El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres llega siempre cargado de ironía. En esta ocasión, el mes de noviembre de 2022 se ha caracterizado por debates contundentes sobre el consentimiento sexual, la vinculación del punitivismo a la reparación de las víctimas, la utilización de posibles reductos legislativos para recordarnos que, al final, nuestra integridad no era en realidad lo prioritario, y muchas otras cuestiones cargadas de violencia simbólica (y material) contra nosotras.
Yo, por mi parte, llevo apenas tres meses en un despacho, viendo expedientes del ámbito laboral. Este mes nos hemos enfrentado de manera muy particular a la realidad de la violencia machista en el espacio de trabajo, con dos casos concretos que nos recuerdan cuál es el precio que parece que tenemos que pagar por ocupar el espacio público (asalariado). Todos los subrayados del presente artículo son extraídos de ambos supuestos, aunque he mantenido el anonimato. Los dos tienen en común la sutileza de los comportamientos que forman parte del acoso, que se suceden uno tras otro y de maneras tan difusas que hace difícil explicar, incluso a las personas espectadoras de las conductas, por qué te estás sintiendo agredida. Sin embargo, la incomodidad y la vulnerabilidad se sienten cada vez más intensamente por quien la sufre. Cabe señalar que, según el Informe editado por el Ministerio de Igualdad en el año 2021 sobre el acoso sexual y el acoso por razón de sexo en el ámbito laboral en España, los porcentajes más elevados de acoso sexual laboral corresponden a chistes de carácter sexista (83,1%), piropos y comentarios sexuales (74,8%), y gestos o miradas insinuantes (73,3%). Todos son actos susceptibles de constituir una conducta acosadora.
El art. 7.1 de la LO 3/2007, para la Igualdad Efectiva de Hombres y Mujeres, define el acoso sexual como: "cualquier comportamiento, verbal o físico, de naturaleza sexual que tenga propósito o produzca el efecto de atentar contra la dignidad de la persona, en particular cuando se crea un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo".
Acierta el artículo con la expresión "produzca el efecto" pues además del ánimo del que atenta pone el acento en la víctima y el efecto que produce en ella. Este precepto es una de las tantas previsiones legislativas con las que parece que contamos para batallar el entorno intimidatorio al que hace referencia. Ahora bien, como es lógico, los conceptos "intimidatorio", "degradante" y "ofensivo" requieren interpretación de un juzgador que está lejos de librarse de los sesgos de género que tenemos por defecto. También hay que esclarecer qué significa "naturaleza sexual" (¿era solo un chiste? ¿o un comentario de mal gusto?), así como probar que no había consentimiento o que eran actos no tolerados por la víctima. De nuevo, el concepto del que ahora todo el mundo habla es entendido como un acto pasivo, como un dejarse hacer, como si consentir no fuera una voluntad entusiasta. Esto, precisamente, viene a revertir la nueva ley: quien calla no otorga.
En la práctica, sin embargo, ni siquiera nosotras nos lo acabamos creyendo. Se nos ha metido hasta la médula el miedo a no ser esa: la que no tiene humor, -la que se toma las cosas demasiado en serio-, la que, en definitiva, no resulta agradable constantemente. Por tanto, ante la conducta de un compañero que accede a tu contacto personal de maneras cuestionables, que propone y reitera invitaciones no aceptadas para pasar tiempo juntos, que te coge hoy del brazo pero mañana de la cintura y que hace que cada día quieras un poco menos ir al trabajo, el piloto automático nos hace sonreír, no vaya a ser que estés exagerando. Y mucho más cuando es un superior o alguien muy veterano en la empresa. Y vas al trabajo. Aunque ya no quieras pasar por esos pasillos. Aunque busques rutas alternativas.
Nadie quiere nunca ser señalado como una persona que ejerce violencia, y las empresas desean aún menos que su marca o, en su defecto, su capacidad organizativa y de liderazgo, quede de alguna forma desprestigiada -por una mujer que sencillamente no sabe distinguir una broma o un gesto amable-. Cuando el ambiente de trabajo normaliza estas conductas, cuando los hombres que ocupan su puesto de trabajo priorizan su fratría masculina y su silencio cómplice, se produce un efecto masivo de luz de gas que te hace creer que no tienes razones para sentir la incomodidad que sientes. Que aquí no pasa nada.
