Desde los tiempos en que se acuñara el refrán de "dar gato por liebre" sabemos que a veces ciertos productos se hacen pasar por otros. Materias que prometen excelencias y después, ya en la mesa, pasan por simples y groseras falsificaciones.
El territorio del pescado ha sido históricamente uno de estos espacios de bazar persuasivo. Y la obsesión es saber acertar, especialmente cuando sus precios son tan caros en verano (en algunas zonas de costa se duplican o hasta triplican, con un lenguado a 51 euros el kilo).
La calidad de un pescado se asocia a su estética y frescura, al grado de deterioro que ha padecido en su captura y transporte, y a sus márgenes de seguridad (ausencia de bacterias peligrosas, parásitos o compuestos químicos), según la FAO. Saber si esa liebre con escamas y ojos redondos es tan fresca como nos dicen, si viene de las costas aledañas o del Pacífico más espectral...
El comprador aspira a consumir un pescado recién traído de la lonja, materia que en estas condiciones es deliciosa, un producto que huela a mar, pues si huele a otra cosa tenemos la primera pista: habrá sufrido varias aventuras fuera del agua antes de llegar a nuestra mesa, será un anfibio.
El pescado fresco no huele, o no debería hacerlo más que a olas y suaves corrientes, a bañito limpio, a algas marinas. Si se percibe el hedor de su carne, algo dulzón o rancio, si se aproxima a los cenagales de puerto (un punto de amoníaco en algunas especies o incluso fecal), algo está fallando en la promesa.
Esta es la parte más fácil para el cazador de frescura, ya que un pescado hediondo es poco apetecible excepto si eres un gato. Por ley, no debería ser posible que nos vendan producto en mal estado en Europa, pero sí puede ocurrir que se pague a precio de recién sacado un espécimen que lleve tiempo en un frigorífico de cadáveres, producto que sabrá peor.
Los buenos compradores de pescado, especialmente los chefs de alta cocina, quienes han probado y conocen ese lenguado de costa que engalana el paladar, suelen utilizar los sentidos para hacerse una composición de lugar. Ya hemos visto el olfato (o a mar, o neutro). Pero también vista y tacto pueden ser útiles para identificar el producto en estado de gracia y si merece la pena pagar en ciertos casos el precio.
Sentidos marinos
El primer paso, siempre que sea posible, es acudir a una pescadería de confianza, pues son quienes conocen la calidad de su producto. Si no se dispone de una, porque se está de vacaciones en territorios donde se hace el agosto con los apetitos playeros, uno puede recurrir a la fecha y captura de origen, etiqueta que marca procedencia, forma de pesca y día, aunque no siempre están visibles. Faltando esto, sentidos arácnidos, amigos, o mejor marinos, de mantis marinas, crustáceo que tiene nada menos que 12 canales de color en la visión (los humanos solo disponemos de tres).
El experto comprador mira al pescado a los ojos, lo reta. ¿Así que vales, tanto, eh? Veamos...
Los ojos son el espejo del alma y de la hora de la muerte. Tienen que ser negros, brillantes, convexos. Nada de gris, planicies y hundimientos, que indicarán su tristeza tras largas horas de espera. Algunas especies los tienen más planos que otras, como la merluza, pero el experto percibirá cuando sea posible la turgencia y transparencia ocular. Recuerden: nada de neblinas en el cristalino o córneas lechosas.
La piel es el segundo gran indicador. El pescado tiene una capa brillante, lisa, no arrugada y seca. Debe ser rígida. Es hijo de líquidos y profundidades y así debe parecer. Es animal mucoso y terso, y si pudiéramos acercar nuestra mano – ahí entraría el tacto- debe ser resbaladizo.
La cantidad de humedad que conserva la piel nos muestra el tiempo que lleva fuera y si ha sido bien tratado en su captura. En esto destacan los colores básicos, los naturales de cada especie, y que aún debe conservar el pescado en el momento de la compra, tanto en la piel exterior y barriga como en sus carnes. Una dorada bien plateada, con sus puntos áureos en la cabeza, por ejemplo. O el rosado del salmonete, cuanto más firme y refulgente, mejor; o la carne roja y brillante de ese atún precisamente llamado rojo y no marrón.
Si los colores han perdido esplendor, estaremos ante otro gato acuático que quiere hacerse pasar por lujosa liebre. Aquí también entran en juego las agallas. El comprador experto le reclamará al pescadero que las muestre. "¡Enseña tus cartas, forastero!".
En el as de corazones son siempre rojizas o rosadas, según la especie, pero no marrón o amarillentas: deben estar impregnadas por el último aliento. Otra vez los colores apagados son los enemigos. Lo que brilla con fuerza indica maravilla y por tanto sabor.
Es recomendable mirar la estructura del animal, lo arqueado que está. Si parece tieso, tenso, indica que aún conserva el rigor mortis. Cuantas más horas pase por ahí, más flácido se volverá, esponjoso, malogrado. En definitiva, la carne firme y la aleta siempre unida, como preparada para defenderse.
Si al levantarlo se dobla con facilidad puede que no sea fresco. Las escamas, si las tuviere, deben estar ahí, completas, que no hayan sufrido con la red. Otro aspecto a valorar es la barriga del pez, que tiene que estar entera y brillante: las tripas son la primera parte en descomponerse. Si están hinchadas indicarán peor calidad.
Según la OCU, una pescadería debe seguir ciertas pautas para no ser una venta quijotesca. Es recomendable que el pescado esté envuelto en hielo, o sobre una base fría. Los pescados no deben estar amontonados en grandes cantidades. Tienen que mostrarlos en cajas sobre una superficie inclinada para permitir la salida de líquidos. Si la pescadería pulveriza agua sobre el producto, podría ser una forma de enmascarar la frescura al conseguir que brillen.
Anisakis, bacterias y parásitos
El pescado es muy delicado de conservar, de ahí la importancia de que sea fresco y se ingiera pronto. Un pescado congelado en alta mar y en condiciones óptimas mantendrá igualmente los nutrientes y calidad. Una vez comprado, si es fresco, lo idóneo es comerlo el mismo día, sino de nada habrá servido que el pescadero nos muestre las agallas del producto.
Es importante vigilar su estado de conservación en el frigorífico y atender a los líquidos que suelta, no dejar que crezcan allí bacterias y hongos que puedan ser peligrosos para nuestro organismo. Uno de los parásitos que más problemas da es el anisakis, que puede encontrarse tanto en pescados como en cefalópodos.
Suele provocar alteraciones digestivas (la llamada anisakiasis) y reacciones alérgicas, que pueden llegar a ser graves. Según la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN), para evitarlo, se recomienda comprar el pescado limpio sin sus vísceras, o en su defecto limpiarlas lo antes posible.
El parásito se elimina mediante cocción, fritura, horneado o plancha, siempre que se alcancen los 60 ºC. En caso de querer comerlo crudo debe congelarse antes, a una temperatura de -20 ºC o inferior durante cinco días, aunque advierten en AESAN que estos rangos solo se alcanzan en frigoríficos de tres estrellas (***) o más.
En caso de no disponer de este aparato, es mejor comprarlo congelado antes de comerlo crudo en nuestras preparaciones caseras (boquerones en vinagre y otros pescados en escabeche, sashimi, sushi, carpaccio, marinados, como por ejemplo ceviche, arenques y otros crudos preparados en salmuera, etc.).
Comentarios
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