El año pasado, el día de mi cumpleaños, viajé a Marrakech para realizar una observación de un juicio. Sí, lo celebré por todo lo alto, como sólo yo sé. El caso es que el desarrollo del acto del juicio marroquí me impactó muchísimo.
Se trataba de una vista de apelación contra la sentencia condenatoria a los quince estudiantes saharauis del Grupo de Compañeros de El Uali. Y la vista no tenía nada que ver con el desarrollo de las de aquí. Allí las partes se dirigían las unas a las otras a gritos, gesticulando mucho y en pie. Los letrados y letradas deambulaban por la Sala, a veces se sentaban en unos bancos y en otras ocasiones caminaban por delante y por detrás de los estrados, o se acercaban a miembros del público a charlar.
Mientras abogados y fiscales intervenían, al parecer sin un orden concreto que yo pudiera percibir, algunos de los magistrados observaban con interés, otros miraban sus teléfonos móviles y uno, me pareció, se durmió. Cómo pudo lograr esa hazaña entre tantos gritos es algo que jamás entenderé.
Y los acusados, un grupo de jóvenes estudiantes barbilampiños, permanecían en el centro de la Sala. Algunos parecían asustados, otros desafiantes, otros buscaban con la mirada a sus familiares. Todos tremendamente jóvenes. Demasiado.
La escenificación de la vista, el papel de los actores, las intervenciones, todo, suponía un auténtico shock cultural para mí. Los juicios en España, a los que me encuentro acostumbrado, son solemnes y pausados. El juez otorga el turno de palabra y nadie osa interrumpirse. Todo el mundo permanece en sus puestos y Su Señoría, desde su estrado, observa todo. En el juicio marroquí, lo que para mí podía parecer un caos no era otra cosa que naturalidad y restarle pompa, teatralización y formalismos. Un soplo de aire fresco. Ni que decir tiene que fui una esponja y que ni pestañee durante las horas que duró la vista, por miedo a perderme algo.
Llegar hasta allí no fue fácil, pero finalmente los y las observadoras (procedentes de Madrid, Aragón, Euskadi, Asturias, Extremadura y Canarias) lo logramos. Tuvimos que pasar por estrictos chequeos de seguridad, nos retuvieron los pasaportes durante un largo periodo, unos hombres desconocidos se acercaron a sacarnos fotos y grabarnos vídeos y tuvimos que abrirnos paso a codazos para acceder a la Sala, pero finalmente conseguimos entrar. Para nuestra gran sorpresa, nos habían reservado el primer banco de la Sala de vistas.
Ahora, tras presenciar personalmente la vista, pienso que si alguien me hubiera dicho que no me dejaba acceder a la Sala pero que estaba invitado a seguir el juicio por la tele, me habría sentido como si me estuviera tomando el pelo. Una cámara podría enfocar a la persona que se encuentra interviniendo en un momento dado, pero no podría captar de forma simultánea los paseos de los otros abogados, los gestos enfurecidos del Fiscal, la partida al Candy Crush que estaban echando algunos magistrados o las miradas de los estudiantes acusados. Ya podría haber venido Spielberg a grabar la vista del Tribunal de Marrakech que no habría sido capaz de transmitir la tensión que se vivía en el juicio.
Por eso, me sorprendió muchísimo la decisión que adoptó el Tribunal Supremo (español) el pasado 1 de febrero, cuando denegó reservar asientos en la Sala para los observadores internacionales que pretenden acudir al Juicio del 1 de octubre, tal y como había solicitado la plataforma International Trial Watch. El Tribunal estableció que no existía ninguna limitación para fiscalizar las sesiones del plenario, porque cualquiera puede acceder como un miembro más del público a las mismas, o verlo de forma televisada por streaming.