Puede ocurrir, como en el caso al que me refiero, que decidas hacerle frente y, sin embargo, no encuentres estupefacción - ah, sí, es que el supervisor no es la primera vez que lo hace con una compañera de trabajo-. Resulta que a ella le pasó lo mismo, que nunca le dio confianza y le trataba de esquivar, procurando que ni el más mínimo detalle fuera interpretado como interés. Que un día fue a más y no solo le cogió de la cintura sino que empezó a bajar la mano por dentro y tuvo que apartarla. Entonces es cuando te das cuenta de forma inequívoca de que ese malestar que sientes no lo has provocado tú misma y empiezas a ponerle nombre. Acudes a la dirección y lo que hace la empresa es filtrar a la plantilla de trabajo que has denunciado al amable y veterano supervisor de planta. Horas después recibes el desprecio y las sospechas de tus compañeros.
Y entonces la normalización y el silencio se vuelve patrón, y con ello el descubrimiento de que el problema no era que nadie lo sabía -porque si esto se supiera alguien haría algo-: el problema es que esas conductas, pese a que minan tu autoestima personal, no merecen ninguna consecuencia, porque nunca la ha habido. Porque lo importante no es tu integridad física y/o moral, o tu comodidad en el puesto del trabajo, sino el mantenimiento del suyo.
¿Qué motivos y, sobre todo, qué voluntad queda de enfrentarse legalmente a una situación que parece perdida de antemano? El problema ya no es que no contemos con herramientas legales o jurisprudenciales suficientes: el problema es que, cuando quieres acudir a una abogada, el desgaste emocional es tal que solo quieres huir sin dejar rastro. Porque ya lo intentaste todo: intentaste minimizar lo que sucedía, convencerte de que estabas equivocada porque no quieres quedarte sin un salario al final del mes.
En el otro caso, las insinuaciones y las connotaciones sexuales de los comentarios eran mucho más explícitos, aunque tan continuados como en el otro. Por ejemplo, a la pregunta de la mensajera de ¿por dónde quieres que entre el coche?, la respuesta ¿tienes pinta de que te guste por detrás? (risas). También se denunció el contacto físico inapropiado (brazo por encima, tocar el pelo, a pesar de que explícitamente le había dicho anteriormente que dejara de gastarle bromas inapropiadas). La actuación por parte de la empresa fue, sencillamente, entrevistar a todas las personas implicadas y dar por concluida su diligente actuación, para semanas después despedir a la trabajadora que comunicó el acoso recibido.
Recordamos, no solo que todas las empresas están obligadas a contar con un protocolo efectivo de acoso sexual, sino que deben proteger de manera activa a las trabajadoras que denuncian estas conductas, incurriendo de otra forma en varias infracciones legales. Sin embargo, muchas veces se dan la mano mientras recibimos campañas de concienciación que nos animan a no callarnos ante la violencia. Hablar no sirve de nada cuando la violencia ni siquiera es entendida como tal.
Estamos cansadas de que nuestra corporalidad se cosifique constantemente y que suceda, en concreto, en un espacio tan repleto de jerarquías de poder y dependencias económicas. De que el papel que se nos asigna en el espacio público sea siempre el mismo. De tratar de ir contra una inercia que parece que añora una división sexual del trabajo firme, mandándonos a todas a casa o, de lo contrario, exponernos a situaciones que nos humillan. Pero, sobre todo, estamos cansadas del consenso implícito que existe sobre el silencio que debe caracterizar a estas conductas. Cuando alguien acosa, al responsable directo suelen acompañarle otros que apuntalan su actitud. Ver amabilidad en los actos que hacen sentir incómoda o que degradan a una compañera; amparar al que los realiza, normalizar esas conductas o juzgar a la denunciante también es violencia y ahí el responsable principal no está solo.
Comentarios
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