La Comunidad de Madrid presentó esta semana un plan para que la Cañada Real madrileña se convierta en un paseo decente y pequeñoburgués de chalecitos baratos, y no en el contradiós de camellos, yonkis, niños mocosos, latas, basuras, hogueras, gatos muertos y traficantes que lo invaden ahora. El plan de Ignacio González ha enfadado al ayuntamiento de Ana Botella, no porque Ana Botella sea habitual de la Cañada, sino porque fue presentado a traición, en rueda de prensa, sin que los regionales del PP avisaran a los locales del PP antes del partido. Es decir, que la comunidad presentó el plan a la prensa antes de dárselo a conocer al ayuntamiento.
He buscado en los periódicos y encuentro amplia información sobre este tema del nuevo enfrentamiento popular a causa de la Cañada. Y he leído sesudas reflexiones sobre quién está detrás de esta enésima reyerta interna del PP. Quizá sea otra maniobra de Esperanza Aguirre contra Rajoy. Tal vez un nuevo intento de ningunear a la señora de Aznar para socavar aun más la herencia del caudillito. ¿O son ecos vengadores del affaire Bárcenas...? El tema, periodísticamente hablando, es apasionante, novelero, cabalístico, arcano e incógnito. Como reportero, daría mi bolígrafo bic por desentrañar los porqués de este nuevo asalto del PP contra el PP.
Pero, sin embargo, mi querida pluma de ganso prefiere divagar sobre otra preguntilla, que con tanto trasfondo político se nos está olvidando: ¿Y la gente, qué? ¿La gente de la Cañada Real, qué? A esa gente no la he visto en los periódicos ni en el plan. ¿Qué va a pasar con ellos?
El plan de Ignacio González ofrece a los marginados habitantes de la Cañada una oportunidad fabulosa: podrán adquirir sus terrenos a precios bajos las personas que estén censadas y habiten viviendas más o menos salubres. Risa me da tan generosa oferta. Pero mi risa es tan triste que ya casi no es risa. Yo conozco aquello. Y ese plan indica que los van a echar a casi todos.
El plan contempla vender, a precios baratos, los suelos que habitan irregularmente los moradores de estos asentamientos chaboleros. Salvo algún traficante mediano, a quien no va a interesar quedarse allí si el suelo se hace decente, casi nadie de la Cañada Real tiene pasta suficiente para pagar ese terreno barato. Ese terreno lo van a acabar comprando barato los constructores, pues los vecinos no tienen parné para asumir la ganga, por ganga que sea. Eso lo saben Ignacio González y un tonto. Va a ser un buen pelotazo urbanístico. Y bien pensado.
Lo que ocultan los nuevos planes para la Cañada es privatizar otro terreno estatal. Las cañadas reales son propiedad del Estado y ahora se van a vender a constructores para edificar una ciudad dormitorio de medio pelo y echar de allí a la chusma. A mi chusma, a la que pertenezco.
¿Y esa gente?, se pregunta mi pluma de ganso. Esa gente que hoy malvive en la Cañada se irá. Se irán los yonquis, los niños hambrientos, las putas menores, los gitanos, los viejos sin dientes, los rumanos, los magrebíes, Los Otros en general. Los Otros no tienen nada, así que no podrán pagar ni la parcela de tierra que les ofrece barata González, como tampoco podrían pagar la tierra que les pegará el viento a los labios cuando vagabundeen por los caminos en busca de otro lugar.
Ya advierte la comunidad, en plena presentación del plan, que más de 3.000 personas se van a quedar sin realojo. No me creo la cifra. Va a ser muy superior. Más de 3.000 se van a tener que ir de la Cañada y montar otra Cañada bajo cualquier cielo abierto.
Poniéndonos lacrimógenos y haciendo regla de tres, en sus optimistas previsiones el gobierno regional prevé echar de la Cañada a 1.000 niños para desplazarlos hacia los páramos del Nunca Jamás. La cifra de los 1.000 niños desplazados no me la invento. Lo dicen las estadísticas oficiales: el 33% de la población de la Cañada son niños, y, ya se ha dicho, el gobierno regional no encuentra alojo para 3.000 personas. Cuando la estadística es más humana que un plan político o urbanístico, es que no estamos siendo muy humanos.
Dejando de lado las ternurescencias propias de la edad de este columnista, decir que el plan de Ignacio González contra la marginalidad, la droga, la enfermedad, los niños con mocos, la desatención y todos los demonios que habitan la Cañada Real, es el mismo que en su día también usó el PP para enfrentar el desastre del Prestige: alejar el barco. Que el petróleo corroa el océano donde no lo veamos. Pero, al final, lo vimos.
Alejar este Prestige de yonkis, de desclasados, de sin papeles sin suerte, de niños del 33%, de enfermos mentales (en la Cañada han acabado muchos) y de gitanos sin carnet tampoco termina con el problema, con el vertido ni con el gueto. Lo desplaza unos kilómetros más lejos de Serrano. Lo suficiente como para construir en la Cañada unas cuantas casas más en un país con seis millones de casas vacías. Es un plan sensible e inteligente. Donde los haya.
Los 3.000 desplazados que prevé el PP, con sus 1.000 niños del 33% estadístico a cuestas, se chabolearán hacia otro asentamiento, que llamaremos de momento la Cañada Irreal. Y allí volverán a morirse de sida y hambre, de malos viajes y navajas, de mocos, de mugre, de avaricia ajena y de desatención. Hasta que el nuevo asentamiento tenga la suficiente densidad poblacional como para ser un nuevo problema. Y volveremos a construir encima para solucionarlo. Y volveremos a desplazar a los marginados, y no a desmarginalizarlos.
El plan del gobierno de Ignacio González sí que es bueno a medio plazo.
Pero, a largo plazo...
Ay, Ignacio.
A largo plazo habrá un día en que, desplazando y desplazando a los marginados, se termine el horizonte y nos encontremos con el océano. Un día en que no quede tierra ya para un nuevo asentamiento del gueto más allá de las casas recién construidas. Se acabará el horizonte, y a los desplazados, aunque sean niños y gitanos, no está bien visto arrojarlos al mar. ¿Y entonces? Cuando veamos el mar, y ya la marginalidad no pueda ser más alejada construyendo casas en un país al que le sobran casas. ¿Tenemos para entonces algún plan del gobierno?
Comentarios
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