Seguro que has oído hablar de los carotenoides y de la vitamina A. De su relación con los antioxidantes, de su función en la protección de las células y en la prevención del envejecimiento prematuro; de la importancia que tienen para la vista y las mucosas; de que es esencial, entonces, tomar frutas y verduras, precisamente por estos carotenoides y la vitamina A.
La vitamina A es un micronutriente que tiene una amplia participación en el organismo: interviene en distintas funciones fisiológicas, desde la protección de la córnea del ojo al mantenimiento de los tejidos blandos, la piel, los dientes... y tiene un papel igualmente crucial durante el embarazo y el desarrollo del feto. Se trata, como todas las vitaminas, de un elemento a tener en cuenta en la dieta.
Es una vitamina liposoluble (junto a la D, E y K), pues se disuelve en grasas y aceites y se puede almacenar en el cuerpo (las hidrosolubles, en cambio, como la vitamina C, se disuelven en agua y no se almacenan, sino que se expulsan por la orina).
Como otros micronutrientes (pequeñas cantidades de vitaminas y minerales que adquirimos del exterior), la vitamina A llega a nuestro organismo mediante la dieta, a partir de alimentos de origen animal (principalmente pescados, lácteos y huevos) y vegetales.
Es básica para tener una visión normal y ayuda al sistema inmunológico, según los estudios científicos. Y tiene además una naturaleza dual: se encuentra ya preformada como retinol (es decir, presente en el mismo alimento) en la comida de origen animal, como el hígado, el pescado azul, moluscos, y los productos lácteos; pero aparece también en los precursores de esta vitamina, como los carotenoides, en el alimento vegetal, que se transforman en vitamina A una vez los metabolizamos. El betacaroteno, una de estas moléculas, es el que lo logra de una forma más eficiente.
De ahí la importancia de los carotenoides, esta familia de pigmentos naturales que generan las plantas, los hongos y también algunas bacterias. Son los que le dan el color a la zanahoria, al maíz, la calabaza, la sandía o el tomate, entre otros muchos vegetales.
Tienen en su esencia química la paleta de tonalidades que presentan las verduras, colores de tono amarillo, anaranjado y rojo (aunque a veces se camuflan en el verdor de la clorofila). Son los dueños de las hojas en otoño. Y la ciencia han descubierto que son muy versátiles, pues ayudan tanto a plantas como a animales en su supervivencia.
La familia de estos compuestos, como la variedad de colores que generan sus pigmentos, es extensa: β-caroteno, α- caroteno, β-criptoxantina, zeaxantina, violaxantina, luteína...
Hay vegetales, como los tomates, boniato, zanahoria, calabazas o espinacas, que los contienen en mayor cantidad. No todas las plantas tienen los mismos carotenoides y en igual complejidad, por lo que se recomienda que nuestra dieta sea lo más variada posible para poder beneficiarnos de sus propiedades. Una dieta rica en colores es una buena vida. Y lo bueno es que es fácil encontrarlos: solo tienes que incluir en tu alimentación los vegetales más vistosos (sin olvidar los verdes, pues muchos también los contienen).
Estos compuestos, pues todo en la naturaleza es de una generosidad y simbiosis pasmosa, ayudan también a las plantas en sus funciones esenciales, intervienen en la absorción de la energía para realizar la fotosíntesis y como antioxidantes celulares (protegen al aparato fotosintético de la planta de los daños ambientales).
Excepto alguna especie de artrópodo, los animales no podemos sintetizarlos por nuestra cuenta, y esta es la razón de que debamos encontrarlos en la dieta para poder almacenarlos (en el tejido graso, el hígado y la piel). Una de las funciones principales de los carotenoides es la de protegernos de la oxidación, que puede dañar y generar estrés celular. Una dieta rica en frutas y verduras es entonces el mejor protector frente al envejecimiento.
En cuanto los antioxidantes retroceden, las grasas, las proteínas y los genes se dañan. Carotenoides como el betacaroteno -que está en zanahorias, tomates, brócoli, frutas amarillas y naranjas, espinacas, y en un gran número de vegetales- pueden neutralizar los radicales libres, que son las moléculas reactivas al oxígeno que se producen en las células por su funcionamiento diario. Hay indicios de que pueden ayudar a prevenir el cáncer de pulmón.
Sin plantas y otros nutrientes, nos quedaríamos ciegos, y esto da que pensar. En los países donde hay desnutrición, la falta de vitamina A provoca ceguera en la población infantil.
La luteína y zeaxantina, por ejemplo, presentes en naranjas, nectarinas o maíz, entre otros, protegen al cristalino del ojo de la acción de la luz y previenen la degeneración macular (las cataratas). No iban mal encaminadas las abuelas cuando nos decían que la zanahoria cuida la vista. Los carotenoides también protegen la piel, que es el órgano más extenso de nuestro cuerpo, la cuidan, por ejemplo, de la radiación ultravioleta.
Seguramente es la razón evolutiva de que nos atraigan esos colores tan vistosos de las frutas y verduras: intuimos que allí hay algo bueno para nosotros.
El estrés oxidativo de las células está detrás del envejecimiento y causa numerosas enfermedades. Los carotenoides, especialmente el licopeno, β-caroteno y β-criptoxantina – sobre todo en mandarinas, o melón y guayabas, por ejemplo-, están considerados como buenos antioxidantes ya que protegen a las células de los radicales libres. Según el CSIC, algunos, como el lipoceno – en frutos y vegetales rojos, como el pimiento, tomate o sandía- están asociados a la "reducción del estrés oxidativo, enfermedades cardiovasculares, hipertensión, riesgo de padecer ciertos tipos de cáncer, colesterol LDL y aterosclerosis".
La vitamina A, de la que son precursores, sobre todo el betacaroteno, se sigue estudiando. Desde los años cincuenta del siglo pasado, se habla de que puede reducir la mortalidad en el cáncer. Es una de las moléculas estrella de la cosmética por sus efectos 'antiedad', y se ha vinculado, junto a la vitamina E y D, a la disminución de enfermedades respiratorias.
La suerte que tenemos con la vitamina A es que en los países desarrollados- o donde la nutrición alcanza unos estándares mínimos- es raro que haya personas con déficit. Eso hace que, a no ser que sea por suscripción médica por alguna enfermedad, no sea necesario el consumo de suplementos. En el embarazo, por ejemplo, es tan nocivo para el feto el defecto de vitamina A como su exceso.
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