Respecto de la primera propuesta (la de acudir como público a las sesiones), cabe señalar que la Sala apenas cuenta con cien butacas. Esto se debe a que el Supremo decidió celebrar el juicio en su sede, sita en el Palacio de las Salesas Reales (precioso, por otra parte), muy imponente pero poco funcional y espaciosa. De estos cien asientos, 24 están destinados a dos familiares o allegados acreditados de cada uno de los doce acusados y acusadas. Los 76 restantes se tendrán que repartir entre las decenas de curiosos (entre los que me incluyo) que quieran asistir al juicio. Y sólo en lo que respecta a medios de comunicación existen unas 600 peticiones de acreditación de distintos informadores, de un total de 150 medios diferentes.
Evidentemente, sólo podrán acceder al interior de la Sala los observadores que estén dispuestos a guardar cola durante horas. No es razonable pensar que podrán encontrar un hueco sin problemas si no esperan como si de un concierto de Justin Bieber se tratara.
En cuanto a la segunda alternativa (la de ver el juicio por streaming), ya he planteado las dificultades que esto entraña: la cámara sólo enfoca a una persona a la vez y es imposible grabar todo el feeling, los gestos y el resto de pequeños detalles que puedan formar la convicción del Tribunal.
Pero lo que más me impacta de esta decisión es el hecho de que tira por la borda toda la doctrina del Supremo respecto del principio de inmediación.
Este principio viene a decir que un Juzgador tiene la capacidad de formar su convicción judicial con base en pruebas de naturaleza personal practicadas en su presencia e interpretarlas como considere oportuno. Es decir, un juez puede formar su opinión escuchando a testigos, acusados y peritos, en base no sólo a lo que han dicho, sino también en cómo lo han dicho, en cuáles han sido sus microgestos, su grado de credibilidad subjetiva y las reacciones que han provocado sus palabras.
Por ello, cuando recurrimos una sentencia dictada por un juez en primera instancia, se dice que el Tribunal que revisa la apelación carece de inmediación, es decir, que no ha podido observar la totalidad de lo que ha ocurrido en la Sala. En consecuencia, por regla general, se respeta en sede de apelación la valoración probatoria del primer juzgador. La única excepción, en principio, sucede cuando la convicción así formada carece de todo apoyo en el conjunto probatorio practicado en el acto del juicio oral, por ser contrarias las conclusiones a los conocimientos científicos, las reglas de la lógica y la razón o las reglas de la experiencia humana común. Y ésta es la doctrina jurisprudencial del Supremo a pesar de que los juicios se graban y los tribunales que revisan en apelación las sentencias pueden visionar las grabaciones de los mismos.
En otras palabras, la jurisprudencia del Tribunal Supremo establece que la grabación de un juicio es un medio insuficiente para volver a valorar la decisión que tomó un juez en un caso, porque no proporciona la misma información que lo hace el presenciar las declaraciones de las partes in situ; sin embargo, el mismo Tribunal Supremo le ha manifestado a los observadores que se pueden valer de estos mismos e insuficientes medios para fiscalizar las sesiones con todas las garantías y sin limitación alguna. ¿No parece una contradicción?
Tengo compañeras que han realizado observaciones en múltiples países. Turquía, Suiza, Estados Unidos, Francia, etc. Por lo general, no se les impide el paso nunca. El Supremo se escuda en que aquí no lo hace tampoco, pero en la misma resolución en la que invita a los observadores a acudir como público, acuerda reservar 24 plazas para los familiares de los acusados, porque es conocedor de que si no, no cuentan con ninguna garantía de poder entrar. ¿No sucederá lo mismo con los observadores que quieran entrar? Reservar cinco plazas no habría costado tanto y no habría supuesto darle otro golpe a la ya dañada imagen de nuestro sistema judicial.
No quisiera terminar el artículo sin apuntar que los estudiantes saharauis, por cierto, acabaron condenados. Once de ellos fueron castigados con penas de tres años de prisión y los cuatro restantes con diez años de prisión. El pasado 25 de enero salieron en libertad los cuatro primeros presos. Quizás la presencia de observadores no sirvió para que el Tribunal adoptara la decisión más justa.
Comentarios
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