravilla que conoció a Alicia. Murió melancólico, con dos diamantes cautivos en el último atardecer".

3. Malas noticias desde el mundo austral: el tilacino o lobo de Tasmania

pareja de tilacinos o lobos marsupiales
Tilacinos en el zoo. Smithsonian Institution archives. Dominio Público.

Los animales que están a punto de extinguirse no lloran, rugen o cantan. No saltan, luchan o matan. Solo abren la boca como esperando que se les escape el alma. Se saben fantasmas y entonces bostezan. La última imagen que tenemos de un lobo marsupial es un vídeo en blanco y negro de 1911 y aparece de esta guisa: bosteza en un zoo de mala muerte.

Tilacino, lobo marsupial o tigre de Tasmania. Estos fueron los nombres que forjaron su leyenda negra en el siglo XIX, en la isla austral que le dio apellido (su último castillo). Decían que se alimentaba de sangre, como si fuera un chupasangres exótico que descendía del bosque, al norte de la isla, con la luna llena, hacia los corrales en los que rasgaría tendones, rompería costillas, ejecutaría matanzas.

Lo exterminamos supuestamente para proteger al ganado, así que en cierto sentido también nos los comimos. Hoy sabemos que a pesar de su enorme boca carecía de la fuerza suficiente como para devorar una oveja, pues se alimentaba de pequeñas presas, como el ualabí, un primito de los canguros. Esto no impidió que como en el Salvaje Oeste pusieran precio a su cabeza. La compañía lanífera Van Diemen's Land ofreció la plata por su cadáver y el territorio se llenó de caza-recompensas (una libra esterlina por cabeza, 10 chelines por los cachorros).

Nadie supo ver entonces la marca de perros asilvestrados en las ovejas caídas, porque los europeos habían llegado a un nuevo continente con los viejos prejuicios contra el lobo (animal que casi exterminaron en Europa y que seguimos, por la misma paranoia, matando).

El tilacino tuvo mala suerte. Se parecía al lobo por casualidad, son cosas de la convergencia evolutiva: al escoger un nicho de caza similar evolucionó hasta asemejarse a un cánido sin tener linaje en común. Pero si hubiese tenido la fisonomía de un oso panda tampoco le hubiera servido de mucho. En aquellos tiempos, las colonias tenían por bandera la brutalidad.

Si no lo creen, miren a quién exterminaron también: a hombres y mujeres de carne y hueso, los aborígenes tasmanos, a los que pusieron igualmente precio a su cabeza. Fueron cazados como marsupiales, entregadas sus cabelleras para cobrar la recompensa (cinco libras) de un genocidio exitoso.

El último tasmano se extinguió antes que el tilacino. En 1869 murió William Lanne de disentería. Poco después le seguiría Truganini, mujer de rasgos negros y de mirada desafiante, hundida en la pena. La disecaron y robaron su calavera. Fue expuesta en un museo. Sí, le ocurrió lo mismo que a Laña, nuestra querida bucarda pirenaica.

Truganini. La última tasmana.
Truganini. La última tasmana. Dominio Público. Wikimedia Commons.

El tilacino se las había arreglado para sobrevivir desde el inmenso Mioceno. ¿Recuerda, lector del presente, esa edad geológica? Qué tiempos aquellos. Entonces nosotros éramos poco más que monos y corríamos mucho. No estuvimos lejos de extinguirnos por cambios climáticos, enfermedades, o por ser el alimento de hienas gigantes.

¿Y cómo van las cosas en su tiempo, lector del futuro? ¿Detuvimos la matanza? ¿Siguen por ahí el magnífico elefante, el rinoceronte de Sumatra, el lince ibérico...? ¿Aprendimos algo del pasado? ¿Aún se acuerdan del dodo, el bucardo y el tilacino? ¿Cuántos animales magníficos corretean por allí?

Más Noticias